Guadi Calvo

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El reciente ataque suicida del Tehreek-e Taliban-Pakistani, o TTP, contra una mezquita en el interior de la base policial de la ciudad de Peshawar, además de dejar un centenar de muertos y cerca de 250 heridos (Ver: Pakistán, bajo fuego), ha sacudido la estructura de establishment de la nación centroasiática, el mismo que en abril derrocó al Primer Ministro, Imran Khan, ha quedado cara a cara con el Golem que al mejor estilo del rabino Loew han “inventado” y que hace tiempo escapó de su control.

En las primeras horas de la mañana del lunes 30 de enero se conoció un nuevo atentado en Pakistán que se produjo en una mezquita sunita ubicada dentro del cuartel general de la policía de la ciudad de Peshawar, en el noroeste del país a unos 190 kilómetros de Islamabad, la capital de Pakistán, y apenas a 12 de la frontera con Afganistán. La operación produjo cerca de 50 muertos y más de 150 cincuenta heridos, entre ellos muchos policías que se encontraban en oficinas cercanas. Se estima que al momento de la explosión la dotación de esa fuerza era de 400 hombres.

Durante la noche del domingo al lunes 23 de enero se conocieron las fotografías de Iyad ag-Ghaly, el emir del Grupo de Apoyo al Islam y los musulmanes (JNIM) tributario de al-Qaeda global, en la región de Menaka, al este de Mali, en la frontera con Níger y a 1.500 kilómetros, al noreste de Bamako, la capital del país.

Mientras Francia insiste en salvaguardar los derechos humanos en Ucrania, aparentemente violados por Rusia en la guerra que Moscú está manteniendo contra toda la estructura de la OTAN, particularmente los Estados Unidos que ven en este conflicto la oportunidad de derrotar a su enemigo histórico, tampoco se cansa de denunciar las atrocidades del Grupo Wagner, la empresa de mercenarios rusa que de alguna manera intenta enmendar el desastre de la patética Operación Barkhane en Mali con la que las tropas francesas intentaron, por una década, detener el crecimiento de las khatibas del Dáesh y al-Qaeda.

Cuando no se cumplían cinco meses de su asunción como Ministro Jefe (gobernador) del Estado de Gujarat, el actual Primer Ministro de India, Narendra Modi, cargaba sobre sí con la matanza de aproximadamente 2.000 indios musulmanes “cazados” por las hordas fascistas de su partido, el Bharatiya Janata Party (BJP, Partido Popular Indio), junto a la fuerza madre del supremacismo hindú, la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS) (Asociación Nacional de Voluntarios), responsables, entre otros crímenes, del magnicidio de Mahatma Gandhi.

La situación bélica en Etiopía se creía resuelta tras los laboriosos acuerdos de paz firmados en Pretoria (Sudáfrica) el pasado 2 de noviembre, con los que se ponía fin a los dos años exactos de la guerra, acordados entre el Gobierno central del Primer Ministro, Abiy Ahmed, y la dirigencia del Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF) y que ponían un punto final, por ahora, a sus ánimos separatistas. Una guerra que se ha saldado con cientos de miles de muertos, millones de desplazados y la destrucción de infraestructuras, unidades productivas, sanitarias, cientos de miles de viviendas y se han borrado del mapa docenas de aldeas y comunidades.

Todo es tiniebla en al-Qaeda desde que se conoció la ahora supuesta muerte de su emir Ayman al-Zawahiri, sucesor de Osama bin Laden, el pasado 31 de julio, sorprendido en un piso céntrico de la ciudad de Kabul por un dron norteamericano que había despegado desde algún lugar de Pakistán (Ver Al-Qaeda más allá de Ayman al-Zawahiri).

En Somalia el año comenzó con nuevos focos de violencia. Tras el estallido de una disputa por la posesión de la ciudad de Laascaanood, que dejó al menos 30 muertos entre Somalilandia y Puntlandia -dos pseudoestados escindidos de Somalia en 1991 sin ningún reconocimiento internacional ni de las Naciones Unidas- se agrega un tono más oscuro a la ya trágica historia somalí, que no deja de sorprender al mundo cada vez con más muerte, cada vez con más violencia.

Etiopía

El 2 de noviembre último, tras nueve días de negociaciones en Pretoria (Sudáfrica), los representantes del Gobierno del Primer Ministro etíope, Abiy Ahmed, y el Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF) firmaron un acuerdo “para el cese de las hostilidades y la protección de los civiles”, tras la guerra que se había iniciado dos años antes.

La noticia apareció y se trató prácticamente sin trascendencia. Quizás porque involucraba a dos naciones africanas. Pero que un país, cualquiera que sea, detenga en el aeropuerto de su capital a una cincuentena de efectivos de un Estado vecino y que bajo cargos de espionaje los juzgue y les aplique condenas que van desde 20 años de prisión a pena de muerte, no es una cuestión menor.

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