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Las protestas en Perú

Cuando bajan de los cerros

Fuentes: Página/12

«¿Qué ideal, hermano Cámac, inspira a nuestros dominadores y tiranos que consideran a cholos e indios de la costa y de la sierra como a bestias, y miran y oyen, a veces, desde lejos y con asco, su música y sus danzas en las que nuestra patria se expresa tal cual es en su grandeza y su ternura?» -José María Arguedas, «El Sexto»

“Hay que evitar que los terroristas lleguen a Lima”, se escucha decir a dirigentes del oficialismo y la prensa conservadora. Los “terroristas” son campesinos y trabajadores humildes (como la empleada doméstica asesinada en Puno) que se sienten estafados con la prisión “preventiva” de Castillo. En muchas provincias peruanas las fiscalías especializadas en derechos humanos han pasado a ser fiscalías antiterrorismo.

Han sido asesinadas ya en Perú sesenta personas, todas de sectores humildes que salían a protestar y a reclamar la renuncia de la presidenta. El gobierno se ha mostrado indiferente ante el caos y no ha dicho una sola palabra. Los gobiernos de América Latina tampoco parecen advertir la magnitud de la tragedia. La policía corta los caminos para que los “cholos” (los indios) no puedan llegar a Lima. Para que no “bajen” a la ciudad. 

Desde que asumió Castillo, un maestro humilde, como quienes hoy salen a protestar en el sur del país, fue asediado por los medios. Castillo cortó apenas asumió el gobierno la pauta oficial en la prensa peruana. Los medios hegemónicos (Grupo El Comercio, dueño de Perú 21, La República) dejaron de recibir financiamiento. Desde ese momento, y al unísono, todos los medios se dedicaron a atacarlo sin pausa.

Ningún presidente en la historia de Perú fue requisado la cantidad de veces que Castillo, a ninguno se le pidió la entrega de las cámaras del Palacio de Gobierno (la casa de Pizarro) como a Castillo. La aristocracia limeña, centralista y racista como pocas, no podía tolerar a un maestro rural (a un “cholo”) de presidente. Esto no exime a Castillo de sus errores (ni las defecciones internas que ha padecido su gabinete, como la de la misma Boluarte, que hasta ayer nomás era leal y de izquierda y repentinamente lidera un gobierno asesino). Pero explica el por qué de su destitución. No son sus errores (ningún presidente peruano tomó alguna de sus medidas más importantes, como fue el caso de Lugo o de Dilma Rouseff, ambos destituidos de forma irregular y sucedidos por gobernantes corruptos, que han perseguido a la oposición, encarcelando a Lula, por ejemplo) sino su identidad cultural la que explica que hoy Castillo esté preso. Y esa identidad, esa marginalidad, es la que explica las protestas en las calles. 

No es raro escuchar que en Perú se responzabiliza a Evo Morales de las muertes. En Puno, la región donde más asesinatos hubo, se quiso destituir al rector de una universidad pública que había reconocido a Evo Morales, que reivindica la nación Aymara, con un título académico.

Nuevamente, el problema son los “indios” (incultos, con su “hedor” desagradable frente la civilización prolija que huele “bien”, como ironiza Kusch en América Profunda) que bajan de los cerros y de los pueblos “jóvenes” (eufemismo que se emplea para no hablar de las villas miseria).

Los que reclaman en Perú son campesinos, estudiantes y trabajadores empobrecidos, como en Arequipa, todos del cono norte, proletario. De la ciudad pudiente, cuyo centro histórico no registraba aun muertos, como en Puno o Ayacucho (región célebre por los artistas populares que se expresan a través de retablos), de donde provienen los movimientos de izquierda. Los retablos de Ayacucho suelen expresar movimientos combativos. En Ayacucho ha habido decenas de muertos. La policía no improvisa. No hay muertos en Lima ni en Arequipa. La policía sabe bien donde ir a matar. 

Mientras mueren peruanos, se escucha decir a la presidenta que es hora de encarar “las grandes reformas que el país necesita”. Los muertos no comparten su idea: la acusan de usurpar el poder y pactar su gobierno con los sectores más reaccionarios de Lima, que son quienes la sostienen. Los pueblos campesinos, las mujeres altoandinas, reclaman otra cosa muy distinta: una nueva constitución que finalmente los exprese. Que los reconozca. 

A quienes desde el Congreso reclaman por las muertes y piden la renuncia de Boluarte, se los tilda, como a Sigrid Bazán, de “azuzadores”. Cuando la propia policía organiza en los barrios más pudientes de Lima “marchas por la paz”, luego de asesinar a sesenta peruanos sin inmutarse, nadie habla de “azuzadores”. Ha habido asesinatos a corta distancia, rompiendo cualquier “protocolo”. Ha habido francotiradores en Puno. Se pueden ver videos de mujeres rogando a los gritos que paren de disparar: “Miserables, no disparen”, se escucha decir, entre ruegos y llantos, a varias mujeres.

Es notable el silencio de la progresía latinoamericana. No es momento para quedarse callado. En Brasil hubo un intento de golpe de Estado sin muertos. En Perú ya van sesenta muertos producto de una destitución ilegitima y un gobierno de facto que reprime a su pueblo. La OEA no ha tenido en este caso la premura que ha sabido tener en otros. 

Se puede ver a la policía rodeando edificios sin orden de allanamiento. Se suspenden a diario eventos culturales en los que exponen canta autores de izquierda. La policía “descubre” libros de Marx y de Lenin en determinados departamentos, empleando esos libros como “prueba” de “terrorismo”. Se deslegitiman las protestas con el tipo de “disturbios”, muchos de ellos generados, como en el célebre caso del asalto al Banco de la Nación (julio del 2000, en la «Marcha de los cuatro suyos», antigua división del incanato), desde el propio poder: por la misma policía, para desdibujar el reclamo pacífico pero firme del pueblo peruano.

Así cayó la dictadura genocida de Fujimori: cuando después de una marcha se prueba que el incendio del Banco de la Nación no fue de quienes protestaban, sino por infiltrados del propio gobierno. Las similitudes con la situación actual son estridentes. El gobierno se esfuerza por deslegitimar a los cholos diciendo que son “terroristas” pero su reclamo es pacífico, aunque firme y claro: renuncia del gobierno, nueva constitución, asamblea constituyente. Construir una nación pluriétnica, como en Bolivia y como se pedía en Chile (donde también se acusa de terroristas a los pueblos originarios y no a quienes los han asesinado y desplazado históricamente de su tierra, impidiéndoles incluso hablar su lengua). Ese es el camino de los pueblos hermanos de América Latina.

La reacción represiva no puede ser tolerada. Están asesinando a los hermanos peruanos. Nuestros pueblos están defendiendo su dignidad. Quieren hablar su lengua. Quieren constituciones que los representen. No (jueces, dirigencias, ni legislaciones) que los repriman. Quieren algo que nuestros gobiernos no les han sabido brindar. Por eso salen a la calle. «Cuando los cerros bajan» es el título de una canción chicha (Cuando Chacalón canta, los cerros bajan) que expresa el alma del pueblo peruano. Como las novelas indigenistas de Arguedas o la poesía de Mariano Melgar (poeta e independista peruano, arequipeño), los “cholos” están marcando un camino que aun nuestros Estados centralistas, racistas, coloniales y eurocéntricos, no logran divisar. La crisis social es más profunda de lo que parece. No es “política” ni es económica. Es una reivindicación cultural de pueblos históricamente silenciados y negados que han resuelto en Bolivia, Chile, o Perú, salir a la calle. “Bajar” de los cerros.