¡Qué tramposo y equívoco es el lenguaje! A menudo se utiliza como si reflejara en palabras un sentido común colectivo que, en consecuencia, no necesita de mayores explicaciones. Expresiones evidentes e incontrovertibles, que nadie en su sano juicio debe cuestionar, pues al hacerlo reflejaría, precisamente, muy poco juicio.
En los tiempos que nos ha tocado vivir abundan este tipo de expresiones, que, a fuerza de repetirse una y otra vez, se han convertido en lugares comunes, continuamente transitados. Una de ellas es “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, como si toda la población -los de arriba, los de abajo y los que están en situaciones intermedias- dispusiera de las mismas capacidades de renta y de endeudamiento. Otra: “Tenemos que apretarnos el cinturón para salir de la crisis”, como si ese cinturón simbólico que, según esta receta, habría que ajustarse apretara con la misma intensidad a todas las familias, lo mismo a los que sólo disponen de su capacidad de trabajo y a los dueños del capital.
Una más, de especial relevancia y actualidad: “el Estado es como una familia y no puede gastar lo que no tiene”, ignorando que, muy al contrario, el Estado, en tanto que gestor y expresión organizada de la res pública en la sociedad actual, está obligado a gastar lo que no tiene para cumplir con sus obligaciones y atender las necesidades de las generaciones presentes y futuras. El Estado, en la actual coyuntura, sólo puede jugar un papel positivo para la mayoría social si obtiene los ingresos fiscales adecuados para atender el gasto y la inversión necesarios para hacer frente a la emergencia sanitaria y social en curso y dispone de un sector público en la producción y los servicios bajo control democrático capaz de luchar contra la desigualdad social, determinar el curso económico y emprender la transición energética y socioecológica.
Quienes defienden el sentido común dominante, colocándonos fuera de la lógica a los que lo criticamos, nos han querido dar gato por liebre. Y lo mismo sucede cuando, en estos días, somos testigos de la incapacidad y falta de voluntad política de las instituciones comunitarias a la hora de hacer frente a la pandemia y al colapso económico asociado a la misma.
Desde todos los ángulos se ha insistido en que la posición irreductible de Holanda, muy especialmente, así como la de Alemania y la de los países situados bajo su órbita de influencia -la denominada Liga Hanseática- habría bloqueado la masiva movilización de recursos que precisa esta situación de excepción y la activación de instrumentos -la mutualización de la deuda, de manera destacada- que permitirían a los gobiernos disponer de esos recursos sin condiciones inaceptables y dolosas.
Efectivamente, ambos países han aparecido ante la opinión pública y los principales medios de comunicación como los campeones del inmovilismo y del egoísmo. Pero, ¡ojo!, de nuevo, estamos ante una trampa del lenguaje. ¿Es lícito equiparar Holanda o Alemania con su población? Desde luego que no, aunque es habitual utilizar la categoría “país” en todo tipo de análisis y diagnósticos.
Hablamos del Norte y del Sur, del centro y de la periferia de una Europa fracturada; y es cierto, existen esas líneas de fractura y esa polarización geográfica. Decimos, asimismo, que Alemania, Holanda y los países que cuentan con mayor potencial productivo y competitivo son los ganadores indiscutibles del proceso de integración europea, crecientemente dominado por los mercados y las grandes corporaciones; y es evidente que ha sido así en el espacio del mercado único y de la unión monetaria: las mayores oportunidades de negocio las han aprovechado las economías más poderosas. Afirmamos, en fin, que éstas han obtenido grandes beneficios de las drásticas políticas de austeridad financiera exigidas a las meridionales; desde luego que sí, los capitales han salido de las zonas de turbulencia, buscando y encontrando refugio en estas economías.
Pero no podemos obviar que la población alemana supera los 80 millones y en Holanda los 17 millones. ¿La ventajosa posición de Alemania y Holanda ha beneficiado por igual al conjunto de la población? Hacerse esta pregunta -muy básica, por otro lado, pero que la economía convencional ignora olímpicamente- es crucial, pues pone el foco donde debemos situarlo para tener un adecuado conocimiento de la realidad económica y social. Porque todas las políticas, sin ninguna excepción, tienen costes y beneficios y porque unos y otros se distribuyen de manera desigual, no solamente entre países y regiones, sino también entre la población; porque sólo desde la ignorancia o desde la ideología se puede sostener que todos ganan, que la privilegiada posición de Alemania y Holanda ha supuesto una mejora de las condiciones de vida del conjunto de la ciudadanía; porque, en definitiva, hay clases sociales.
Veamos al respecto algunos datos significativos. En 2018, último año para el que Eurostat ofrece información estadística, el número de personas en situación de pobreza o exclusión social en Alemania era de 15 millones, lo que representaba el 18,7% de toda la población; en Holanda esas cifras eran, respectivamente, de 2,8 millones y 16,7%. El número de trabajadores que, a pesar de disponer de un empleo, se encontraban en riesgo de pobreza en el primer país era de 3,7 millones y en el segundo de 521 mil, lo que representa, respectivamente, el 9% y el 6% del nivel de ocupación total. El 11,5% de los trabajadores alemanes, 4,7 millones, tenían contratos temporales, porcentaje que en Holanda ascendía al 17,8%, 1,5 millones. En cuanto a los contratos a tiempo parcial, los tienen 11 millones de alemanes, el 26,8% de los trabajadores; afectando a 3,7 millones de holandeses, más del 50% del empleo total.
El contrapunto de esta situación se puede apreciar con claridad en la información ofrecida por el Global Wealth Report 2019, elaborado por el Credit Suisse. En Alemania el 10% de la población adulta concentraba el 65% de la riqueza total; el 5% disponía del 51,7% y el 1% más rico acaparaba el 30,2%. Estos porcentajes en Holanda eran, respectivamente, del 68%, 51,6% y 26,6%. En ambos países, una reducidísima parte de la población formaba parte de la categoría de mega ricos. En Alemania, la riqueza de poco más de 2000 personas estaba situada entre 100 y 500 millones y tan sólo 227 superaban los 500 millones; en Holanda, la riqueza de 337 adultos se encontraba entre los 100 y los 500 millones de dólares, mientras que sólo 22 superaban ese umbral.
Los datos que acabamos de mostrar nos muestran sociedades atravesadas de notables desigualdades, que en absoluto justifican que se presenten como historias de éxito y como modelos a seguir. Alemania y Holanda pueden disfrutar de un sólido estatus en los mercados europeo y global, pueden haber mantenido una posición de privilegio en los años de crisis, pueden encabezar los ranking tecnológicos, sus empresas transnacionales pueden pertenecer al grupo de las más poderosas… pero eso en absoluto equivale a que los beneficios de esa situación alcancen al conjunto de la ciudadanía.
Las élites económicas y políticas centroeuropeas han puesto en pie el discurso de los intereses nacionales frente al resto de socios de la UE para lograr el control ideológico y político de sus clases subalternas. Esto no es nuevo en la historia y, en ocasiones, lo han conseguido, pues como señaló Walter Benjamín en 1940 en sus Tesis sobre el concepto de historia “Nada corrompió más al movimiento obrero alemán que la convicción de nadar a favor de la corriente” [junto a los capitalistas de su país]. Y el filósofo alemán se refería al movimiento obrero más organizado política y sindicalmente que han conocido los siglos XIX y XX. Pero ello no es estable y perdurable, varía en el tiempo. Tanto en un sentido como en el opuesto. Por otro lado, precisamente poco después del momento señalado por Benjamín, la clase obrera holandesa escribió una gesta inolvidable en su resistencia ante la invasión alemana y contra los sectores de la oligarquía colaboracionista.
Actualmente la posición del pueblo holandés o del alemán no es uniforme y homogénea sobre ninguno de los aspectos relacionados con sus relaciones con el sur europeo. Diversos partidos políticos, organizaciones sociales, expertos económicos y politólogos tanto en la Alemania como en Holanda han criticado abiertamente la política insolidaria de los gobiernos de Ángela Merkel, dominado por la ordoliberal Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU por sus siglas en alemán), como de Mark Rutte, primer ministro holandés del derechista y también neoliberal Partido Popular por la Libertad y la Democracia (VVD, por sus siglas en neerlandés). Incluso en periódicos como el Süddeutsche Zeitung o el Frankfurter Allgemeine Zeitung se han publicado artículos críticos con la orientación de sus gobiernos en la actual crisis de credibilidad de la UE. El último, por cierto, a primeros de marzo ya señalaba con acierto que «El coronavirus amenaza nuestro bienestar».
Tanto en Alemania como en Holanda los beneficiarios y acaparadores de los dividendos de las políticas de austeridad impuestas a Grecia, Irlanda, Portugal y, por supuesto, también al Estado español en el periodo posterior a la crisis de 2008, fueron sus élites financieras e industriales, inductoras del crecimiento de la deuda como medio de control de otras economías, a las que luego impusieron todo el peso antisocial que les permitía el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento (PEC) suscrito en 1997 y posteriormente reformado negativamente. Dicho pacto fue un paso más en la línea de una Europa de los mercaderes consagrada jurídicamente en el Tratado de la Unión Europea, conocido como Tratado de Maastricht (ciudad holandesa), suscrito en 1992. En definitiva, los ordoliberales centroeuropeos aplicaron las recetas universales neoliberales del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en los países empobrecidos de Asia, África y América Latina.
Si ese juego es perverso, se ve agravado porque en el caso de Holanda, su oligarquía ha organizado un auténtico paraíso fiscal dentro de la UE y una plataforma de evasión de capitales –incluidos los españoles- hacia otros paraísos aún menos controlables. En el caso de Alemania las diferencias, en términos de renta, entre su población del Este y la del Oeste siguen siendo muy grandes treinta años después de su unificación. Tanto en este país como en Holanda una importante parte de los trabajos peor retribuidos –sin los cuales su vida social y económica sería inviable- son realizados por los sectores de la clase trabajadora autóctona precarizada o de las primeras y segundas generaciones de migrantes que ayudaron al despegue económico de ambos países que, por cierto, en este momento necesitan perentoriamente mano de obra extranjera para sus agriculturas.
El miércoles 8 de abril, los principales institutos económicos alemanes adelantaron una previsión del panorama económico en su país con una recesión cercana al 10% en el segundo trimestre, la mayor registrada trimestralmente desde la Segunda Guerra Mundial, mucho mayor que la debida a la crisis económica y financiera de 2008-2009, a la que duplica. Pero incluso en el escenario más favorable, la recesión sería del 4,2% en 2020. Ello nos lleva a formularnos nuevamente la pregunta clave: ¿esta recesión afectará por igual a toda la población alemana o la holandesa, cuya economía es un satélite de la germana?
En momentos tan críticos como el presente, cabe recordar que se cumple, en expresión de la médica Carmen San José 1/, que “la pandemia sí entiende de clases sociales”, aspecto que, entre otras cosas, se puede verificar en la distribución de la misma en los diferentes barrios de las ciudades, patrón que se cumple en Madrid y en Nueva York y cuando se hagan estudios lo mismo se podrá constatar en Ámsterdam o en Berlín.
Manuel Garí, economista, forma parte del Consejo Asesor de viento sur
Fernando Luengo, economista, blog de economía crítica: Otra Economía
Notas: