¿Qué es hoy Europa? Es un espacio de libre mercado con moneda única, gobernado por un banco central autónomo respecto de los estados con el subsidio de una Comisión que vigila por la libertad, concurrencia y competitividad empresariales. No es otra cosa. Ni siquiera, en su sentido pleno, una zona de «libre circulación de capitales, […]
¿Qué es hoy Europa? Es un espacio de libre mercado con moneda única, gobernado por un banco central autónomo respecto de los estados con el subsidio de una Comisión que vigila por la libertad, concurrencia y competitividad empresariales. No es otra cosa. Ni siquiera, en su sentido pleno, una zona de «libre circulación de capitales, mercancías y personas», porque esto último es objeto de discusión: ¿quiénes son las «personas» que gozan de libertad de circulación? Por otra parte, mientras la zona euro está cogentemente definida, la Unión Europea comprende ahora 27 estados (el agolpamiento siguió al desplome de la URSS), parte de los cuales están aún en lista de espera en lo tocante al euro. Tampoco cubre la UE el continente que en los atlas geográficos se define como Europa; le faltan sobretodo los Balcanes y Rusia, mientras llama a la puerta una Turquía que no es, geográficamente hablando, parte de Europa, y alguno propone a Israel -lo mismo-, que, por lo demás, no llama a la puerta.
Esa zona está regulada por una única ley común, todavía en vigor: el tratado de Maastricht de 1992, luego modestamente alterado en Ámsterdam, y por criterios de estabilidad (es decir, por un rígido monetarismo). El fardo de tratados, declaraciones y veleidades que en el nuevo milenio ha sido ensamblado, bajo la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing, por 62 expertos nombrados por los gobiernos, y que debería haberle dado, ya fuera como cosa hecha, una Constitución -es decir, una fisonomía ideal y política- está actualmente en situación de moratoria porque fue rechazado hace dos años por sendos referenda en Francia y en Holanda, que eran estados fundadores. De hecho, otros gobiernos, empezando por el otro gran patrocinador, Alemania, se abstuvieron prudentemente de someterlo a referéndum popular: se votó, cuando mucho, por mayoría parlamentaria, y se guardaron bien los parlamentos de dedicar amplios debates y de implicar a partidos y a electores, y mucho menos a los «pueblos» evocados conforme a la tan generosa como vaga fórmula del proyecto por «Otra Europa» del Foro Social europeo.
Un resto de decencia ha impedido que el conjunto siguiera adelante a pesar del no de Francia y de Holanda. Tanto funciona la criatura monetaria -fin en sí misma-, que en nuestros días no es poco, e incluso es lo esencial. No se preocupa mayormente sino del crecimiento, y menos que menos del modelo social y de su cohesión, y deja un modesto margen de maniobra a los estados. Todavía menos al valetudinario Parlamento europeo, dotado de poderes harto escasos. Y en lo atinente al coordinador de la política exterior y de seguridad, el llamado señor PESC, Javier Solana, es un fiel recomendador de esto y de aquello, que puede, o no, ser escuchado. No se llegará a un engalanamiento constitucional propiamente dicho hasta que las próximas elecciones despejen la incógnita de la presidencia de la República francesa, si socialista o de derecha. (Francia y Alemania han sido de hecho el eje y el alma -si de alma puede hablarse- del coágulo.) Si vencen los socialistas, es verosímil que no sólo gobiernos y parlamentos sean consultados sobre un proyecto rehecho. Si vence la derecha de Sarkozy, ya se ha anunciado que, tras enérgica poda, el Tratado será solamente sometido, a toda velocidad, a la mayoría parlamentaria.
Sale estos días, y será presentado mañana en Roma, el trabajo de Luciana Castellina (Cincuenta años de Europa. Una lectura no retórica, Utet Editore), que describe el itinerario de este farragoso proceso. Es un trabajo precioso, porque poco se sabe de eso, aun si mucho se declama y se proclama en las sedes oficiales. Jamás ha desatado Europa una pasión popular, ni se ha buscado excitarla por parte de sus, dígase así, constructores. Por lo que, cuando los ciudadanos se ven forzados a pronunciarse, como en las elecciones al Parlamento europeo, se expresan con diversas desconfianzas y moderada participación. Las fanfarrias que acompañarán al quincuagésimo aniversario del Tratado de Roma juntarán vaguedades, que no verdades, porque todo se puede decir, salvo que se ha tratado de un proceso lento y difícil pero coherente consigo mismo desde sus orígenes hasta el actual aterrizaje.
Porque de un aterrizaje se ha tratado, representa algo no fácilmente reversible. Luciana Castellana señala muy bien las etapas, ya al reconstruir la sucesión de aproximaciones, abrazos, rupturas entre gobiernos según las variaciones del escenario internacional de la segunda mitad del siglo XX y en las aceleraciones del tercer milenio, ya en las mutaciones experimentadas por la subjetividad de los protagonistas, analizados en la segunda parte del volumen por naciones y corrientes políticas. Es lo cierto que el aterrizaje no realiza el ideal de Spinelli y de su grupo de amigos -tardíamente incorporados al círculo de aliados del PCI-, que había nacido como reacción a las dos guerras mundiales. Una Europa federal habría terminado con los sangrientos conflictos entre países que habían marcado desde siempre el camino europeo, y sobre todo, con las feroces aventuras del fascismo y del nazismo, crecidos en suelo europeo en los años veinte y treinta, que habían llevado al más devastador conflicto de la historia de la humanidad.
Pero, subitáneamente, la Guerra Fría hizo prevalecer, entre los aliados que habían derrotado a Mussolini y a Hitler, y entre los partidos anteriores a la Resistencia o nacidos con ella, la necesidad de optar entre el campo atlántico, que se iba organizando con instituciones supranacionales, y el campo de la URSS, que se había extendido a las llamadas democracias populares. Europa fue el terreno del choque o enfrentamiento: el ex-Tercer Reich, nacido de la derrota y dividido en cuatro zonas de ocupación, quedaría dividido en dos, entre la República Federal alemana en el Oeste y la República Democrática en el Este, bajo el paraguas atlántico, una, bajo el de la URSS, la otra. En medio, territorio siempre a pique propiciar el incendio, Berlín. Y así habría seguido, si la Ostpolitik de Brandt no hubiera traído inopinadamente consigo una espiral de pacificación. Pero ya la crisis de la URSS y de su campo estaba, más que madura, podrida, y llevaría en pocos años a la caída del Muro de Berlín y al fin de la experiencia soviética.
Castellina destaca la intervención americana a la hora de favorecer los primeros pasos hacia una unidad europea, concebida como baluarte, también militar, contra la Unión Soviética, haciendo hincapié en una Alemania rearmada. En suma, una estrategia paralela a la de la Alianza Atlántica que tomaba cuerpo en 1949. Ya esto alteraba de todo punto la idea del movimiento federalista de Spinelli: pero un objetivo militar, que no podía dejar de incluir a Alemania, tenía que chocar con muchas desconfianzas en un continente escarmentado por el nazismo, mientras que el Plan Marshall no provocó ninguna, más bien un vivo agradecimiento hacia los EEUU. Y la idea de algún tipo de unificación europea, que todavía no podía calificarse de explícitamente liberal, resultaba bien acogida, porque hacía frente a la presencia de algunos poderosos partidos comunistas, el italiano y el francés, que salían de la Resistencia reforzados en su prestigio y que eran más temidos como organizadores del conflicto social interno que como longa manus de Moscú. De hecho, mientras las propuestas de la CED y de la UEO se abrían camino sólo muy fatigosamente, se daba en 1951 la primera forma de relación estrecha continental entre los seis países históricos -Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo-: aquella Comunidad europea del carbón y del acero (CECA) que no sólo representó la puesta en común de los dos productos que tiraban de la larga posguerra, sino que trajo consigo una primera y brutal división del trabajo, privando a Italia de su gran siderurgia y a Francia y Bélgica, de sus imponentes charbonnages, con consecuencias sociales agudas.
Los pasos sucesivos, no sin ires y venires. Y no antes de un reencuentro total, también simbólico, entre Francia y Alemania, que -resueltas a sujetar las riendas a dos manos, ya que ninguna de las dos podía hacerlos sola- se dieron un abrazo solemne en las personas de Kohl y Miterrand. Como puede leerse en la precisa reconstrucción de Castellana, son cientos los acuerdos, los tratados más o menos duraderos, los encuentros también con fuerzas no continentales, las mesas con presencias diversas, de acuerdo a los humores y a las susceptibilidades nacionales, pero es bien reconocible la ruta que llevó al gobierno del mercado y a fiar el estado supranacional a la moneda. Ni una cosa ni otra habrían sido posibles sin la caída de la URSS y el cambio de ruta de los sindicatos y de los partidos comunistas occidentales.
Éstos, acusados de ser antieuropeas a fuer de obedecer a Stalin, lo fueron frente a las manifiestas pérdidas del peso contractual de los trabajadores que venían de la mano de los elementos de la ingeniería liberal que salieron de la discusión sobre la «crisis fiscal del estado social», que penetró inopinadamente en sectores insospechados de la izquierda y fue un potente ariete para hacerlo saltar. Si la Europa moderna tenía una característica inconfundible, el papel desempeñado por el conflicto social, que después de la Revolución francesa había quedado como una dialéctica abierta. Para los cerebros gobernativos que pilotaron siempre el camino hacia una u otra forma de unión, estaba cerrada. Y la Comisión exige valerosamente cada dos días la demolición de un conjunto de derechos y protecciones sociales bastante robustas en el Reino Unido, en Francia en la Alemania y en la Italia postbélicas. Del doble atributo clásico de la soberanía, disponer de un ejército y acuñar moneda, el segundo ha ganado. En lo que toca a las armas, los estados europeos han preferido ponerse, sin estar obligados a ellos, bajo el paraguas de la OTAN, cuyo artículo 5, como recuerda Isidoro Mortellaro, ni siquiera les obliga ahora hasta el punto que se pretende (por ejemplo, respecto de la base de Vicenza). Francia todavía se mantiene fuera de la OTAN.
Tal es, sumariamente, la historia de Europa que, en el marco de las relaciones Este-Oeste y, tras 1989, en el de la globalización y la dominación americana, se lee en los trayectos hacia la Unión Europea. Su aceleración tiene tres nombres -Delors, Santer y Prodi-, y el euro, junto al Tratado de Maastricht y al pacto de estabilidad, constituye la verdadera corona de laurel lograda por el centrismo continental. Y lograda sin fatiga, puesto que la izquierda ha dejado de existir. Para nada revolucionaria en Europa desde 1945 en adelante, fue firmemente reformista en el sentido de que tenía aún abierto el conflicto entre las clases, con perspectivas de mediación por arriba o por abajo. Quien hoy todavía apunta a eso, se hace reo de la acusación de soberanismo o proteccionismo, bajo cuyo nombre cae cualquier intento de protección de los propios ciudadanos, como recuerda Fitoussi, algo que sólo se consiente, y por mucho, a los EEUU. Decir antieuropeo, escribe Luciana Castellana, es hoy un insulto sangriento, la insinuación sangrienta más común.
¿Ha sido antieuropea la izquierda italiana? Sí; ha desconfiado de la manera en que se iba perfilando Europa. No porque estuviera enamorada del propio estado, de la propia nación o de la propia etnia. Entre sus muchos defectos, no se contaba ése. Sino porque estaba persuadida de que un superestado europeo no habría asegurado los derechos sociales que ella misma había inscrito en la Constitución de 1948. Como de hecho no han sido asegurados, o han resultado desleídos y prácticamente inexigibles.
Se puede observar que, aun sin el ingreso en Europa y en la zona euro, habría resultado arduo defenderlos: se nos requiere la nulificación de la primera parte de la Constitución, y en porciones políticas no precisamente pequeñas: porque el primado de la empresa, con relativos codicilos, concurrencia y competitividad, y para los asalariados, flexibilidad y precarización, es un tsunami formado a mitad de los años 70 y precipitado con el desplome de la URSS y de los partidos comunistas, además del debilitamiento de los sindicatos. En otras palabras, la naturaleza de la UE está ínsita en la modificación de las relaciones de clase (si todavía puede usarse esa expresión) a escala mundial. Y esto, la izquierda, no lo había previsto.
No sólo en Italia. Ni siquiera allí donde, como en Alemania, la antigua socialdemocracia había cambiado de color de golpe, ni en el Reino Unido, en donde la victoria de Margaret Thatcher había precedido a la degeneración del Labour Party en el New Labour de Tony Blair. Ello es que los derechos laborales, inveteradamente considerados en Europa como un factor de cohesión social y de estímulo al desarrollo, no fueron de hecho defendidos por la desconfianza sin alternativas que la izquierda opuso al proceso europeo. Lo digo también por algunos de nosotros –de me fabula narratur-: veíamos el peligro, pero subestimamos su naturaleza estructural, de proceso mundial, después de los años sesenta, y no intervinimos. Al manejo por lo alto de los gobiernos y de los grandes intereses financieros no se le opuso discusión alguna en la izquierda, ni se implicó a las sociedades que tendrían que arrostrar las consecuencias.
Ni siquiera lo están ahora. Si, como es verosímil, los nuevos dirigentes de los estados europeos van a proponer una constitución no muy distinta de la hasta ahora avanzada -la entrada de los países del este no puede sino empeorarla-, ni siquiera las izquierdas antiliberales, y son bien pocas, parecen en condiciones de ofrecer un dispositivo capaz de inducir a rupturas y revisiones de fondo. Sólo el Foro Social europeo ha sido capaz de genera, junto a algunas asociaciones de la sociedad civil, un serio paquete de principios distintos, pero sin entrar en uvas en una estrategia de cambio. Muchas cosas irreversibles han pasado; es impensable que se elimine el euro, pero podrían modificarse algunos parámetros del Tratado de Maastricht; es impensable que se cierre el Banco Central europeo, pero se podría poner en cuestión su filosofía; y así por el estilo. Lo que el Foro Social llama pueblos, deberían articularse, también en lo que hace a su representación. La ausencia de los sindicatos, su incapacidad para unirse, al menos en Europa occidental, en donde conservan una fuerza, es una catástrofe. ¿Cómo van a defender a los trabajadores, si la zona euro se mantiene abierta a las correrías de los capitales?
No es que una nueva Europa se defina sólo respecto de este asunto, aunque sobre este asunto el Tratado constitucional ha sido bloqueado en dos países que se avilantaron a convocar referenda. Hay muchos otros asuntos apuntados por el Foro Social que se inscriben en un escenario opuesto al dominante. Quien piense que Europa debe ser diversa y constituir en la globalización un modelo de contra-tendencia tanto por los métodos cuanto en los fines, tiene ante sí no mucho más de un par de años para promover una campaña de opinión que debería ser no menos vasta que aquella que hizo por un momento tambalearse a Italia tras el descubrimiento del escándalo de Tangentopoli. Allí estaba en cuestión la corrupción de toda una elite política; aquí lo está la perfecta y ascética inhumanidad de un sistema fomentador de la desigualdad. No sé qué es peor.
Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto.
Traducción para www.sinpermiso.info: Leonor Març