Un continente sin sombra, Europa perdió el rumbo (El Tábano Economista)
En la capital del reino de Occidente, allí donde los hombres impecablemente vestidos con trajes de sastrería y finas corbatas de seda decidían el destino del mundo entre canapés y discursos de champán, se celebró un festín de consecuencias históricas. No era, sin embargo, un banquete cualquiera, sino una ceremonia de autoengaño colectivo.
Los comensales, una élite endogámica de políticos, militares y periodistas, devoraban con avidez un manjar peculiar cuya receta se había perfeccionado en los think tanks de Washington y en los gabinetes de Bruselas: un plato cuya esencia era la ilusión de impunidad. Lo peculiar de aquel manjar, era que, al ingerirlo, nublaba progresivamente la vista y borraba selectivamente la memoria. Cuanto más se comía, más se creía en la propia inmunidad y en la inviolabilidad del espacio sagrado que habitaban, convencidos de que las leyes de la geopolítica, las de la acción y reacción, habían sido suspendidas por decreto de su excepcionalismo moral.
Fue en aquellos días de éxtasis estratégico cuando las capitales de Europa comenzaron a flotar, levitando suavemente sobre la tierra firme de la historia, la economía y la geografía. Sus habitantes, aturdidos por el festín, descubrieron una verdad peculiar y reveladora: habían perdido sus sombras. En principio, no fue la levitación, sino la purga de los reflejos incómodos. Los hombres que se hacían llamar “Estrategas”, aquellos mismos que habitaban los salones donde las palabras «seguridad colectiva» y «riesgo calculado» flotaban como mariposas nocturnas alrededor de lámparas que nunca se apagaban, decidieron deshacerse de todos los espejos de Europa. La operación fue meticulosa y silenciosa. No era que los espejos mostraran horrores indecibles; en su lógica implacable, mostraban simplemente lo que había al otro lado, y eso, sencillamente, había dejado de ser conveniente para el relato que construían.
Fue en estos días de amnesia inducida y de ausencia de reflejos cuando surgió, con una fuerza renovada, una casta de raros estrategas en el corazón mismo de Occidente. Eran hombres y mujeres que poseían la singular cualidad de reflejar solo la luz que les convenía, absorbiendo cualquier rayo de crítica. En su sabiduría de ecos, tras interminables rondas de café y documentos de posición, decidieron que un gigante que dormitaba en las vastas llanuras del Este –al que ellos, en su reduccionismo infantil, denominaban «el fantasma del este»– podía ser acorralado, humillado y doblegado mediante una combinación de avances militares en su frontera histórica, sanciones económicas de una ferocidad sin precedentes y la esperanza, casi mesiánica, en su destrucción interna.
Para comprender la magnitud de esta imprudencia, es necesario realizar un acto de prestidigitación geográfica y moral, un ejercicio de empatía estratégica que la élite europea ha demostrado ser incapaz de realizar. Como planteaba con agudeza Rafael Poch de Feliu en su lúcido artículo “La ampliación de la guerra de Ucrania está servida y bien anunciada”, debemos forzar nuestra imaginación y trasladar el escenario.
Supongamos, pues, que los roles se invierten. Imaginemos que Estados Unidos, en un arrebato de su doctrina Monroe revitalizada, invade militarmente a uno de sus vecinos latinoamericanos –ejercicio que, como bien señala Poch, no requiere un esfuerzo de imaginación desmesurado – y que, acto seguido, Rusia o China deciden apoyar al país invadido. No con meras palabras de condena en la Asamblea General de la ONU, sino con el lenguaje crudo y tangible de los dólares y los euros: 115.000 millones de dólares en ayuda militar y económica, una cifra que no es arbitraria, pues es lo que Alemania, la potencia económica hegemónica de Europa, ha desembolsado ya para el conflicto ucraniano. A ello sumemos otros 21.300 millones de otro aliado de Moscú, y 7.500 millones de un tercero, replicando las contribuciones de Francia y otros socios.
Pero el apoyo no se detendría en el dinero. Supongamos que Moscú y Pekín brindan toda su inteligencia satelital de última generación, su expertise comunicacional en guerra híbrida y sus unidades de operaciones especiales más experimentadas al país invadido. Y entonces, en este escenario de pesadilla para la seguridad nacional estadounidense, lo impensable sucede. Grupos de guerrilleros, armados, financiados e instruidos hasta los dientes por la inteligencia de Rusia y el dinero de China, no se limitan a hostigar a las tropas americanas en el territorio invadido. Con la precisión de un cirujano, sabotean los oleoductos que cruzan el Gran Estado de Texas, las arterias vitales del complejo energético norteamericano.
Drones hechizados, pequeños, sigilosos y mortíferos, sobrevuelan el Río Grande y estallan con furia letal contra refinerías que son el corazón palpitante de la economía y el modo de vida estadounidense. El precio de la gasolina en Nueva York se eleva entonces como un alma en pena, y el pánico, ese virus que se propaga más rápido que cualquier noticia, recorre el país de costa a costa.
El hechizo de la invulnerabilidad se oscurece de repente. Un radar clave, uno de esos gigantes silenciosos anclados en las gélidas planicies de Dakota, que vigila el abismo nuclear las veinticuatro horas del día por si Moscú o Pekín deciden lanzar sus garras de fuego, queda reducido a un montón de chatarra humeante por el impacto de un misil de fabricación propia, guiado hasta su objetivo por un encantamiento satelital del Dragón. En Washington, un senador belicista, conocido por sus ardientes discursos a favor de la intervención, estalla en mil pedazos al abrir un paquete con correo certificado en su despacho. Una periodista influyente que alababa la invasión en cada titular es abatida a tiros fríamente frente a su cafetería favorita en Georgetown. En ese instante preciso, la línea abstracta, casi metafísica, que separaba la guerra «allí» de la paz «aquí» se desvanece para siempre, como un dibujo en la arena. El conflicto ya no es una exportación; es una importación con intereses crecientes.
Realizado este ejercicio de hipótesis descarnada, hay que preguntarse con honestidad intelectual: ¿cuál sería la reacción y el estado de ánimo de la clase política y militar americana ante tal panorama de agresión directa y desafiante? La respuesta, incómoda pero ineludible, es que todos los indicadores, toda la doctrina estratégica, toda la historia y el temperamento nacional de los Estados Unidos, señalarían unánimemente hacia una escalada inmediata y feroz, hacia la ampliación deliberada de la guerra.
Sin embargo, lejos de cualquier ejercicio de reflexión estratégica, los políticos que defienden con fervor casi religioso la línea más maximalista de la OTAN dentro de la Unión Europea, encarnada en la presidente de la Comisión, Ursula von der Leyen, cuya gestión parece guiada más por la ambición personal por el negocio de la seguridad de los europeos. La responsable de exteriores, Kaja Kallas, cuya política hacia Rusia, teñida de un revanchismo casi oligofrénico que ignora cualquier matiz, ha convertido a la diplomacia europea en un apéndice del gabinete de guerra de Kiev. Los actuales y vacilantes dirigentes de Alemania, Francia e Inglaterra, atrapados en una danza de contradicciones entre sus proclamas belicistas y la renuencia de sus ciudadanos a morir por una causa cada vez más difusa están poniendo en peligro de manera consciente e irresponsable la seguridad presente y futura de Europa.
La élite política europea, en su conjunto, se caracteriza por una ineptitud estructural que raya en lo patológico. En casi su totalidad, se trata de gente que, durante décadas, protegida por el paraguas militar estadounidense, externalizó a Washington la función primordial de pensar políticamente, de definir amenazas y de trazar estrategias de largo alcance. Este vicio de origen ha producido una clase dirigente con un infantilismo político alarmante, adornado con dosis masivas de narcisismo y una arrogancia sin fundamento, que se escuda detrás de una retórica hueca de «principios y valores» que, desde luego, la Unión Europea no encarna en su actuar real, ya sea en su política migratoria despiadada, en sus tratos comerciales neocoloniales con África o en su sumisión a los designios de una potencia extracontinental.
Pero hay una verdad aún más cruda y cínica que explica la persistencia en el error: Europa, o más bien su burocracia oligárquica e irresponsable, no quiere acabar la guerra de Ucrania. Porque ha encontrado en la confrontación existencial con Rusia la fórmula perfecta, el enemigo necesario, para consolidar su poder interno y su razón de ser en un proyecto de integración que navegaba a la deriva tras la crisis del euro, la de los refugiados y el brexit. La guerra proporciona un relato movilizador, justifica la centralización de poder en Bruselas, permite desviar la atención de los problemas económicos estructurales y ofrece una coartada moral para el rearme y la supresión del disenso, tachado rápidamente de «prorruso».
La conclusión, por tanto, no puede ser otra que la de constatar una imprudencia política europea de dimensiones históricas. No es un error de cálculo, es un vicio de forma, un pecado original de una clase dirigente que, habiendo perdido su sombra y quebrado sus espejos, navega en la bruma de su propia propaganda. Europa, el continente que dos veces en el siglo pasado se suicidó en guerras civiles catastróficas, parece empeñado en un tercer acto de tragedia, esta vez impulsado no por el odio visceral, sino por una estupidez ilustrada, por una cobardía moral disfrazada. El festín de los necios siempre termina igual: con la cuenta que llega a la mesa, una cuenta que, esta vez, podría ser pagada con el futuro mismo de una civilización.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/10/01/europa-cronica-de-una-guerra-anunciada/