Guadi Calvo

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La serie de sangrientos ataques del pasado viernes 29 en Pakistán, con pocas horas de diferencia y en lugares distantes, expone claramente la crítica e incontrolable crisis de seguridad, entre otras, que vive el país centroasiático.

Dada la crítica posición en la que quedó Francia en el Sahel, y junto a ella las potencias occidentales con intereses en esa región tras los sucesivos golpes de Estado que se produjeron a partir del 2020 en Burkina Faso, Guinea Conakri, Mali y Níger, la situación exigía una respuesta rápida, no solo para evitar la consolidación de esos movimientos de características revolucionarias, sino también para impedir la propagación de procesos similares en otras naciones del continente.

No importa cuando suceda, en Somalia siempre se observa ese mismo gesto congelado en el terror y el espanto de una guerra que perpetuamente está empezando.

Las inundaciones en el este de Libia, que ya superan los 12.000 fallecidos y que prácticamente se tragó la ciudad de Derna; el terremoto al suroeste de Marrakech, en la región rural de la cordillera del Atlas en centro de Marruecos, que dejó más de 3.000 muertos y 5.000 heridos; los 10.000 refugiados que sólo en tres días llegaron a la isla italiana de Lampedusa provenientes de África, y que se suman a los otros 115.000 arribados sólo en lo que va del año; la seguidilla de derrocamientos de gobiernos prooccidentales en las excolonias francesas, que reconfiguran el mapa político y militar del Sahel cerrando y poniendo tensión en fronteras que hasta ahora funcionaban sin mayores conflictos, como la de Níger con Nigeria.

Francia ha desplegado su caja de herramientas para revertir la crítica situación que la ola de golpes en sus viejas posesiones africanas amenaza con poner fin a su historia colonial.

Tanto Malí cómo Burkina Faso están pagando un altísimo costo por la decisión de romper de una vez por todas con Francia, la potencia colonial que ha seguido manejando esos países, más allá de la declaración de independencia a comienzos de los años sesenta.

La historia poscolonial africana ha estado plagada de golpes de Estado, la inmensa mayoría de ellos destinados a profundizar los sistemas de dependencia con las viejas metrópolis. Los pocos procesos que aspiraron a un cambio radical en el statu quo establecido por los colonialistas fueron violentamente abortados: Lumumba, Cabral, Sankara, son algunos de los nombres que encabezaron movimientos verdaderamente independentistas y oportunamente fueron ejecutados por Occidente como advertencia para aquéllos que intentaran seguirlos.

A pesar de que los militares que han derrocado al presidente gabonés Alí Bongo el pasado miércoles no han tenido, hasta ahora, la retórica antifrancesa que sí tuvieron, y sostienen -no sólo retórica, sino muchas acciones directas- los líderes de los golpes en Malí, Guinea (Conakry), Burkina Faso y Níger, la asonada en Gabón ha debilitado, todavía más, la presencia francesa en sus antiguas colonias.

El golpe de Estado del pasado miércoles 30 de agosto es el sexto, desde el 2020, que se produce en una excolonia francesa en las que la vieja metrópoli nunca ha dejado de ejercer injerencia política y económica.

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