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Ante Irán, impaciencia injerencista e hipócrita

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Ante la decisión del gobierno de Irán de reiniciar sus actividades nucleares pese a las presiones y amenazas occidentales ­particularmente las procedentes de los gobiernos de Estados Unidos y de varios miembros de la Unión Europea­, el director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, AIEA, Mohamed ElBaradei, advirtió ayer: «Estoy perdiendo la paciencia; la […]

Ante la decisión del gobierno de Irán de reiniciar sus actividades nucleares pese a las presiones y amenazas occidentales ­particularmente las procedentes de los gobiernos de Estados Unidos y de varios miembros de la Unión Europea­, el director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, AIEA, Mohamed ElBaradei, advirtió ayer: «Estoy perdiendo la paciencia; la comunidad internacional está perdiendo la paciencia» para con la República Islámica. El jueves pasado la secretaria de Estado del gobierno de George W. Bush, Condoleezza Rice, dijo que al gobierno de Teherán «se le está cumpliendo el plazo» para que suspenda sus tareas de investigación y desarrollo en materia atómica.

No es fácil esclarecer en qué medida son ciertas las acusaciones de que las autoridades iraníes están tratando de dotarse de armas nucleares y que usan como pantalla las actividades civiles y pacíficas, toda vez que el análisis de las versiones de una y otra partes, contrapuestas, demanda alto grado de conocimiento en el tema de los procesos atómicos.

Independientemente de que las autoridades de la República Islámica quieran enriquecer uranio para producir electricidad o para colocar a su país en la lista de naciones que poseen armas nucleares, no son honestos ni creíbles los esfuerzos de los gobiernos occidentales y de la AIEA por disuadir a los iraníes, toda vez que los mismos que ahora se escandalizan ante la perspectiva de que Teherán fabrique armas atómicas permitieron, en su momento, su desarrollo en Israel, Pakistán e India.

Después de esos tres peligrosos casos, y debido a la obsecuencia para con ellos de Estados Unidos, Europa y Rusia, la tarea de impedir la proliferación de artefactos bélicos nucleares ha perdido credibilidad y legitimidad. Lo que habría debido ser un empeño honesto y enérgico por ahorrar al mundo la multiplicación de misiles de Damocles se convirtió en un ejercicio de simulación, parcialidad e hipocresía; la AIEA, por su parte, más que pugnar por una reducción efectiva del peligro de un holocausto atómico, se ha dejado usar como espacio de mercadeo entre las potencias nucleares para reconfigurar los escenarios estratégicos internacionales de acuerdo con sus intereses.

Uno de los argumentos de la lucha occidental contra la proliferación de armas de destrucción masiva ­la principal de las cuales es el arma atómica­ es que tales artefactos no debieran estar en poder de gobiernos antidemocráticos, despóticos o violadores de los derechos humanos. Si se aplicara al caso presente, habría que empezar por admitir que Irán no es menos democrático que Israel, y que en todo caso lo es más que Pakistán y China. Habría que reconocer, asimismo, que el mayor arsenal atómico del planeta es el de Estados Unidos, cuyo gobierno ha sido colocado, durante el gobierno de Bush, como el principal violador de derechos humanos en el mundo, que ostenta, para colmo, el triste antecedente de ser el único que ha empleado tales artefactos letales en la historia; no los lanzó, por cierto, contra objetivos militares, sino contra las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki.

En rigor ético y lógico, ningún Estado debería poseer armas nucleares. Una labor de desarme atómico mínimamente verosímil tendría que incluir, además de medidas estrictas de no proliferación, el desmantelamiento total de las bombas atómicas estadunidenses, rusas, francesas, inglesas, chinas, israelíes, paquistaníes e indias. En tanto no exista ese propósito, las advertencias de Occidente y los alegatos de ElBaradei deben entenderse como meras maniobras propagandísticas para justificar un intervencionismo hostil contra el régimen de Teherán que podría llegar ­no hay que descartarlo­ a una agresión militar tan injustificable, bárbara y criminal como la que lanzó en 2003 la Casa Blanca contra Irak, con el pretexto de eliminar armas de destrucción masiva cuya existencia era insostenible desde antes de la invasión.