Primer mito: la crisis ha acabado En 2015 y 2016 la cobertura que dieron los medios de comunicación de la crisis de los refugiados se centró mayoritariamente en el gran aumento del número de personas que llegaba a Europa y pedía asilo. Las llegadas han disminuido y los gobiernos han impulsado medidas enérgicas para frenar […]
Primer mito: la crisis ha acabado
En 2015 y 2016 la cobertura que dieron los medios de comunicación de la crisis de los refugiados se centró mayoritariamente en el gran aumento del número de personas que llegaba a Europa y pedía asilo. Las llegadas han disminuido y los gobiernos han impulsado medidas enérgicas para frenar la circulación de migrantes ilegales dentro de la UE. Miles de ellos se encuentran retenidos en centros de detención o campamentos de refugiados en el sur de Europa mientras que otros intentan empezar un nueva vida en un el lugar donde se han asentado.
Sin embargo, creer que la crisis es un fenómeno que empezó en 2015 y terminó un año más tarde es un error, ya que no tiene en cuenta el hecho de que las causas que lo generaron se mantienen. Verlo bajo este prisma da la impresión de una Europa hasta ese momento impoluta que de repente se vio sacudida por una ola de refugiados con la que no tenía nada que ver.
Es una idea incorrecta. La catástrofe de los últimos años tiene tanto que ver con las políticas de inmigración de los gobiernos europeos como con los acontecimientos que ocurren fuera del continente. La crisis también consiste en una reacción exagerada y aterrorizada, alimentada por una serie de ideas falsas sobre quiénes son los inmigrantes, por qué vienen y qué consecuencias tiene su llegada para Europa.
La Unión Europea tiene probablemente el sistema para evitar la entrada de migrantes no deseados más complejo del mundo. Desde los años noventa, a medida que se han ido reduciendo las fronteras dentro de Europa, lo que ha permitido a la mayoría de los ciudadanos de la UE circular libremente y viajar sin pasaporte, su frontera exterior se ha ido militarizando cada vez más.
Amnistía Internacional estima que antes de la crisis, entre 2007-2013, la UE gastó casi 2.000 millones de euros en vallas, sistemas de vigilancia y patrullas terrestres o marítimas.
En teoría, los refugiados, que tienen derecho a cruzar fronteras para solicitar asilo conforme a la legislación internacional, deberían quedar exentos de estos controles. En la práctica, la UE ha intentado por todos los medios que los solicitantes de asilo no puedan entrar en su territorio: ha terminado con vías legales, como por ejemplo la posibilidad de solicitar asilo en embajadas extranjeras, y ha aprobado sanciones para aquellas empresas de transporte que permitan que estos migrantes entren en la UE sin la documentación apropiada.
También ha firmado tratados con países vecinos para que sean estos los que controlen las olas migratorias. Dentro de la UE, el Reglamento de Dublín obliga a los solicitantes de asilo a cursar la solicitud en el primer país de llegada.
Tras la Primavera Árabe en 2011 empezó a aumentar la cifra de personas que llegaban a Europa con el objetivo de pedir asilo, desde Turquía o cruzando el Mediterráneo desde el norte de África. Sin embargo, la prioridad de la UE continuó siendo la seguridad en vez de centrarse en la protección de personas vulnerables. Gastó 2.000 millones de euros para reforzar la seguridad en sus fronteras, pero solo destinó unos 700 millones de euros en el acondicionamiento de los centros de recepción y los campamentos para los refugiados.
Casi tres millones de personas solicitaron asilo en la UE entre 2015 y 2016, una cifra pequeña si tenemos en cuenta que la población total de la UE es de 508 millones de personas. Sin embargo, su llegada fue caótica y miles murieron en el trayecto. La mayoría de los migrantes que consiguió entrar en la UE continuó su viaje con el objetivo de llegar a un país del noroeste de Europa y durante un tiempo fue imposible aplicar el Reglamento de Dublín.
La protección de la frontera a menudo crea o empeora los mismos problemas que pretende resolver, obligando a los migrantes irregulares a tomar rutas más peligrosas, lo que les empuja a menudo a depender de los traficantes de personas, lo que a su vez alienta a los Estados a tomar medidas aún más enérgicas.
En noviembre de 2017, una coalición de entidades en defensa de los derechos humanos publicó una lista de 33.293 personas que habían muerto desde 1993 como resultado de «la militarización, leyes de asilo, políticas de detención y deportaciones» en Europa.
Europa ha seguido alejando del continente a los miles de inmigrantes que intentan llegar a sus costas. Un acuerdo con Turquía, en marzo de 2016, ha reducido el tráfico de refugiados sirios hacia Europa, a pesar de que más de 12 millones de sirios siguen desplazados por la guerra, cinco millones de ellos fuera de su país, y muchos siguen necesitando ayuda humanitaria urgente.
Incluso cuando es evidente que Afganistán se ha vuelto más peligroso, los gobiernos europeos persisten en sus intentos de deportar a muchos afganos a Kabul. Por otra parte, con el objetivo de frenar la migración no deseada desde el África subsahariana, Europa ha tratado de alcanzar acuerdos para cerrar las rutas del tráfico de personas que atraviesan el desierto y el norte de África.
Italia ha tomado medidas duras contra las ONG de rescate marítimo y ha financiado a las milicias en Libia, a pesar de que cada vez hay más pruebas de que en los centros de detención libios se cometen actos de tortura y abusos.
La UE ha explorado acuerdos con la dictadura represiva de Sudán. En Níger, uno de los países más pobres del mundo, el dinero, los soldados y los diplomáticos europeos han inundado la ciudad desértica de Agadez para intentar poner fin al contrabando. Cientos de miles de personas vulnerables se verán directamente afectadas por estas nuevas políticas.
Nos animan a buscar «soluciones» a la crisis, pero lo cierto es que no se divisa su final. Mientras haya guerras, guerras que en muchas ocasiones son iniciadas o en las que participan los países de la UE, o alimentadas por las armas que se fabrican en el continente, habrá refugiados. Además, aunque la UE no lo quiera, muchas personas persistirán en su empeño por migrar en busca de una vida mejor. Los esfuerzos de nuestros gobiernos para frenar estas olas migratorias podrían generar o empeorar los mismos problemas que intentan evitar.
Las decisiones para intensificar el control de la inmigración que fueron tomadas en momentos de crisis, o en respuesta a la presión de los medios de comunicación, pueden tener efectos profundos y duraderos. Esto ha sido evidente en el trato dado a los refugiados de Windrush en Reino Unido o en las condiciones de los campamentos de refugiados de las islas del Egeo en Grecia.
La crisis no solo hace referencia a las olas de refugiados, sino también a los sistemas fronterizos que se han diseñado para impedir su entrada. Y esto no ha terminado.
Segundo mito: hay una diferencia clara entre «refugiados» y «migrantes económicos»
La mayoría de nosotros somos inmigrantes económicos, incluso dentro de nuestro propio país. Sin embargo, desde la crisis de refugiados este término parece haber adquirido un significado peyorativo. A menudo se utiliza de la misma forma que en su día la prensa sensacionalista de Reino Unido utilizó la expresión «solicitante falso de asilo» para insinuar que estas personas intentan jugar con el sistema, que son la causa de los problemas en las fronteras y que si se pudieran «filtrar» sería posible restablecer el orden.
De hecho, la historia de las migraciones es una historia de controles sobre los movimientos de la población. De toda la población, excepto las élites.
En el pasado, los países intentaron restringir los movimientos de sus propias poblaciones, a través de la esclavitud o la servidumbre, o de leyes deficientes y actos de vagancia. Hoy en día, el derecho a circular libremente dentro del propio territorio está consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. La mayoría de nosotros damos por sentado este derecho, a pesar de que es relativamente reciente.
En la actualidad, en cambio, el flujo de personas a través de las fronteras internacionales está estrictamente controlado y regulado. Comparado con la población mundial, el número total de migrantes internacionales, de cualquier tipo, se ha mantenido relativamente estable: alrededor del 3% desde 1960, según el sociólogo Hein de Haas.
Esto puede sorprender en una época en la que los bienes, las comunicaciones y ciertos tipos de personas circulan de un lado a otro con una facilidad sin precedentes. Lo cierto es que la globalización ha sido un proceso muy poco igualitario. Si bien la proporción de migrantes ha aumentado sustancialmente, el origen y el destino de los migrantes ha cambiado. Los estudios llevados a cabo por De Haas y Mathias Czaika dejan entrever que el abanico de países de origen es inusualmente amplio, mientras que el de países de destino, inusualmente limitado.
Los migrantes se dirigen a aquellos lugares que concentran el poder y la riqueza. Europa, y muy especialmente el noroeste de Europa, es uno de estos lugares. Obviamente no es el único destino; la mayoría de las migraciones en África, por ejemplo, tienen lugar en el interior del continente.
Por otra parte, la mayoría de las migraciones a Europa son legales; se estima que el 90% de los migrantes que llegan a Europa lo hacen con los permisos correspondientes. Sin embargo, los países más prósperos hacen cada vez mayores esfuerzos para impedir la entrada de los migrantes ilegales. En 1990, según una investigación de la geógrafa Reece Jones, 15 países tenían muros o vallas en sus fronteras; a principios de 2016, ese número se había elevado a casi 70.
El Derecho internacional tiene como objetivo proteger a los refugiados y, al mismo tiempo, permitir a los Estados mantener el control de sus fronteras. Pese a ello, la definición del estatus de «refugiado» es política y está sujeta a una lucha constante sobre quién lo merece y quién no.
El término tiene un significado jurídico, en el sentido de que describe a una persona que reúne los requisitos para obtener asilo en virtud del Derecho internacional, y un significado coloquial, ya que describe a una persona que se ha visto obligada a huir de su hogar.
Según convenio sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, es refugiado aquella persona que ha abandonado su país debido a «un temor fundado a ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas».
En un primer momento, este instrumento solo se aplicaba a los europeos [que se encontraban en esta situación tras la Segunda Guerra Mundial] y no cubría a todos los que huían de una zona de guerra. Este tipo de protección sólo se creó tras la presión de los nuevos Estados africanos independientes en la década de los 60 y de los Estados latinoamericanos en la década de los 80.
Nunca se ha incluido a las personas obligadas a abandonar sus hogares por desastres económicos o por los desastres causados por el cambio climático.
Incluso en la actualidad, la convención otorga el poder de decisión a los Estados. No obliga a los Estados parte a conceder asilo a nadie, simplemente a escuchar su caso y a no devolverlos a un país en el que podrían estar en peligro.
En el siglo XXI una frontera no es sólo una línea en un mapa, es un sistema que permite filtrar a la población y que se extiende desde los bordes de un territorio hasta su corazón, afectando a aquellos que ya están en el país. Los solicitantes de asilo se convierten en los sujetos de un filtrado especialmente complejo y a menudo violento.
Una vez que cruzan las fronteras de Europa, su movimiento se ve restringido: son encerrados o segregados en alojamientos alejados del centro de las ciudades. Su derecho a trabajar o a acceder a la Seguridad Social se ve denegado o gravemente limitado. Mientras se evalúan sus reivindicaciones, a menudo mediante un proceso opaco, hostil e incoherente, viven con la amenaza de que las libertades de que gozan pueden verse restringidas en cualquier momento.
El sistema trata de clasificarlos en categorías: refugiados o migrantes económicos, legales o ilegales, merecedores o no merecedores de asilo. Estas categorías no siempre reflejan la realidad de sus vidas. Y si el sistema se rompe, la gente es arrojada a un limbo legal y moral que dura muchos meses o incluso años.
Como me dijo César, un joven de Malí que conocí mientras informaba en Sicilia: «No es como si unos tuvieran la palabra ‘refugiado’ tatuada en la frente y otros ‘migrante económico'».
Tercer mito: contar ‘historias humanas’ es suficiente para cambiar la opinión de la gente
La empatía es importante pero siempre tiene sus límites y no puede ser una condición previa para que las personas vean respetados sus derechos.
César llgó a Sicilia a finales de 2014. La marina italiana le rescató de un barco de contrabandistas que estaba a la deriva en el Mediterráneo. Su llegada coincidió con un momento en el que la atención mediática mundial estaba puesta en Sicilia. Los periodistas querían conocer historias como la de César: de dónde venían, qué tipo de viajes habían hecho, qué malas experiencias habían tenido.
Un año más tarde, la atención se había desviado a otros lugares. A finales de agosto de 2015, cuando un número sin precedentes de refugiados procedentes de Siria y de otras partes de Oriente Próximo realizaron su larga recorrido por los Balcanes, yo estaba con César en su casa de Sicilia.
Mientras veíamos la televisión, que mostraba de forma permanente imágenes de gente en la estación Keleti de Budapest intentando subir a los trenes que se dirigían a Alemania, César señaló hacia la pantalla y exclamó: «¿Ves? Las cámaras ya no vienen a Sicilia porque aquí solo llegan negros». Estaba convencido de que los medios de comunicación y un sistema que tardaría años en tramitar su solicitud de asilo habían abandonado a las personas como él.
Cuando se produce una catástrofe de gran magnitud, la reacción comprensible de los periodistas es hablar de los casos que necesitan más ayuda. Esta cobertura tiene una función: concienciar a la población del problema y explicar quiénes son los principales afectados y qué tipo de ayuda necesitan.
Los planes de comunicación de las ONG y de las agencias de ayuda humanitaria siguen una lógica parecida. Es así porque la idea subyacente es que estas ‘historias humanas’ que se centran en la experiencia de personas vulnerables, a menudo niños, despertará la empatía de una audiencia cuya atención es efímera.
Sin embargo, estas historias también pueden saturar. Si te cuento que durante 18 meses César pasaba de las manos de una banda de traficantes a otra en Argelia y Libia, y que durante ese periodo de tiempo fue torturado y tratado como esclavo, si esta es la única información que tienes sobre su vida ¿te ayuda a entender cómo es y por qué ha tomado las decisiones que ha tomado? ¿Y qué pasa si hay cientos de personas en una situación parecida? Llegará un punto que nos sentiremos saturados y desconectaremos. Incluso podríamos sentir una cierta hostilidad: ¿por qué nos están diciendo constantemente que deberíamos sentir pena por gente que no conocemos?
Además, la cobertura mediática que salta del punto álgido de una crisis a otro puede pasar por alto las causas subyacentes del problema, como por ejemplo el complejo sistema fronterizo de Europa. Asimismo, los intentos bienintencionados de mostrar estadísticas y testimonios dramáticos pueden causar pánico. La idea de una «crisis global de refugiados» puede despertar la empatía de algunos, mientras que para otros puede aumentar la sensación de que estamos, en palabras de la campaña del Ukip a favor del Brexit, en un «punto de ruptura».
La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, afirma que desde la Segunda Guerra Mundial el mundo no había tenido una cifra de desplazados por un conflicto como la actual. Es verdad: se calcula que unos 66 millones de personas han tenido que abandonar sus hogares y que se encuentran en otras zonas de su país o han cruzado la frontera.
En realidad el 86% permanece en países en vías de desarrollo y no llega a regiones prósperas como Europa. Según De Haas, a pesar de los conflictos recientes, los refugiados representan en torno al 0,3% de la población mundial; una proporción relativamente pequeña y estable. Las políticas que se impulsan y los recursos que se destinan son el problema; no una cifra abrumadora.
Si queremos entender por qué algunas personas seguirán desplazándose a pesar de los obstáculos que se interponen en su camino, entonces necesitamos conocer a la persona en su totalidad, en lugar de sólo los peores aspectos de su situación o sus experiencias más traumáticas. He conocido a un buen número de personas que pasaron experiencias similares a las de César, y cada uno está tratando de recuperar el control de su vida y tomar decisiones sobre el futuro de maneras muy diferentes.
César me dijo que sólo quiere encontrar un trabajo monótono y «olvidar el pasado». En cambio, Fátima, una nigeriana que también vive en Sicilia, hizo «un trato con Dios» cuando se subió a una zodiac en la costa libia y quiere dedicar el resto de su vida a concienciar a la población sobre la trata de mujeres. Azad huyó de Siria porque, aunque simpatizaba con el levantamiento contra Bashar al-Asad y estaba orgulloso de su identidad kurda, no quería matar a nadie.
También es importante entender que las noticias que consumimos son, en gran parte, un producto de una empresa con ánimo de lucro. Como muchos otros productos, su elaboración, valor y demanda dependen de las fuerzas del mercado. Esto puede llegar a repercutir negativamente sobre los protagonistas de las historias, distorsionar nuestra opinión de una crisis o incluso contribuir a generar una sensación de pánico, que, a su vez, provoca que las autoridades reaccionen con pánico.
Cuarto mito: la crisis es una amenaza a los valores europeos
En los últimos años, los «valores europeos» se invocan tanto para ayudar a refugiados y migrantes como para atacarlos. En un lado están los demagogos como el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, que se presentan como defensores de una civilización cristiana europea y aplican medidas contra los inmigrantes para proteger a Europa de las hordas musulmanas.
En el otro, las organizaciones humanitarias que apelan a menudo a la descripción de Europa hecha por José Manuel Barroso, presidente de la Comisión Europea en 2012, cuando la UE recibió ese año el Nobel de la Paz: «Como comunidad de naciones que ha superado la guerra y luchado contra el totalitarismo, siempre estaremos junto a los que buscan la paz y la dignidad humana».
Las dos concepciones están equivocadas. La primera trata de tapar el hecho de que Europa es un continente diverso, donde las tradiciones cristianas, musulmanas, judías y laicas llevan siglos.
La visión de Orbán también tiene compañeros progresistas, especialmente en Europa Occidental. Esta visión sostiene que los inmigrantes musulmanes suponen una amenazan a las tradiciones «europeas» de tolerancia, libertad y democracia. También ignoran que esos principios, donde existen, a menudo se han ganado después de luchar contra la resistencia violenta de las élites europeas.
No es una ironía menor que muchos de los refugiados que llegan hoy a las costas europeas vengan de luchas similares por los derechos y la igualdad en sus países.
La segunda imagen presenta a Europa como un faro de esperanza para el resto del mundo. No hay dudas de que Europa tiene un gran poder de influencia en el mundo, para bien o para mal, y que es importante presionar a nuestros políticos para que estén a la altura.
Pero no lo lograremos si ignoramos el hecho de que, si bien es cierto que las naciones europeas han superado la guerra y luchado contra el totalitarismo, muchas de ellas ganaron dinero y poder conquistando y administrando grandes imperios. Algo que se justificaba, en parte, por una idea de supremacía racial europea. Y la unidad de Europa, según sus documentos fundacionales, fue un mecanismo para mantener el poder imperial, además de prevenir futuros conflictos dentro del continente.
Si queremos entender la crisis de los refugiados y algunas de las reacciones que está provocando, no podemos pensar en el racismo europeo como algo del pasado. Tenemos que reconocer que sigue existiendo. Miles de personas de las antiguas colonias europeas, cuyos abuelos fueron tratados como infrahumanos por sus gobernantes europeos, llevan dos décadas ahogándose en el Mediterráneo. Pero sólo se ha convertido en una «crisis» cuando la magnitud de la catástrofe ha sido tal que los europeos ya no lo pueden ignorar.
El relator especial de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos de los Migrantes propuso en 2015 dos medidas que habrían contribuido en gran medida a aliviar la crisis: un reasentamiento internacional masivo de los refugiados procedentes de Siria, y un plan de visados temporales de trabajo para que los migrantes económicos pudieran ir y venir sin quedar atrapados en las letales rutas clandestinas.
La razón por la que no ocurrió fue porque los gobiernos de Europa simplemente no quisieron. En Europa hay presiones políticas internas y una crisis general del sistema multilateral que debería resolver los conflictos y desacuerdos entre Estados.
Incluso ahora gran parte del debate se ha visto impregnado por una jerarquía del sufrimiento, que ignora o desestima las luchas de las personas en función de sus antecedentes y donde no se habla sobre la responsabilidad de Europa en la situación de los países que los migrantes dejan atrás -ya sea histórica o a través de las políticas económicas y militares de gobiernos actuales-.
Cuando estallan conflictos locales que involucran a refugiados recién llegados a Europa, muchos analistas extrapolan sin ningún problema incidentes que necesitan una respuesta específica para llegar a declaraciones de amenazas existenciales en Europa por la minoría musulmana. Llevado a su extremo, es el mismo tipo de lógica genocida que Europa ha conocido en el pasado.
No tenemos por qué que aceptar que las cosas sean así. Una conversación más sincera sobre la crisis implicaría ser capaces de ver nuestro propio pasado. Para empezar, no estaría mal reconocer que Europa ya forma parte de las vidas de muchos de los inmigrantes que hacen hoy sus peligrosos viajes.
«Nosotros recordamos el pasado, nosotros recordamos la esclavitud. Ellos comenzaron las guerras mundiales y nosotros luchamos por ellos», me dijeron una vez unos hombres de África occidental abandonados en un centro de inmigrantes del sur de Italia.
No se trata de repartir culpas o reproches. Se trata de reconocer que el mundo no se divide fácilmente entre «europeo» y «no europeo». Algo que es tan cierto para Gran Bretaña como para el resto de Europa, incluso si Gran Bretaña abandona la unión política.
«Siempre me sorprende esta pregunta de la gente: ‘¿Por qué vienen los refugiados a Reino Unido?'», afirma Zainab, que huyó de ISIS en Irak y llevó hasta Gran Bretaña a sus tres hijos pequeños escondidos en camiones desde Calais. «Me gustaría responder: ¿no fue Irak ocupado por Gran Bretaña y por Estados Unidos? Me gustaría que la gente vea el sufrimiento que ha pasado la gente de estos lugares. De verdad quiero que entiendan la relación».
Quinto mito: la historia se repite y no hay nada que podamos hacer
El Holocausto siempre está a flor de piel en la conciencia europea. Su presencia se ha hecho sentir en varias respuestas a la crisis de los refugiados, desde las grandes declaraciones de políticos sobre el deber de Europa de actuar, hasta la invocación del Kindertransport (el traslado a Reino Unido de unos 10.000 niños judíos desde Alemania, Polonia, Austria y Checoslovaquia, un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial) en el debate británico sobre los niños refugiados, sin olvidar las historias sobre los ancianos judíos europeos que ayudan a cruzar las fronteras a los inmigrantes desplazados de hoy.
Pero puede llevarnos a una interpretación de la historia al estilo de La lista de Schindler, donde solo parece haber un momento: el dramático rescate que evita el desastre o que nos absuelve de un crimen mayor.
Tener presente la historia es importante y puede llevarnos a actuar, pero hay diferencias considerables con relación al pasado. Nuestro sistema de protección a refugiados se creó con el objetivo principal de hacer frente a los enormes trastornos demográficos que las dos guerras mundiales produjeron en Europa.
Estas turbulencias, ya en el pasado, se ven como una lección moral, una de las causas que hicieron a Europa pronunciar el «nunca más». Pero si en Europa la crisis de los desplazamientos tuvo un principio y un fin, en gran parte del mundo los desplazamientos siguen, con causas aparentemente más complicadas y protagonistas más invisibles. Normalmente no se habla de ellos en absoluto. Quedan como una sombra que revolotea de vez en cuando en el campo de visión europeo.
Pero es imprescindible que prestemos atención y no sólo por razones humanitarias. Los desplazados hacen evidente una peligrosa debilidad en las sociedades democráticas liberales. Aunque hoy consideremos que hay ciertos derechos fundamentales y universales, por lo general sólo la pertenencia a un Estado-nación los garantiza.
En su libro de 1951 Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt argumentaba que la incapacidad de los países de garantizar los derechos de los desplazados en la Europa de entreguerras contribuyó a crear las condiciones para la dictadura.
Convertirse en apátrida reduce a las personas a la condición de forajidos: tienen que infringir las leyes para sobrevivir y son condenados a penas de cárcel sin haber cometido un delito. Ser un refugiado significa ser alguien que no hace lo que se le dice. Si lo hubiera hecho, probablemente se habría quedado en casa para ser asesinado. Y uno sigue rompiendo reglas, mintiendo, escondiéndose, incluso después de haber dejado el peligro inmediato, porque así es como se funciona en un sistema hostil.
La presencia de millones de personas desplazadas también se convirtió en una poderosa herramienta para regímenes que querían socavar la idea de los derechos humanos universales. «Escuchen, no existe tal cosa, sólo se obtienen derechos por ser parte de la nación», podían decir.
En lugar de resolver el problema, los gobiernos tomaron medidas enérgicas contra los migrantes no deseados y otorgaron a las fuerzas policiales amplios poderes que finalmente fueron ejercidos también sobre sus propios ciudadanos. Como escribió Arendt, esto ocurrió en las democracias de Europa occidental y no sólo en Estados totalitarios.
El paralelismo con la nueva infraestructura de poder y seguridad que están creando los gobiernos europeos es inquietante. Desde el «entorno hostil» de Gran Bretaña (una serie de medidas del Ministerio de Interior para dificultar la vida de los inmigrantes sin permiso de residencia) y las leyes que convierten en delincuentes a los europeos que ayudan a inmigrantes, hasta las «instalaciones de estancia temporal» propuestas por el nuevo ministro de Interior de extrema derecha de Italia dentro de un plan para aumentar las deportaciones.
Como advirtió Arendt, lejos de ser los bárbaros que a menudo nos dicen -un montón de «ilegales» que amenazan la seguridad y la identidad europeas-, las personas sin derechos son «los primeros síntomas de una posible marcha atrás en la civilización».
Pero Arendt habla de amenazas y no de algo inevitable. Y lo que es más importante: los gobiernos responden cuando los votantes los presionan. La indignación pública que despertó la fotografía de un niño ahogado, Alan Kurdi, publicada en el otoño de 2015 en los medios de comunicación internacionales obligó al gobierno británico a ampliar un plan de reasentamiento de refugiados sirios.
Debemos permanecer en alerta con los mecanismos que usan algunos políticos para tratar de convencernos de que renunciemos a derechos y protecciones que existen en beneficio de todos.
Cualquier cargo público que diga «tendríamos que cuidar a los nuestros antes que a los refugiados» probablemente no esté interesado en hacer ninguna de las dos cosas. Y tenemos que reconocer la importancia de la acción colectiva. No habrá «soluciones» a esta crisis, si lo que entendemos por solución es una o varias decisiones políticas que hagan desaparecer a los refugiados.
Las guerras producen refugiados. Las personas continuarán cambiando de lugar para mejorar su calidad de vida. Y no sólo por la pobreza extrema sino porque están conectadas a la cultura global y a los medios de comunicación globales. El cambio climático podría provocar un desplazamiento mucho mayor al que hemos visto estos años. Como ha ocurrido con los refugiados de la guerra, es probable que los países más pobres sean también los que sientan el mayor impacto. No podemos controlar si va a suceder o no. Lo importante será nuestra respuesta y si repetiremos o no los errores de esta crisis.
No hay por qué permitir que las categorías actuales limiten nuestro pensamiento. Es posible defender las protecciones del actual sistema de leyes para refugiados, pero también tenemos que reconocer sus limitaciones. Tal vez los políticos hagan distinciones entre refugiados «reales» y migrantes irregulares, y tal vez nuestra economía asigne valores diferentes a las personas en función de su aporte como trabajadores, pero eso no significa que nosotros debamos ver a esas personas como menos personas, o pensar que sus experiencias son menos reales.
Las leyes para refugiados protegen a algunos tipos de personas desplazadas, pero no a todas. Escritas en un mundo donde el poder y la riqueza están desigualmente distribuidos, siempre han reflejado los intereses de los poderosos. Cuanto más rígidas sean nuestras distinciones entre los que merecen protección y los que no, más probable será que se ejerza violencia en nuestro nombre.
A lo largo de 2015, escuché y leí lo del «sueño» de Europa con que venían los refugiados. Tal vez sea cierto. En ocasiones, a todos nos mueve un ideal. Pero de esa idea se desprende una cierta ingenuidad por parte del que tiene el sueño, alguien que es arrastrado por una ilusión que el resto no comparte. Es una idea que menosprecia a los refugiados y nos agrada a nosotros. Es tranquilizador para los europeos, y por extensión para la gente de otras zonas ricas del mundo: sueñan con tener vidas como la nuestra, ¿y quién puede culparles por idealizar nuestra existencia?
Pero es sorprendente cómo la palabra «sueño» aparece tan a menudo en lugar de las menos reconfortantes «querer» y «necesitar». Esta persona ha llegado a Europa y quiere ir a Reino Unido, donde vive su tío. ¿Ustedes no lo harían? Esta persona necesita llegar a Europa para trabajar. ¿Por qué no puede ganarse la vida en casa? ¿Por qué tendría nadie que soportar estas condiciones? ¿A qué intereses sirve que haya que regular sus movimientos? ¿Y cuán probable es que los países que tratan a los inmigrantes con tanta insensibilidad se comporten de forma similar con sus propios ciudadanos? Esas son, en mi opinión, las preguntas que deberíamos estar haciendo.
Daniel Trilling es editor de New Humanist y autor de Lights in the Distance: Exile and Refuge at the Borders of Europe (Picador).
Traducción de Emma Reverter y Francisco de Zárate.