¿Se viene una noche derechista imparable en nuestro continente? ¿Es un fenómeno natural e inevitable? ¿La culpa es toda de los gobiernos progresistas por su tibieza? ¿Es posible una etapa que avance hacia un nuevo modelo económico y social que revierta los efectos de los diversos capitalismos? ¿Vendrá un nuevo amanecer? ¿Quién le pone el […]
¿Se viene una noche derechista imparable en nuestro continente? ¿Es un fenómeno natural e inevitable? ¿La culpa es toda de los gobiernos progresistas por su tibieza? ¿Es posible una etapa que avance hacia un nuevo modelo económico y social que revierta los efectos de los diversos capitalismos? ¿Vendrá un nuevo amanecer? ¿Quién le pone el cascabel al gato?
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ANOCHECER DE UN DÍA AGITADO
Macri, Piñera, Moreno, Duque Márquez… Bolsonaro. Los nombres y sus perfiles nos van dando señales sobre las perspectivas políticas de la región, y más que señales en algunos casos ya claras muestras de que la primavera progresista decidió saltar el verano para hacernos sentir un clima de otoño que ya torna en un inclemente invierno económico, social y político. La metáfora climática no nos es ajena por estos pagos ya que forma parte del limitado mundo de imágenes y palabras al que nos tiene acostumbrados el presidente Macri: las permanentes tormentas son su metáfora preferida al momento de explicar el desmadre económico causado por su plan de reestructuración para recomponer el poder del capital financiero y agroexportador, también a principios de la década del sesenta el adalid del liberalismo económico y entonces ministro de Economía Álvaro Alsogaray apeló a la imagen invernal: «hay que pasar el invierno» dijo, y años después Rodolfo Walsh en su magistral manifiesto del 1 de Mayo de 1968 de la CGT de los Argentinos lo recordó («Nos pidieron que aguantáramos un invierno: hemos aguantado diez»); así pareciera ser que de la nada nos vino la noche a los pueblos latinoamericanos. Una ofensiva voraz de la derecha regional se desató y el febril optimismo progresista de lo irreversible tornó en un pesimismo fatalista donde el pronóstico de fascismos desbordados se une a la decepción de ese sujeto «pueblo» al que creían fiel y adscripto definitivo al proyecto populista-reformista consumista. ¿Qué tanto de lo que se pronostica es así? Los escenarios no son para nada optimistas, aunque el tablero regional muestra una paridad en la distribución de fuerzas y tipos de gobiernos, la ofensiva neoconservadora con un fuerte y sostenido apoyo de los Estados Unidos, se vislumbra una etapa de repliegue que no se puede desligar de las limitaciones de los proyectos que se impusieron en la última década.
El clima de inestabilidad política regional abre más incertidumbre geopolítica en tanto aún se mantienen gobiernos de izquierda como Venezuela y Bolivia, progresista en Uruguay y asoma el gobierno de López Obrador en México. A la par, en Centroamérica las crisis sociales y políticas son generales a todos los gobiernos: en Nicaragua y El Salvador con el sandinismo y el FMLN respectivamente, Honduras y Guatemala con gobiernos conservadores más la transición cubana nos dicen que el tablero continental no se define hacia un sector, tendencia o modelo definitivo ni principal. Lo claro en esta etapa es el retroceso (provisorio) de los modelos progresistas populares y la reaparición de una derecha con características tradicionales que no se chocan con formatos novedosos, al fin y al cabo, ellos detentan el poder o los poderes diversos y la gama de recursos es mucho más amplia que la que puede desplegar el campo popular y un elemento común y tradicional es su esencia revanchista y represora, esto queda claro en Argentina y Chile, ya se vislumbra en Brasil. Entonces, ¿qué sucedió con ese ciclo histórico que hizo a algunos intelectuales hablar de «cambio de época» y hoy hablamos de restauración conservadora y hasta fascista?
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Y SI AMANECE POR FIN
El neoliberalismo se agotó en si y por sí mismo al final de la reestructuración económica productiva y social; el modelo de acumulación basado en la primacía del capital financiero de neto perfil especulativo y primarización productiva, tuvo su cenit cuando el Estado liquidó sus bienes de capital, sus empresas de servicios y de control y regulación económica o sea, al decir de los gurúes neoliberales, cuando se liquidó el Estado populista interventor y se liberó las fuerzas productivas del mercado. El Estado desreguló la actividad económica, se retiró del espacio de producción de bienes de servicio y se convirtió en garante y gendarme del nuevo orden. Además de estos elementos avanzó en la liquidación de derechos y garantías legales que protegían a la clase obrera, siendo ariete de la ofensiva patronal que flexibilización laboral mediante permitió la precarización de las condiciones de trabajo, de contratación, de pago, etc. por lo que de esa manera permitió la transferencia de mayor renta (plusvalía) de los trabajadores a las patronales. Uno de los efectos buscados y logrados fue el debilitamiento de la capacidad de negociación y confrontación obrera mediante la ruptura de las relaciones de trabajo al interior de las fábricas y empresas con lo que los sindicatos se fueron achicando en sus bases y fortaleciendo una cúpula gremial con escaso poder de representación pero constituida como factor de poder sobre la base de la cooptación económica y la incorporación definitiva a los ámbitos de poder capitalista.
Esta oleada del nuevo capital no llegó en forma pareja ni al unísono: Chile fue el laboratorio perfecto durante la dictadura de Pinochet en la década del setenta y ochenta para luego prolongarse en la débil democracia de los noventa hasta hoy; en Argentina y Brasil con sendas dictaduras, sus contradicciones entre nacionalistas y liberales impidieron una implementación abierta del modelo, pero tras la restauración democrática en los ochenta el neoliberalismo llegó de la mano del consenso electoral; más reñida fue la situación en Bolivia y en el caso venezolano las puertas al neoliberalismo se abrieron de forma sangrienta en 1989 con el «caracazo». Dictaduras, consensos, leyes, represión y una nueva percepción social asentada en el individualismo, el consumismo, la globalización cultural, la crisis ideológica de la izquierda y el posmodernismo conformaron el marco de relaciones sociales que en los noventa crearon una nueva realidad económica y social, tanto que las resistencias eran en su gran mayoría fragmentadas, dispersas, a veces de alta intensidad pero con escaso volumen político esto es sin voluntad de interpelar al poder y más asentada en las demandas reivindicativas particulares, ya que de hecho existía un amplio rechazo a la noción y práctica de la política y a la participación partidaria electoral. Ante el retroceso de «lo político» (partidos, ideologías, Estado) emergió «lo social» (movimientos, ONGs, demandas) y así el nuevo orden transitó en relativa tranquilidad sin más trabas que la que el mismo modelo se autogeneraba.
Cuando las formas de acumulación prebendaria propia del modelo comenzaron a agotarse, las disputas al interior de las clases dirigentes afloraron y permitió que las luchas y resistencias populares tomaran otra envergadura y fueran más persistentes y ampliaran sus bases a otros sectores como las clases medias; finalmente los efectos negativos del modelo arrastraron a buena parte de las sociedades latinoamericanas: desindustrialización, alto endeudamiento externo, desocupación y subocupación, pobreza y marginalidad social, recesión, etc.; esto trasladado al plano de la acción-reacción social puso en evidencia los niveles de resistencia cada vez más eficaz de las clases subalternas pero con distintas calidades en la construcción política, fuera como en el caso de Argentina, Brasil (también Uruguay y Ecuador) que pudieron frenar el neoliberalismo pero no tuvieron capacidad de modificar sustancialmente las relaciones de fuerza y poder social, al final se trató de recambios y alternancias dentro del marco de las disputas de las clases dominantes por la hegemonía.
El movimiento popular boliviano había desarrollado nuevas experiencias de lucha y de organización política que a pesar de las duras condiciones sociales, económicas y represivas avanzó en una decidida voluntad de bloquear el modelo neoliberal (la guerra del agua, la guerra del gas), generar una crisis política cuasi orgánica y finalmente con una coalición de movimientos sociales y partidos logró llegar al Planalto de la mano del líder cocalero Evo Morales. En Venezuela, Hugo Chávez inició desde 1999 cuando llega a la presidencia, pero con mayor fuerza a partir del frustrado golpe de abril de 2002, un proceso de cambio y construcción de poder popular, que le permitió sostenerse en un contexto interno de fuerte oposición y desestabilización que fueron contenidas con movilizaciones de masa permanentes, una democracia plebiscitaria que reforzó su legitimidad y medidas de beneficio popular; el declamado «socialismo del siglo XXI» fue quedando no obstante en el plano de la utopía y de escasa posibilidad de realización después de su muerte. Volviendo al caso argentino la crisis 2001 -2002 mostró la emergencia de un mapa político del campo popular muy diferente y casi extraño al de las últimas décadas: la clase obrera ocupada había quedado relegada a un plano secundario en el plano de las acciones reivindicativas y más aún en las políticas; el movimiento piquetero, o de desocupados, había tomado un rol preponderante en la oposición y también el espacio de las demandas activas al Estado; la izquierda clásica comenzaba a ceder la posta al trotskismo. En definitiva a pesar del «argentinazo» de diciembre del 2001 que volteó al gobierno radical, y como un espejismo amplificado, la idea de una oleada revolucionaria y la posibilidad de un cambio profundo eran una mera enunciación de ideales y no una realidad posible ni cercana. El movimiento popular argentino lejos estaba de poder construir y proponer un proyecto alternativo en tanto no existía (ni existe aún) una fuerza o fracción que hubiese podido imprimir una dirección colectiva a las clases subalternas.
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EL DÍA QUE ESTÁ LLEGANDO
Al llegar la primera mitad de la década el mapa latinoamericano tenía un tinte rosado promedio. Dijimos: el modelo neoliberal se había agotado en su faz económica; en lo político, corrupción y mala administración (eufemismo de ejecución eficaz del modelo) generaron un rechazo popular en diversas formas cuyas consecuencias fueron la retirada (provisoria) de los gobiernos neoliberales y la llegada de nuevas experiencias políticas de tipo progresista, populista y/o de izquierda en una etapa «posneoliberal». ¿Cómo se los puede clasificar a cada uno de estos gobiernos?
Un primer grupo llamaremos: progresismo popular o izquierda populista . Allí caben Venezuela y Bolivia. Luego un segundo grupo progresismo medio : con Argentina, Brasil, Ecuador; el tercer grupo denominaremos progresismo liberal para Uruguay y Chile. El primer grupo se caracteriza por haber apelado a una movilización de base plebeya, de distinta calidad política ya que en el caso boliviano decíamos venía de una larga experiencia de luchas, organización y resistencias contra dictaduras, democracias débiles, neoliberalismo, injerencia extranjera, etc., es decir tenía un nivel de conciencia y organización política muy elaborado cuya consecuencia es el triunfo fatigoso de Evo Morales. Mientras en Venezuela tras el «caracazo» de 1989 el grupo de militares liderado por Hugo Chávez avanzó en un proyecto anti sistema pero el movimiento popular venezolano y la central sindical unitaria eran muy débiles en términos organizativos, cuantitativos y políticos; claramente se vio la radicalización popular a partir de los efectos de las políticas del chavismo a partir de 1999 que llevó a construir una base popular amplia, leal y con otro nivel de conciencia política. Estas categorías responden fundamentalmente a la intensidad discursiva, de movilización de las bases sociales y vínculo del Estado con las organizaciones populares en diversas formas, incluso el control y dirección de éstas. El aspecto económico, en tanto etapa posneoliberal, no sufrió alteraciones radicales, ya que no hubo nuevas fracciones sociales en condiciones de asumir el rol de clase principal y dirigente, mucho menos hegemónica y nos referimos al estado de las clases subalternas, por lo que un hubieron en la región modificaciones estructurales de los modos de producción y si una nueva disputa intra clases dominantes donde el bloque financiero, en retirada, mantuvo alianza con el sector primario, lo que se denominó el «consenso de los commodities» (petróleo, gas, soja, cobre, etc.) y un frustrado intento de generación de una ya imposible burguesía nacional industrial. Estas fracciones fueron integradas al mandato estatal en manos de sectores populistas -progresistas y desde allí aprovechando el contexto internacional potenciaron el modelo extractivista, sobre cuya renta capturada se estructuró un Estado interventor redistributivo sobre la base de planes sociales diversos de asistencia, emprendimientos, educación, salud, etc.
Los resultados en términos de combate y reducción de la pobreza y sus efectos fueron notables, la recuperación y ampliación de la clase media fue un fenómeno general en la región, así como el aumento del consumo y crecimiento del mercado interno, pero sin olvidar que: 1º) NO se modificaron las condiciones estructurales de la economía, por lo tanto 2º) en el plano de las relaciones sociales de dominación, solo hubo una alternancia de fracciones de las clases dominantes y un esquema de distribución de la riqueza que si bien benefició a los más desposeídos agrandó la brecha de desigualdad, es decir los ricos fueron más ricos, por lo que 3º) en términos de construcción, disputa del poder político o modificaciones en la superestructura, según los casos particulares pero en general el primer elemento destacable fue la crisis de los partidos orgánicos tradicionales, pérdida de legitimidad de los partidos representantes del orden (excepto Chile) y en especial de los conservadores o derecha. Los partidos de izquierda clásicos veían en proceso de licuación desde principios de los noventa. Los partidos ascendentes de perfil reformista expresaban nuevas identidades como el caso de Venezuela y Bolivia (con la particularidad del liderazgo y carisma de sus líderes que imprimieron un sello fuerte y más radical) un populismo plebeyo de alta intensidad que se materializó en formas de poder popular visibles y de fuerte apoyo a sus gobiernos. En Brasil el PT poseía una historia y trayectorias pero llegaron por primera vez al gobierno, y en Argentina el kirchnerismo fue una amalgama del viejo PJ (responsable de la primera etapa neoliberal en los noventa) y sectores progresistas provenientes de movimientos sociales (sindicales, piqueteros, DD.HH., etc.) y partidos de centro izquierda e izquierda (PC) que a diferencia de los primeros y a pesar de la presencia del peronismo viró a una fuerza con mayor presencia de clase media y si bien construyeron un discurso confrontativo, sobre todo el kirchnerismo no lograron un anclaje fuerte en el seno de la clase trabajadora y el movimiento sindical y el apoyo dependencia del aparato pejotista limitó sus posibilidades de mayores cambio; estos elementos los definen como «progresismo medio», aspecto común a Alianza País de Rafael Correa en Ecuador. Chile y Uruguay constituyen el tercer grupo (progresismo liberal) aunque con trayectorias opuestas, ya que en el primero la vieja Concertación progresista formó parte del bipartidismo con la derecha, alternando en el gobierno y en Uruguay el Frente Amplio rompió con el sistema binario de blancos y colorados; el FA aunque tiene el apoyo sindical del PIT-CNT se asentó sobre un modelo de avances en el plano de los derechos individuales.
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SOL DE INVIERNO
¿Cuál era las condiciones objetivas de las fuerzas populares en la región? ¿Estaban preparadas para conducir un proceso de cambio efectivo? Evidentemente que no, que las condiciones reales de la clase obrera en cualquier país distaban mucho de una posibilidad concreta de conformar una fuerza política con «espíritu de escisión» respecto de las clases hegemónicas entre otras razones porque carecían de un grupo intelectual propio, intelectuales orgánicos, que pusiesen sobre el tablero político las fichas de un proyecto de ruptura, de transformación radical posible y aprehensible para las mayorías populares, al interior de éstas consecuentemente había (y hay aún) una ausencia de fuerzas y fracciones con capacidad de imprimir una dirección ético política al conjunto de las clases subalternas, es decir de constituirse en fracción hegemónica; dicho esto la etapa solo podía ser desarrollada desde el poder estatal en una conjunción de sectores afines y no tanto, pero que sin modificar el esquema real de relaciones de fuerza, equilibrase o construyera un equilibrio político transitorio.
Así vemos procesos diferentes pero con factores dialécticos medianamente similares: en Argentina, Brasil, Ecuador se procesa una relación de «reforma-restauración«, significa que operó un proceso de reformas progresistas, con apoyo popular dado sus beneficios y otros que planteaban avanzar sobre determinados factores de poder pero sin alterar el esquema de poder social, para posterior sobre el final de la etapa y ante el agotamiento del ciclo de bonanza económica marcar un lento y zigzagueante retorno a la ortodoxia liberal. No obstante logran mantener un piso de adhesión popular aceptable a pesar de las crisis y las terminaciones respectivas de sus gobiernos. Esta adhesión de sectores populares tuvo su principal anclaje en la clase media, mientras que en los sectores bajos el asistencialismo funcionó como una especie de fuerza paraestatal (en el caso argentino), en tanto organizaciones políticas eran intermediarias y administradoras de los beneficios, si bien hubo tendencia a centralizar y recuperar el control desde el Estado, en la práctica diversos grupos mantuvieron ese control, de esta manera no se puede hablar de una efectiva adhesión política.
En el caso de Venezuela y Bolivia el proceso operó una relación de cambio-continuidad , esto es un momento de ruptura con el esquema social vigente que contenía los elementos propios de una crisis de hegemonía y el ascenso de una fuerza disruptiva. A partir de allí los procesos son opuestos, en Bolivia el poder popular conformado en fuerza política llega al Estado y allí se conjuga una alianza no exenta de contradicciones y enfrentamientos pero que avanza en la construcción de una nueva hegemonía de tipo popular plebeya. Para Venezuela el ascenso de Hugo Chávez vía electoral y el enigma futuro se tornó en un claro ejemplo de «revolución pasiva» donde un movimiento popular desarticulado es empoderado por la vía de la acción estatal hasta lograr una importante experiencia de poder popular, de participación política amplia pero muy dependiente y dirigida desde el Estado. La muerte de Chávez puso de manifiesto estas tensiones y la voluntad del gobierno de extremar el control y dirección del movimiento popular. En ambos casos el concepto de continuidad expresa un valor tanto positivo como negativo: al cambio en el espacio de las relaciones de poder social entre el conjunto subalterno y las fracciones de la burguesía, la ocupación real de espacios de poder político y el reparto de beneficios sociales que sacó de la marginación a las mayorías populares venezolanas significó un cambio revolucionario, pero en la dinámica del conflicto, de la lucha de clases, esa continuidad no implicó más avance hacia una transformación de las relaciones capitalistas, sino que por el contrario se convirtió en un valor conservador, estático en tanto el eje – columna conductor del proceso sigue siendo el Estado bolivariano.
En Uruguay con la llegada del Frente Amplio al poder, rompió con la tradición bipartidista del siglo XX y encaró una serie reformas sociales que sin alterar el modelo económico colocó al país como el menos desigual, con menos desocupación y menor índice de pobreza de la región lo que no es poco; reformas en el plano de las libertades y derechos individuales como la legalización del aborto, el consumo de cannabis, matrimonio igualitario, etc., sumaron consenso social a sus tres gestiones consecutivas con figuras que lograron un amplio reconocimiento interno y externo como el Tabaré Vázquez y en mayor medida, José «Pepe» Mujica.
Caso de excepción es Chile, donde la herencia del régimen militar de Augusto Pinochet se constituyó en un caso altamente exitoso de transformación de una dictadura, gobierno de coerción, en una hegemonía duradera consenso democrático mediante. La crisis orgánica de 1973 no se resolvió el 11 de setiembre de ese año con el golpe de estado, sino con las duras políticas represivas primero y el ajuste estructural posterior base del neoliberalismo de los ochenta implementado por la dictadura. Así la democracia emergente en 1990 no fue fruto de las luchas populares o en todo caso no fue una victoria plena de estas, sino la continuidad del modelo bajo el sistema democrático. Las antiguas fuerzas de oposición de izquierda más la Democracia Cristiana son desde entonces garantes políticos del modelo socio-económico que no ha sufrido cambios sustanciales y en cambio en un contexto de disgregación política dio impulso al surgimiento de nuevas experiencias y movimientos políticos que buscan establecerse a la izquierda del tablero nacional.
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ECLIPSE
Mientras los gobiernos progresistas populistas se mantenían en el poder el desgaste se hacía ya muy visible y las crisis de diversas índoles los golpeaban con mayor fuerza, así primero Argentina, después Ecuador, Chile y por último Brasil fueron derrotados. El chavismo resiste con las fuerzas de reserva que le van quedando, el Frente Amplio uruguayo más pragmático se acomoda y Bolivia en un estado de aislamiento se prepara a afrontar los comicios presidenciales del 2019 mientras la región circundante se mantiene expectable casi al unísono de lo que ocurrirá en Argentina que definirá la continuidad y profundización del neoliberalismo o un viraje a espacios inciertos. El tablero regional está en virtual empate político y a esto hay que sumarle la llegada al gobierno en México de Andrés Manuel López Obrador con una perspectiva similar a los de la década anterior en América del Sur.
Explicar esta etapa pasada y en tránsito es poner el contexto en el marco histórico correspondiente y partir desde el auge revolucionario de fines de los sesenta y década del setenta en el contexto de crisis de los capitalismos periféricos que para salvaguardarlos se recurrió a sacrificar las democracias liberales. Las dictaduras fueron el marco donde se moldearon las sociedades actuales bajo el sello del neoliberalismo que fue posible solo con el disciplinamiento social previo terror estatal mediante, desarticulación del movimiento y organizaciones populares. El modelo económico rompió con la cultura y normas comunitarias, alentó el individualismo, desarticuló el sistema productivo y rompió con las tradicionales formas de agrupamiento de la clase obrera. La resolución de la crisis orgánica fue en cierta forma magistral y esto es verificable en el caso chileno. Aquí se abren posturas opuestas; los adherentes a los modelos populares- progresista caen en el posibilismo del «es lo que hay» y tuvieron una postura de extrema defensa, casi blindada de sus gobiernos sin escuchar críticas ya a casos de corrupción, ya a sus modelos extractivistas contaminantes y depredatorios de los recursos naturales, ya al avance de la extranjerización de la economía, ya al aumento de la brecha de desigualdad (que incide directamente en la distribución del poder social), etc. Las críticas representaban «hacerle el juego a la derecha» y con la bendita invocación de las «relaciones de fuerza» avanzaron según lo que desde la dirección estatal se decidía, y no más. Entonces en el caso de Argentina y Brasil (también hoy en Bolivia) se fueron creando espacios críticos desde el campo popular y la clase media. La izquierda, que se ancló en un espacio más radicalizado y de oposición, culpa al reformismo del avance de la derecha (fascista, agrega) en tanto no profundizó los cambios sociales de fondo. Esto es una falacia ya que los movimientos reaccionarios surgieron en diversos momentos y lugares históricos ante la evidencia o presunción de posible perjuicio a los intereses de las clases dominantes (Europa 1920-1939; América Latina en los sesenta y setenta; Indonesia 1965, etc.). La dinámica de la lucha de clases con sus diversas formas y matices condiciona mutuamente a las fuerzas antagónicas, determina las características propias de ese espacio y tiempo en el contexto de la realidad objetiva del estado de las fuerzas sociales. Esto no significa plantear una imagen estática e inamovible, por el contrario se trata de entender desde las perspectivas propias de cada sector los recursos, las estrategias y las tácticas en consonancia con aquellas.
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ALBA
En este punto es necesario entender que la etapa siguiente requiere de un esfuerzo al tono con el desafío de rever esta coyuntura, que es de retroceso, de repliegue estratégico más no de derrota como lo fue en los setenta. Los movimientos populares de la región se encuentran ante la tarea de revertir el avance derechista, siempre violento y excluyente, y para eso es vital recomenzar el debate-reflexión sobre los horizontes posibles y necesarios para nuestros pueblos para superar la crisis ideológica y la inexistencia de paradigmas propio; se precisa de nuevas instancias y ámbitos de elaboración intelectual, de intelectuales orgánicos. La acción política y los movimientos sociales nos hablan hoy de un sujeto político multiforme, o de sujetos políticos diversos que en la dinámica de las luchas sociales tenderán a converger, el desafío será construir una síntesis política entre estos y allí existe un triángulo ineludible: movimiento feminista, movimiento obrero y movimiento ambientalista. El otro elemento a identificar es la relación de acción/medios o sea, el vínculo entre las luchas sociales, gremiales, territoriales reivindicativas, la relación con el Estado y sus instituciones varias, la percepción de éste y luego la relación con la disputa electoral, el rol de los partidos políticos orgánicos como herramienta electoral y/o órgano de dirección político ideológico.
La secuencia de derrotas políticas antes que desalentarnos, debe ser un incentivo para que a futuro el campo popular extraiga lecciones necesarias de los errores y carencias de esta etapa ya que finalmente no se trata de ganar o perder elecciones, sino de asegurar una sociedad justa para millones de excluidos y desamparados que esperan y sueñan por un mundo más justo y digno. Superar este oscuro momento de los pueblos para caminar hacia ese horizonte que se vislumbra como un alba.
Daniel Escotorin es historiador
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.