El cuestionado proyecto Conga, de explotación aurífera en Cajamarca plantea en efecto, numerosos problemas, ambientales, sociales, económicos y políticos. Veamos algunos de ellos y de cómo podrían resolverse. El primero de todos los problemas tiene que ver con el modo de explotación, à cielo abierto (o tajo abierto), que reúne prácticamente todos los males (grave […]
El primero de todos los problemas tiene que ver con el modo de explotación, à cielo abierto (o tajo abierto), que reúne prácticamente todos los males (grave depredación del ecosistema, consumo excesivo de agua, y altos niveles de contaminación) que se le atribuyen a la gran minería. En algunos países de América Latina, este tipo de explotación ha sido prohibido.
Por lo tanto, desde el punto de vista técnico y ecológico, en el caso de las reservas de oro de Yanacocha, ese modo de explotación parece ser el más adecuado. El proyecto, en efecto, cuenta ya con un EIA (Estudio de impacto ambiental) favorable, que ha examinado no sólo las consecuencias ambientales del proyecto, sino también los medios propuestos por la empresa para mitigarlos.
Claro, cabe aclarar que este EIA se ha hecho a solicitud de la empresa, la Newmont (estadunidense, asociada a una compañía peruana), y no sería nada raro que haya contado con la benevolencia bien remunerada de los profesionales que lo redactaron.
El segundo problema tiene que ver con la reacción de la población concernida por las eventuales consecuencias medioambentales del proyecto. En este aspecto, todo parece indicar que una franca mayoría se opone tajantemente al proyecto. «Conga no va», lo han repetido mil veces y lo siguen repitiendo a quien quiera escucharlos.
Esta oposición es harto comprensible. En ningún caso la explotación minera ha representado para las poblaciones aledañas un beneficio. Por el contrario, las grandes empresas transnacionales se han llevado siempre las riquezas extraídas y han dejado a la población en la miseria de siempre, con sus territorios físicamente devastados y fuertemente contaminados.
Por lo demás, el candidato presidencial Ollanta Humala, en su afán de ganar votos, no tuvo el menor empacho en prometer al pueblo de Cajamarca que él se opondría también, terminantemente, a la realización de ese proyecto. Algo que, una vez elegido Presidente, se apresuró a olvidar y pasó a convertirse en un fervoroso partidario. Tan entusiasta que no ha vacilado en tratar de impedir las movilizaciones de protesta mediante la declaración del Estado de Emergencia y la intervención enérgica de la fuerza pública.
Vista esta situación, de rechazo total del proyecto, resulta difícil entender que los representantes administrativos de la población (Presidente de Región, alcaldes, etc.), y de los movimientos sociales (como el Frente de Defensa Ambiental) se hayan prestado a participar en las «reuniones de negociación» con el gobierno. ¿Para negociar qué? Eso ha dado lugar, por parte del gobierno, a una iniciativa que puede contribuir a legitimar el proyecto: el anunciado peritaje internacional. Como se comprenderá, los resultados del EIA actual, hecho por la empresa, podían razonablemente ser cuestionados, pero será mucho más difícil hacerlo otra vez si esos resultados son ratificados por otros técnicos y científicos, independientes de la empresa.
Otro problema concierne los aspectos económicos de ese proyecto. No existe la menor duda que los beneficios financieros que cabe esperar, al precio actual de la onza de oro en el mercado mundial, en este periodo de crisis, son extremadamente importantes. Sin embargo, lo que hay que ver es a dónde irían esos beneficios. Tradicionalmente, las compañías multinacionales se llevan la parte del león, pero, también en estos tiempos de debilitamiento de la hegemonía norteamericana, siempre es razonable pensar que el gobierno -que se reclama nacionalista- haya obtenido condiciones de repartición más ventajosas.
El presidente Humala, como se sabe, o debería saberse, no es de izquierda, no ha propuesto nunca alguna variante del socialismo del Siglo XXI, como está de moda en otros países de la región. Sin embargo, su pregonada «Gran Transformación» con inclusión de los sectores marginados, parece inspirada de la experiencia brasileña, bajo la dirección de Lula, que a la par de promover el desarrollo de la burguesía y de la gran burguesía carioca ha implementado diferentes programas sociales para combatir, con relativo éxito, la muy difundida pobreza extrema de ese país.
Para hacer algo parecido en el Perú, Ollanta necesita imperiosamente los beneficios de la explotación minera y para obtenerlos es muy probable que insista, hasta las últimas consecuencias, en la realización del proyecto Conga. La pregunta elemental que inspira esta perspectiva es la siguiente: ¿se trata entonces de una política «extractivista», típicamente neoliberal?
Si la pregunta se le hace a la mayor parte de los dirigentes de izquierda, la respuesta es obvia: «si, se trata de eso». Ocurre que la izquierda peruana, como otras del subcontinente, es visceralmente anti-neoliberal, aunque no haya formulado nunca otro modelo de desarrollo alternativo. Solo algunas personalidades de izquierda postulan un desarrollo que no estaría basado en la explotación de los recursos naturales (gas, petróleo, minerales, etc.) sino en la explotación agraria. De ahí que afirmen, enfáticamente, que «El Perú, es un país agrario».
La crítica de este «otro modelo de desarrollo» merece, por supuesto, una nota aparte, pero señalemos lo esencial. Este planteamiento ignora la imbricación de la economía peruana en el mercado no sólo latinoamericano, sino también mundial, de mercaderías, de tecnología y de capitales. No sería imposible, pero demoraría décadas para resolver los problemas urgentes del país.
Por lo demás, cuando se habla de desarrollo, recordemos que no se trata de promover el consumismo desaforado de los países «desarrollados», sino de crear las condiciones para satisfacer necesidades elementales: crear puestos de trabajo, generalizar los servicios básicos, de salud, de educación, de vivienda, de transportes, de electrificación, de agua corriente, de desagües, y de construir una infraestructura productiva moderna que diversifique y acreciente incesantemente el valor agregado de la producción.
Finalmente, el caso de la proyectada explotación del oro cajamarquino, pone en evidencia otro problema mayor susceptible de reproducirse en otras regiones, como la selva peruana, particularmente en territorios ancestrales de los pueblos originarios. Problemas que podrían formularse de la manera siguiente: ¿Puede una comunidad, o una población impedir (o vetar) un proyecto de explotación de recursos naturales, o de construcción de vías de comunicación destinadas a desenclavar ciertas regiones del país?
Por supuesto, si se trata de hacerlo, como ha sido hasta ahora, en beneficio de multinacionales, o de oligarquías locales, es completamente legítimo de mover cielo y tierra para impedirlo, pero, si se trata de contribuir efectivamente al desarrollo económico y social del país, es decir, donde la riqueza social sea redistribuida equitativamente entre todos, evidentemente no. La riqueza del subsuelo, que es obra de la evolución de la naturaleza, pertenece a todos los habitantes de un país, y todos tienen el derecho de beneficiarse con su explotación.
Sin embargo, lo que debe hacerse, a través de la reglamentación de la reciente Ley de Consulta Previa, es crear una metodología de trabajo, y un mecanismo de arbitraje, que tome en cuenta escrupulosamente la opinión de todos, y muy particularmente la de las poblaciones que, como en el caso de Yanacocha, puedan ser afectadas por esa explotación, sin acordarles por lo tanto el derecho de veto. Pero, que impida al mismo tiempo, al gobierno, de imponer arbitrariamente un proyecto, si este es objeto de una fuerte oposición de la población concernida.
De lo que se trata es de crear, en el cuadro de la definición de una nueva política ecológica nacional, de respeto y protección de la naturaleza, una Alta Autoridad, independiente, como existe en otros países, que frente a un conflicto como el de Yanacocha, decida si la explotación se hace o no. Y si se hace, que tenga la facultad de imponerle a la empresa todas las disposiciones de vigilancia ambiental permanente, y la obligación -en el peor de los casos- de indemnizar a los que pudieran ser perjudicados. Esta Alta Autoridad debería estar compuesta por representantes de diferentes sectores de la población, entre los cuales, naturalmente, de los pueblos originarios.
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