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Tal vez no todo esté perdido

A propósito de los símbolos de occidente

Fuentes: Rebelión

Después de tres largos años en Brasil, llego a Londres empujado por un montón de propósitos y asares. Había pasado por sus aeropuertos en vertiginosos tránsitos. Como el de aquella noche de otoño previsiblemente lluviosa en atropellado trasiego de Heathrow a Gatwick, llevado por un minibús para apenas alcanzar el otro vuelo que me pondría […]

Después de tres largos años en Brasil, llego a Londres empujado por un montón de propósitos y asares. Había pasado por sus aeropuertos en vertiginosos tránsitos. Como el de aquella noche de otoño previsiblemente lluviosa en atropellado trasiego de Heathrow a Gatwick, llevado por un minibús para apenas alcanzar el otro vuelo que me pondría de bruces en la provincianamente familiar Terminal de Okecie en Varsovia. O al revés, para aterrizar en Guarulhos, esa antesala de Sao Paulo que sólo la salva de algún balbuceo peyorativo el riquísimo aroma del café emanando de los rincones menos previsibles entre los irresistibles panecillos de queso humeantes que no dejan nunca de hacerle la corte. En fin, por aire ya no es el cruce de rutas lo relevante.

Llegar a una ciudad como Londres con el arrojo de organizar un espacio vital antes que cualquiera sea la moneda que se lleve merme con la increíble volatilidad que le imprimen los especulativos precios del alquiler, de las oportunistas tarifas del transporte público privatizado, y del apabullante spread de la egolatría de una divisa resistida al sacrifico del marco alemán, es tan temerario como singular porque, remontando las cuestas, te lleva a descubrir el lado oculto de las postales felices. A imaginar por qué unos 350 mil británicos abandonan la isla en busca de mejor calidad de vida, según afirma categórico The Independent. Lo sufre en carne propia una amiga australiana que ha cambiado esa calidad por cinco años de trabajo forzado como ejecutivo en las nuevas factories en que se ha convertido la hostelería londinense. Sólo hacia los pueblos aledaños huyen cada año unos 15 mil desesperados capitalinos. La realidad como siempre … testaruda.

Mientras a seis de cada diez británicas jubiladas se les acaba el mes sin haber comenzado el otro y a los 25 años la mayoría de los «jóvenes» esté aún al amparo bajo el techo y la protesta de sus padres, los asalariados británicos mejor endeudados son los que más segundas residencias adquieren en Europa, allende el Canal de la Mancha que los separa de tierra firme, ya no saben, si para bien o para mal. No es sólo el olvido divino la causa, que no les favoreció con las cosas de la naturaleza que a los brasileños, al fin y al cabo, les lleva a creer que por lo menos Dios es uno de ellos.

A imagen y semejanza de toda ciudad asustada de sí misma, como allá en una Bogotá tercermundista clama al cielo la socio-topografía que la estratifica en siete zonas ascendentes desde lo miserable hasta lo adinerado, te encontrarás al Oeste de Londres con la comarca de Chelsea a buen resguardo de lo plebeyo, menos aferrada que Notting Hill a ciertas impurezas como las del auto reclamado carnaval de cada agosto, y situada en el deslinde que paradójicamente marca lo que fuera la finca del utopista primero, que no dudó a despecho de aquella avasalladora desidia industrial decimonónica en dejar sentado desde entonces, como hoy desde su pétrea escultura de frente a la rivera serpenteante de un río cansado, el romanticismo social como la idea de lo socialista.

En los otros puntos cardinales, mas allá de la pulcritud de esa Chelsea que fuera sumidero de artistas intelectuales hoy desterrados por el precio del mismo suelo, se extienden separados de ella por una City atiborrada de edificios sin ton ni son incrustados en los escasos metros cuadrados que deja la masa amorfa de construcciones de ayer y hoy menos pretensiosas, y de gente venida de todas partes cual enjambres hambrientos sobre los cientos de comercios que se apretujan hasta el desconsuelo antiestético en una tan publicitada como demacrada Oxford Street, las características aglomeraciones de barrios horizontales hechas de insistentes ladrillos rojizos o amarillentos, ordenadas en hileras de barracas que impiden saber si entras a Bethnal Green en el Este o a Green Wood al Norte o si más al Sur o adonde se quiera, porque lo otro que salpica el paisaje urbano sin diferenciarlo es el repetitivo y desvencijado en muchos lugares estilo victoriano adosado.

Entrar a las 7 y los más afortunados a las 9 de la mañana a innumerables oficinas, atados de pies y manos a corbatas y chaquetas de tonos oscuros, los unos y las otras, desprenderse de los asideros media hora al medio día para ingerir algún fast food y hacinarse en ruidosas manadas en los omnipresentes pubs a las 5 de la tarde una hora y media antes de seguir hacia los dormitorios familiares, es la rutina de esa multitud de asalariados que probablemente sueña con darle ese giro milagroso a la vida.

¿Habrán estado pensando también en Londres cuando escribían su escenario los hermanos Wachowscy?, me sonrío cómplicemente mientras observo la ciudad, desbordada por el hormigueo aparentemente caótico de sus habitantes, sentado en la plataforma alta del hermético bus de la línea 8 que alargándose desde el extremo Este hasta Victoria Station atraviesa en atascos interminables el centro de la City. El metro ha dejado de ser una alternativa eficiente desde que los beneficios que genera van al alza en manos privadas. Trescientos mil ciclistas intentan a diario una carrera contra el reloj y las tarifas, desafiando estoicamente la doble inclemencia del tiempo y los ladrones de bicicleta que les han llevado al delirio de persecución. Los fabricantes de candados y cadenas prosperan satisfechos y un insondable trapicheo de bicis de segunda, tercera y otras manos hace fugazmente feliz a los nuevos ilusos del mismo zafarrancho. Un caso sui generis de propiedad común y beneficios exclusivos.

Hoy como entonces el instinto pecuniario raudo como el de los galgos tras sus conejillos de peluche sigue siendo la razón. La ansiedad no correspondida del triunfo crea un molesto complejo de inferioridad pública, pero no evita que en resumidas cuentas la muchedumbre asalariada, triunfadores y perdedores, deambule bajo el paliativo de una misma euforia consumista. En una realidad monocorde el escapismo de las noches de música techno a todo volumen en infinidad de locales en Old Street o Soho o hacia donde vires la cabeza, de las riadas de cerveza insípida que hacen del alcoholismo el despropósito que pone de punta las pelucas en la Cámara de los Lords, o de la marihuana y la cocaína como sustentadores de casi todo encuentro fortuito o previsto, se transforma en una suerte de permanente encierro taurino. La huída hacia adelante rebota contra una descreída virtualidad. La isla sigue rodeada de agua salada.

En los barrios menos agraciados, la mayoría, una especie de subcultura de clase media y medio baja convierte los pubs en el centro que rige el modo de vida socio familiar y que laureados seriales televisivos se han encargado de glorificar como para que no medien las preguntas sobre sí mismos.

Ante el hedonismo pos moderno y el costumbrismo decadente, la educación y el cultivo personal quedan a merced de los horóscopos. Tras bambalinas las sospechas se amontonan. El desplome del sistema público de educación que consume impotente miles de millones de libras (¡40 mil millones en el último presupuesto!), o la ruina de los servicios de salud pública donde una bacteria con nombre extra terrestre MARSA («por sus siglas en inglés«) campea en salas y salones sin distinción de hospitales y lleva a la ironía de septicemias fulminantes a cientos de personas ingresadas por razones totalmente ajenas, o el elitismo de la vida social que sigue batiendo sus joyas en los palcos de primera y su mediocridad en los magazines de colores, o los multitudinarios festines populares de ocasión en grandes parques, como montados para el desahogo pagano de un multiculturalismo reticente, o las cadenas de televisión privadas afanadas en mutaciones interminables de reality shows, vienen a reforzar la sensación de surrealismo bretoniano que embarga a cualquier observador poco distraído.

Atareado en el descifrado agotador de un habla tan distante de la que te venden en las academias de corte inglés y que sólo pronuncian los buenos presentadores de los mejores telediarios, le reivindico a mi interlocutor un truismo empolvado, la felicidad está definitivamente en los pequeños detalles, esos momentos intrascendentes ante el afán de toda existencia tumultuosa. Así se me antoja Londres, aparatosa, cosmopolita, sin poder sacudirse los fantasmas victorianos que como el de la ópera permanece en cartelera todo el año, de culinaria y vinos importados, sembrada de ofertas culturales caras e infinidad de otras opciones apuradas, dominada por la prensa más amarilla que ojos humanos hayan visto, desequilibrada en su geografía social, a tiro de eurodólares de jeques y emires y flotando sobre un mar de leva de igual procedencia pero de sagas empobrecidas, incoherente como el desatinado carrusel que en la margen de un Támesis sucio hasta la saciedad ha cedido al peso de su deuda y a la mirada de una Torre Eiffel siempre altiva con la cual parece haber querido coquetear. Claro, y con rincones únicos cuando en el centro de todo te refugias en ti para penetrar sus enigmas.

Todavía queda un tiempo antes de partir. Si largas jornadas de trabajo, físico o mental, no reducen tu ser al instinto animal, entonces es posible que intentes hacer algo más que estar. Museos y galerías son parte de un programa invariable. El placer de leer inmerso en la leve inquietud anónima de algún sugestivo Café me lleva como casi siempre de las manos. Descubrir esa singularidad significa el reto de eludir las impenitentes cadenas de locales preenlatados que se apoderan de la ciudad, de la City ante todo, de los barrios poco a poco según la demanda. Starbuck, Café Nero, Preta a Manger. Un fordismo gastronómico multiplica ad infinitum los beneficios de las compañías al precio de una maniqueica desenvoltura urbana.

El hallazgo se da en Columbia Road, a escasos 15 dichosos minutos del piso donde vivo, al otro lado del excitante barrio paquistaní-indú-bengalí del Este, justo en el fantasioso Mercado de las Flores que cada domingo desde hace un par de cientos de años transforma un pedazo de calle corriente en una florida y fascinante feria de los sentidos, dándole vida en un ambiente bulliciosamente refinado a singulares tiendecillas con nostalgia de aquellas épocas. El embrujo del entorno me hace el extranjero más feliz que pisa Londres. No puedo evitar la sensación de íntimo triunfo cuando uno de esos domingos de embeleso ante el olor vivificante de mi café leo en el suplemento cultural The Sunday Times el destaque sobre el sitio como uno de los pocos Cafés atípicos de la ciudad. Leer para creer. Guardo el recorte.

No parece estar modelada la «ciudad de ciudades», según la apologizan sus cabilderos en ingenuo desafío al ego parisino, y a pesar de lo que se pueda encontrar de verdad en ello, para evitar que la imaginación sucumba con demasiada frecuencia ante «lo chato» , ese singular calificativo con que los brasileños identifican lo mediocre sin distinción de estatus. La capital financiera del mundo parece haberse reducido a un penoso fetiche, rumiamos entre amigos, compañeros de piso, durante una improvisada cena, todos de paso y resistidos a que la luz de los insomnes neones de Leicester Square nos haga pensar en un tiempo de estancia más extenso del que cada uno se ha dado.

Londres se refracta en los espejismos de los modos de existencia pasteurizados de tantas otras urbes occidentales. A Londres se va y se sale, con ella se intercambian vicios y ventajas, es una ciudad utilitaria, aun para aquellos ansiosos de sumarse un «baño de cultura» siempre apresurada. Para los más, esos miles y miles que arriban en busca del pan nuestro de cada día y que aún no lo saben del todo, la estancia será un círculo vicioso en el que se subsistirá indefinidamente como en tierra propia, siempre al margen. Y es que casi todo vale en esta ciudad a ratos frenética y los domingos, como en el mejor de los entornos pueblerinos, totalmente marchita.

Los inmigrantes hacen lo suyo y mucho más. Alimentan sectores especializados a cambio de sueldos regateados o, como en otras ciudades europeas con ambiciones parásitas, sostienen el lado impuro de los servicios sin los cuales se paralizaría casi todo lo demás.

Otra vez en primera plana The Independent con un artículo sin precedente en la historia de la prensa británica, a raíz de las elocuentes marchas de inmigrantes latinoamericanos en USA, te informa que unos 90 mil millones de libras esterlinas (es decir, aprox. un tercio del Producto Interno Bruto de un país como Argentina) llegan a expropiar cada año los emprendedores hombres y mujeres de negocio británicos, a costa de los salarios de miseria sin seguridad social que le pagan a los inmigrantes y no le devuelven al fisco. Doble ganancia. Muy pálida, claro, si se compara con las trece veces del PIB actual británico a que asciende la eventual indemnización que deberían pagar a África por la extorsión originaria de capital sobre la que se levantó, amen de la seda y el algodón indú, el imperio financiero de hoy, según demuestra una investigación de una ONG, cuyos resultados han sido discutidos y admitidos por reconocidos expertos británicos, según nos entera un singular documental puesto en horario estelar por ITV. Un rostro de rasgos negroides sobre un mazo de trozos de caña de azúcar es la huella in memoriam que se intenta erigir en Trafalgar Square, de frente al mismísimo Lord Nelson. La polémica está en vilo. Sobre las paredes de un edificio en el pintoresco Covent Garden el rostro se ha visto proyectado por una transparencia de colores una agradable noche de verano. Muchos curiosos de ocasión han aprobado la idea. Porque resulta que en su mayoría los londinenses marcharon inequívocamente contra la guerra de Irak, es decir, contra su propio gobierno. ¿Serán esas inconformidades la impotencia de deseos mayores por lo pronto inhibidos?. Talvez no todo esté perdido.

He recogido mis bártulos al cabo de casi dos años, con una conocida sensación de alegría y melancolía. No lleva el cielo nocturno sobre Londres la exuberancia tranquila del que se cierne sobre Brasilia, no lo deja la madeja de estelas que incesantes travesías aéreas tejen bajo su extraño atractivo. Me quedará, como algún tiempo pasado debo haber pensado Venecia, una mágica sensación. Haberme visto al doblar de una esquina bajo titilantes estrellitas amarillas una madrugada cualquiera por el empedrado frente al azulado Café at Night de aquel cuadro de Van Gogh. Me froto los ojos y pienso en mis niños. Esta vez atravesaré el claustrofóbico eurotúnel hacia tierra firme, la única dirección posible cuando se sale de una isla. Lo haré en un cómodo y refrigerado autobús, pegado a los cristales de la ventanilla como me gustaba de pequeño en los viajes Santiago-Habana encaramado en aquellos emblemáticos Leylands. Ya la marca no existe. En Gran Bretaña muchas cosas siguen siendo pasto de las llamas.

Roberto Cobas Avivar

España, 2006, unos meses después.