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Perú

Apología del terrorismo

Fuentes: Rebelión

Es curiosa la lógica de los «medios de comunicación», y la que regula la opinión, o el punto de vista, de ciertos portavoces de la Clase Dominante. Su doble moral les permite usar un rasero sorprendente, que podría llamar a engaño a muchos lectores incautos. Veamos. Si alguien suscribiera un documento elogiando a Abimael Guzmán […]

Es curiosa la lógica de los «medios de comunicación», y la que regula la opinión, o el punto de vista, de ciertos portavoces de la Clase Dominante. Su doble moral les permite usar un rasero sorprendente, que podría llamar a engaño a muchos lectores incautos. Veamos.

Si alguien suscribiera un documento elogiando a Abimael Guzmán diciendo que fue «un gran revolucionario», o pidiendo su libertad; se le incriminaría sin miramiento por «apología del terrorismo». Si aplaudiera el coche bomba colocado en la calle Tarata el 18 de julio de 1992 atribuido a Sendero Luminoso; se le imputaría con celeridad el mismo delito. Pero si algún activista o dirigente de la llamada «Fuerza Popular», aludiendo a Alberto Fujimori, dijera que es «el mejor Presidente del Perú» y pidiera su libertad; no correría la misma suerte.

Si alguien, como el vicealmirante Giampietri dijera que lo que hubo en «El Frontón» el 18 de junio de 1986, no fue Terrorismo de Estado, sino «un combate abierto«; tampoco despertaría la ira de la prensa grande. Quizá si hasta fuera aplaudido por ella, y sus felones.

No obstante, Alberto Fujimori está condenado por la ejecución de actos terroristas y por la comisión de Crímenes de Estado. Por lo demás, la matanza de los Penales -responsabilidad de Alan García- ha sido considerada en el Perú y en otros escenarios como un típico caso de exterminio vesánico de un colectivo indefenso. Y no como lo presenta impúdicamente, el marino entrevistado a doble página en «Perú 21».

¿Por qué no se procesa por «apología del terrorismo» a los fujimoristas que gritan a voz en cuello las presuntas «bondades» de un líder sentenciado por ominosos delitos de robo y de muertes horrendas como las ocurridas en Barrios Altos o La Cantuta?

¿Por qué se permite que un ex uniformado que reivindica haber comandado el exterminio de presos en los Penales de la República, «justifique» abiertamente su acción homicida?

Claro que vivimos en un mundo en el que «la prensa grande» busca simplemente engañar a los pueblos tergiversando absolutamente la realidad o sino, ocultando los hechos, para que nadie perciba lo que realmente ocurre.

Pero no debemos ser ingenuos. Colocar una bomba para volar una Torre de alta tensión, es un acto terrorista. Pero enviar un sobre-bomba que estalle al ser abierto y mate a Melisa Alfaro, ¿no es un acto terrorista? ¿Lanzar bazukas para derribar paredes de un pabellón donde después habrá de encontrarse más de cien muertos aplastados, no es un accionar terrorista? Recluir a niños y mujeres en una habitación en Accomarca y prender fuego a la vivienda para que en ella mueran todos, ¿no es una demencial acción terrorista?

Los autores de esos actos terroristas -autores materiales e intelectuales- no debieran ser observados con complacencia, si no con severidad. Y afrontar un proceso penal, que permita a la sociedad peruana, proclamar justicia y mirar limpiamente a los ojos del mundo.

Estos actos terroristas -y la apología de ellos- no fueron, ciertamente, creación nacional. Hace casi un siglo, un militar búlgaro –Alexander Tzankov– construyó un régimen político asentado en el terrorismo de Estado basado en dos consignas: Orden y Legajidad. «Si para lograrlo tenemos que matar a la mitad de Bulgaria, lo haremos», aseguró este gobernante que después debió pagar sus crímenes ante un Pelotón de Fusilamiento, porque la justicia tarda, pero no olvida. Fue, en su momento, el mentor de Hitler y de Mussolini, pero, al fin, acabó como ellos.

En aquellos años, José Carlos Mariátegui abordó la política de Tzankov en letras de molde: «encarceló a millares de ciudadanos y, sin proceso alguno, fusiló a los más señalados por su actividad revolucionaria», escribió el Amauta, en «Variedades», el 25 de julio de 1925.

En América Latina el terrorismo de Estado tiene larga data. Un acto terrorista fue el asesinato del General de Hombres Libres, Augusto C. Sandino, en 1934. Pero también la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, en la Bogotá de 1948. Pero bien podría decirse que tomó una forma transnacional a partir de noviembre de 1976, cuando se institucionalizó la«Operación Condor», ideada por el régimen de Pinochet.

La cita ocurrida en esa ocasión en la capital chilena, contó -como se recuerda- con delegaciones militares argentinas, brasileñas, uruguayas, paraguayas y bolivianas. Y tuvo el propósito de organizar el exterminio de «los subversivos» que «ponían en riesgo la paz continental».

En aquellos años, a propuesta de Chile, se organizaron destacamentos que tenían la misión de «eliminar a gente en cualquier parte del mundo», como ocurrió exactamente con Orlando Letelier en Washington y los generales Juan José Torres y Carlos Pratts, en Buenos Aires. Fueron ellos víctimas de actos terroristas que acabaron con sus vidas.

En otro escenario, y en ese mismo año 76, un atentado terrorista en las aguas de Barbados, derribó un vuelo de Cubana de Aviación, matando a 73 personas de distintas nacionalidades. A 40 años de esa horrenda tragedia, los pueblos recuerdan vivamente a sus mártires; pero los ejecutores del crimen gozan de impunidad, en territorio de los Estados Unidos.

Ese mismo accionar terrorista, antes y después del 76, golpeó a Cuba con singular dureza causando ingentes daños materiales, a más de numerosas víctimas humanas. En todos estos -y muchos otros- actos terroristas, estuvo sin duda la mano de los servicios secretos norteamericanos que actuaron en función de la estrategia yanqui para eliminar a sus adversarios en el continente.

Los asesinos, cambiaron de nombre en distintos países, pero su tarea fue la misma. Y su sangrienta mano de odio, alcanzó también a nuestro suelo a partir del gobierno de Morales Bermúdez, como quedara fehacientemente acreditado.

Por eso, él y el general Ricther Prada, están requeridos por tribunales especiales encargados, desde Europa para juzgar el tema.

En nuestro país -y en otros- la prensa grande, en todos los casos, justificó estos crímenes bajo un genérico ladino: la lucha contra el terrorismo.

Curioso, para enfrentar al terrorismo, «la civilización» optó por métodos terroristas.

Eso llevó a un respetado juez argentino a decir que eso fue como si para combatir la antropofagia, decidiéramos comernos a los caníbales.

Y si. Fueron esos los años de las ejecuciones extrajudiciales, las privaciones ilegales de la libertad, la desaparición forzada de personas, la habilitación de cros clandestinos de detención, la tortura institucionalizada. Millares, cayeron aquí, pero también en Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, y otros países.

No hace mucho, apenas algunas semanas, que algunos medios se ocuparon de un tema horrendo: la habilitación de un horno en la sede del Cuartel General del Ejército, en Lima, en los años de Alberto Fujimori, donde fueron cremados dos estudiantes y un profesor. ¿Ha condenado al hecho el vicealmirante Giampietri? ¿Ha editorializado en torno al tema el diario «El Comercio»? ¿Hemos oído algunas palabras de condolencia por estos hechos a la gavilla fujimorista del Legislativo?

Claro que nada de eso. Pero sí hemos escuchado al columnista Aldo M. decir indignado: «¡basta ya de atacar a los uniformados por su lucha contra el terrorismo!». Claro, a gente de esa calaña le encantaría que esos crímenes quedaran impunes. Pero la vida marcha en otro sentido. La justicia, en todos los casos, tarda, pero finalmente llega.

Gustavo Espinoza M. Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.