Dos días después de los atentados de París, un periodista se sienta delante de su computadora. ¿Qué puede escribir que ya no se haya dicho? ¿Los detalles de la operación, la cara joven del asesino, con su Kalashnikov, matando gente en un concierto de hard rock? ¿La identidad de las víctimas, que le pone rostro […]
Dos días después de los atentados de París, un periodista se sienta delante de su computadora. ¿Qué puede escribir que ya no se haya dicho? ¿Los detalles de la operación, la cara joven del asesino, con su Kalashnikov, matando gente en un concierto de hard rock? ¿La identidad de las víctimas, que le pone rostro a la muerte y un tono aun más dramático a la historia?
Todo está dicho, todo ha sido visto, los cuerpos ensangrentados, la gente huyendo por las ventanas, los heridos, los muertos…
Quedan quizás dos cosas pendientes: un esfuerzo por entender el por qué; y otra, quizás más importante: una sensación de fracaso, de fracaso de la humanidad.
No se trata solo de los atentados recientes en Francia. Se trata del siglo, marcado por el fracaso absoluto de la razón.
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¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el valor de la Ilustración, decía Kant, hace 230 años.
La historia de la ilustración ha sido azarosa. Ya lo advertían dos alemanes -Max Horkheimer y Theodor Adorno- en un texto notable -Dialéctica de la Ilustración- publicado en 1944. La derrota del nazismo era ya inevitable, pero su sola existencia alimentaba pocas esperanzas en el triunfo de la razón.
Guerra
Han pasado las horas. ¿Qué hemos visto? Lo primero, quizás, fue la voz del presidente de Francia, François Hollande, cuando ya se intuía, pero toda la dimensión de la tragedia era todavía desconocida.
Habló que «ataques terroristas de una dimensión sin precedentes». «Es un horror», agregó. Tenía razón.
¿De qué más habló? De que Francia estaba en guerra.
Sonó repetitivo. ¿Cuál guerra? ¿Puede acaso una banda armada -por más desquiciada y poderosa que sea- declararle la guerra a Francia?
«Aviones de guerra de Francia lanzaron un ataque sobre la ciudad siria de Raqqa, en la que tiene una de sus plazas fuertes el autodenominado Estado Islámico.
«Así lo informó el Ministerio de Defensa francés en un comunicado difundido este domingo, en el que especificó que las diez aeronaves que llevaron a cabo la ofensiva destruyeron un puesto de mando y un campamento de entrenamiento», se podía leer el domingo pasado en la página de la BBC.
De acuerdo. Algo había que hacer. Pero si se conocían esos objetivos, ¿por qué no se atacó antes? Y si se ataca ahora, ¿es el paso necesario para debilitar al enemigo? ¿Tiene lógica?
Hace 14 años ocurrió algo parecido y se reaccionó de forma parecida. Se invadió un país, se desató una guerra cuyas consecuencias nefastas son todavía difíciles de medir, pero que el caos en Oriente Medio nos permite intuir.
Peter Van Buren se presenta como un exfuncionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos que pasó un año en Irak a cargo del equipo de reconstrucción en dos provincias y que ahora está en Washington.
Van Buren publicó un artículo sobre el tema, también el pasado domingo. «Se ha dicho, especialmente mirando la enfermiza repetición de la misma historia, que pese a los 14 años de guerra contra el terror este sigue presente entre nosotros, quizás todavía más presente. Es hora de repensar lo que hemos estado haciendo», afirmó.
Lo cierto es que la guerra contra el terror hundió el mundo en el terror mismo, en un terror mucho más profundo y duradero que el que decía combatir.
Pero, ¿de qué guerra se trataba?
No era una guerra convencional, pero tampoco era la que se imaginaban. Era una verdadera guerra civil, una guerra de civiles armados, que no tienen capacidad de luchar contra ejércitos estatales, contra civiles desarmados de los Estados a los que quisieran poder derrotar.
Al contrario de la I y II Guerra Mundiales, en las cuales potencias armadas se enfrentaban a otras potencias igualmente armadas, en las que sociedades fuertemente encuadradas se organizaban para responder a las exigencias de la guerra, hoy se trata de Estados aparentemente más poderosos pero incapaces de enfrentar una guerra cuyo origen está en el desorden mismo creado por esos Estados.
Desorden cuyo origen es muy anterior a la «guerra contra el terror»; que se puede rastrear, si se quiere, en la repartición de Medio Oriente, hace ya un siglo (la edición española de Le Monde Diplomatique publicó un artículo sobre el tema en abril del 2003), pero que la caída de la Unión Soviética y el fin del mundo bipolar y su Guerra Fría contribuyó a ahondar. Líderes mediocres y bravucones pensaron que ahora eran los dueños del mundo. Y actuaron como si lo fueran. Los resultados están a la vista.
«Abdicamos de muchas de nuestras libertades en los Estados Unidos para derrotar a los terroristas. No funcionó.
«Matamos decenas de miles o más (en Irak y Afganistán). No funcionó. Fuimos a la guerra en Irak, y ahora en Siria; antes, en Libia, y solo creamos más Estados fallidos», dijo Van Buren.
El desafío para Francia es enfrentar esa realidad -afirmó. «Estados Unidos fracasó en el test pos 9/11/2001».
En nombre de la democracia
El escenario después de los atentados es dantesco, como dantesco el crimen cometido. Pero dantesco es todo el escenario.
Líderes europeos hablan en nombre de la democracia y la civilización. Pero ya vimos como a muchos les queda grande ambos calificativos. A los de antes y a los de ahora.
No se trata de los «extremistas», de esos que empujan para entrar a los parlamentos y van entrando, poco a poco. ¡No! Se trata de los que gobiernan hoy, con sus políticas excluyentes, concentradoras de la riqueza, de esos que sometieron a Grecia a acuerdos imposibles, como si todo pudiera hacerse sin que nada tenga consecuencias.
Una Europa que cruje bajo la ola de inmigrantes que huyen de tragedias anteriores, de guerras provocadas en nombre de la democracia, para deponer y poner gobernantes.
Pero se trata, sobre todo, de la gran inmigración de los que vienen detrás de las riquezas que por siglos han fluido de sur a norte. No vienen con ninguna intención subversiva, viene solo con la intención de comer.
En todo el mundo, los edificios se han iluminado de bleu, blanc, rouge. Está bien.
Por todas partes cantan la Marsellesa. La siempre hermosa y conmovedora Marsellesa, llamando los ciudadanos a marchar. Lo que pasa es que ahora marchan en sentido contrario al de la convocatoria de hace poco más de dos siglos. Basta solo con mirar la cara conservadora de Europa, de Madrid a Varsovia, de Berlín a Budapest.
Por todas partes hay manifestaciones de repudio a los atentados. Frente a las embajadas de Francia las calles se llenan de flores y candelas prendidas.
Perfecto.
Pero, ¿qué pasará después? ¿Qué hará esa gente? ¿Cómo tratará a la refugiados? ¿Por quiénes van a votar?
Herederos de una historia
Somos herederos de esa historia.
¿Vamos a machacar a esos terroristas? Sí, pero será inútil. Ellos mismos ya se machacan, envueltos en chalecos suicidas.
Sabemos bien cómo hemos llegado hasta aquí. Sabemos también como salir.
Ya lo decía Kant: «es completamente ilícito ponerse de acuerdo, ni tan siquiera por el plazo de una generación, sobre una constitución religiosa inconmovible, que nadie podría poner en tela de juicio públicamente, ya que con ello se destruiría todo un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento».
Él se refería, naturalmente, al debate de su época. Pero quizás el texto nos pueda servir todavía hoy.
No se trata solo de los islámicos, se trata también de los otros fundamentalistas, los de la «guerra contra el terror», los de esas políticas excluyentes, de los que actúan como si fuesen dueños del mundo.
Sabemos como llegamos hasta aquí; sabemos también cómo salir. Pero hay que salir. Como Horkheimer y Adorno, aun en medio del desencanto y la desesperanza no se puede renunciar a los valores de la Ilustración, ni aceptar -simplemente- el fracaso de la humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.