I Ocurrió lo impensable. Ni la euforia de las bolsas en los días anteriores al referéndum (seguramente teledirigida por la City y el Banco de Inglaterra) pudo evitar que al final Reino Unido votase salir de la UE. Es esta una historia muy británica y muy europea. Reino Unido hace muchos años que es una […]
I
Ocurrió lo impensable. Ni la euforia de las bolsas en los días anteriores al referéndum (seguramente teledirigida por la City y el Banco de Inglaterra) pudo evitar que al final Reino Unido votase salir de la UE. Es esta una historia muy británica y muy europea. Reino Unido hace muchos años que es una sociedad quebrada. Con un centro financiero híper-desarrollado, que genera grandes rentas y permite mantener a una enorme masa de clases medias con buen nivel de vida. Y con una gran parte del país que ha vivido el deterioro inacabable de una vieja estructura industrial y que se siente despreciado, en términos de clase, por las élites dominantes. Una quiebra que tiene mucho que ver con el declive de un antiguo imperio, con la creciente parálisis del capitalismo industrial británico y, especialmente, con el triunfo del neoliberalismo y sus treinta años largos de hegemonía (la tercera vía fue apenas un ligero retoque de la herencia thatcheriana). Hacía tiempo que esta tensión avisaba con traducirse en una ruptura institucional. El referéndum escocés fue el primer aviso.
Lo curioso del caso es que en esta ocasión no puede hablarse de una clara ruptura con el orden imperante. De hecho, una parte de las élites dominantes siempre ha visto con recelos el modelo europeo. Temerosos de la hegemonía franco-alemana y celosos por mantener privilegios especiales, como el que representa la City como gran centro de la especulación financiera internacional. O la reluctancia en aplicar las laxas normas laborales europeas porque para las élites británicas resultan, aún, demasiado intervencionistas. Por esto Reino Unido siempre ha mantenido un estatus particular en la UE, mantiene su propia moneda y ha jugado siempre un papel fundamental a la hora de aguar los proyectos más progresistas emanados del Parlamento Europeo.
El Brexit es al mismo tiempo una ruptura y una continuidad. Han votado salir de la UE muchas de las gentes que llevan años de padecimientos, de marginación, de desprecio. Pero el Brexit lo han promovido sectores de las élites dominantes. Y en todo el proceso ha jugado un papel central el tema de la inmigración, la explotación de la xenofobia como un mecanismo de control social. Una xenofobia que no sólo se traduce en represión contra la gente que viene, sino también en reluctancia a contribuir a una modesta redistribución de la renta dentro de la UE. En este sentido, el Brexit es muy europeo, porque también en otros muchos países los desastres de las políticas neoliberales están generando un descontento que sectores de las élites consiguen desviar hacia la xenofobia, el nacionalismo conservador y la oposición a cualquier medida de redistribución interterritorial. Y por ello el Brexit, que tiene raíces en la historia británica, amenaza con convertirse en un detonador de movimientos parecidos en otros países y representa un refuerzo a la emergencia de la derecha reaccionaria que ya es visible en muchos países europeos.
Tienen razón los que plantean que la política comunitaria es en parte responsable del desastre. Pero es sólo parte de la verdad. Reino Unido no está integrado en la Zona Euro, no ha sido objeto de planes de salvación. Como explicamos en un libro colectivo (S.Lehndorf (coord.) El triunfo de las ideas fracasadas, FUHEM-Catarata), Reino Unido aplicó políticas de austeridad sin verse forzada externamente, básicamente por el interés del Partido Conservador (sus políticas han orientado muchas de las reformas del Partido Popular). Y que la respuesta a estas políticas se haga más en clave ultranacionalista que en clave de exigencia de reformas no puede explicarse mecánicamente por las políticas neoliberales que emanan de Bruselas, sino que responde a elementos que están muy enraizados en la propia historia europea. Quizá el fenómeno de la xenofobia sea común a muchos pueblos, pero la historia europea fue una historia de imperialismo que utilizó el sentido de superioridad frente a «los salvajes». Y esto, que nunca ha desaparecido, explica además el racismo, más o menos solapado, visible en la mayor parte de sociedades europeas cosmopolitas.
La globalización ha reforzado estas pulsiones porque, por una parte, ha desmantelado gran parte de los mecanismos de protección que en algún momento alcanzaron las clases obreras de los países centrales y, de otra, ha mostrado la insostenibilidad de estas protecciones en un mundo donde predominan desigualdades gigantescas. En un mundo tan desigual y con tantas facilidades técnicas para mover mercancías, capitales y personas, la globalización favorece flujos descontrolados, y los que los padecen tratan de protegerse apelando a aquellos mecanismos que en otros tiempos han funcionado o que simplemente han creído que funcionan. Apelar al control de la inmigración para evitar el deterioro de las condiciones de trabajo o de los servicios públicos es una respuesta más simplista que orientar un cambio en la política económica para el que mucha gente se siente impotente. La ausencia de una política que plantee una opción cooperativa, no competitiva, inclusiva al desarrollo mundial y la persistencia de la izquierda a una visión meramente nacionalista de la política han ayudado a generar un clima en el que la ruptura con unas políticas indeseables se hace por «el lado malo de la historia». Pues sean cuales sean las consecuencias económicas del Brexit, lo que parece claro es que a corto plazo las políticas migratorias xenófobas, la restricción de derechos y las concesiones reaccionarias para evitar que la UE se siga desangrando van a estar al orden del día.
II
Es más difícil de prever cuál va a ser el impacto que el Brexit va a tener para la economía mundial. Es innegable que el proyecto europeo queda «tocado», y si el referéndum inglés se repite en otros lugares el peligro de colapso es real. Y no cabe duda de que la quiebra de la Unión Europea podría afectar a la actividad económica en la medida en que el denso marco institucional que regula la actividad económica continental quedará bloqueado. Es una posibilidad, pero posiblemente sea sorteable con apaños y concesiones que afectarán más a los derechos sociales, en sentido amplio, que a las regulaciones mercantiles. Si las regulaciones económicas se mantienen, el Brexit podría tener un efecto limitado. Al fin y al cabo, el comercio y las finanzas internacionales están tan liberalizadas que podrían permitir a Reino Unido mantener una relación fluida con la Unión Europea (como la mantienen Suiza o Noruega). Depende de cómo se negocie la salida y de cuáles sean las exigencias de los bandos. Si Reino Unido acepta mantener un estatus de asociado al estilo de los países citados, el cambio puede no ser traumático. Si, en cambio, exige niveles de autonomía más radicales, las cosas se pueden complicar, porque de la parte comunitaria pueden plantearse exigencias o incluirse demandas que afecten a intereses británicos sustanciales, como el sistema financiero. No es por tanto una cuestión discernible fácilmente.
A corto plazo, sin duda, la opción de la salida puede influir en la mayor volatilidad de los mercados financieros, cuyo errático comportamiento es habitual. Y cuyo nerviosismo puede realimentar los problemas del sector bancario. Y puede tener también impacto en las transacciones económicas provocadas por la depreciación de la libra. Reino Unido no es actualmente un gran productor (de hecho, es un país que mantiene un sostenido déficit comercial), y la depreciación de la libra difícilmente lo convertirá en un agresivo competidor. Más bien, el impacto puede venir por el lado de la demanda. El encarecimiento de las importaciones, difíciles de sustituir en el mercado interno, pueden provocar una caída de las importaciones de bienes y servicios que agravarían la deprimida situación de la economía europea. En clave española, esto se traduce fundamentalmente en dos cuestiones: en qué medida los vaivenes financieros afectarán a los grupos bancarios españoles implantados en Reino Unido (y que de tener problemas serían considerados bancos españoles), y cómo influirá en el turismo británico y en otros sectores de exportación (como el agroalimentario o el de la venta de inmuebles a ciudadanos británicos). En una situación europea y española tan aguantada con pinzas, el Brexit es, en este sentido, otra amenaza desestabilizadora, aunque los modelos a largo plazo prevean que el impacto final sea pequeño. Pero ya sabemos que los modelos teóricos a largo plazo ignoran los sufrimientos cotidianos que generan las transiciones caóticas a corto plazo.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-148/notas/brexit-otro-lio-europeo