Es una expresión curiosa, muy usada por don Miguel de Unamuno en su “Agonía del cristianismo”. Bien puede entenderse como el convencimiento de quien simplemente cree, sin incubar dudas ni contrariedades; sin exigir pruebas concluyentes, ni someterse a cuestionamientos vacuos. En otras palabras, del que “no se hace paltas” con desconfianzas rebuscadas, y actúa en función de su instintivo apego a la verdad.
Es en esa óptica, que creo en las posibilidades reales de la Izquierda en el marco de la contienda electoral de abril. En ella, el movimiento popular será capaz de abrir un nuevo escenario sembrando condiciones para un cambio radical en la vida de los peruanos.
La sola idea del cambio ha ganado ya un lugar en la conciencia de millones de peruanos, y asoma como una exigencia perentoria en una circunstancia como ésta, cuando la crisis toca fondo y cada quien va tomando sus cartas para el juego electoral que se avecina.
La ultra derecha va más allá de sus planteos originales. Virtualmente abandonó viejos modales, y dejó de lado el mensaje austero y conservador acostumbrado, para asumir más bien una estridente grita reaccionaria. Hoy vocifera exigiendo respeto a sus privilegios mal ganados, y exige que todo siga igual.
Por eso pierde los papeles y asume un discurso tremendista denigrando a todo el que discrepe de sus propuestas fundamentalistas. Con sable desenvainado, hinca a la mujer que pide la eutanasia; y a los jóvenes que reclaman un puesto de trabajo y un ingreso elementalmente seguro. Las palabras de la candidata de López Aliaga a la vicepresidencia, lo dicen todo.
Las propuestas populares -legítimas para cualquier ser humano- asoman como intolerables cuando los peruanos cuestionan el “modelo” vigente porque el Estado actual, no está en capacidad de asegurar atenciones elementales en beneficio de las grandes mayorías.
Con voracidad insaciable, después de haber afirmado su fortuna especulando con el precio de los medicamentos, el valor de los balones de gas, el manejo de las clínicas privadas y la administración de universidades e institutos sin pago alguno de impuestos; hoy exige que se le permita comerciar la vacuna antiCOVID. Como ella, no puede ser adquirida en el mercado internacional sino por los Estados, reclama entonces al gobierno que se la proporcione, para usarla aquí a su antojo. Y se vale de la “Prensa Grande” donde sus áulicos repiten como papagayos el guion que se les dicta.
Si sumamos las propuestas primitivas de López Aliaga, los manejos mafiosos de Keiko, las ideas decimonónicas de Hernando de Soto y la ignorancia galopante de César Acuña; tendremos le síntesis de un mensaje orientado a restaurar en el Perú el régimen neonazi de Alberto Fujimori. Por eso es bueno que hoy se recuerde que los gobernantes de ese periodo que se llamó “la década dantesca” de la política peruana; no solo se robaron seis mil millones de dólares rematando empresas, pactando acuerdos leoninos y asumiendo compromisos a espaldas de los peruanos.
Desplegaron, además, una verdadera guerra de exterminio bajo el pretexto de enfrentar “la amenaza senderista”, artificialmente montada y administrada según los intereses de los servicios secretos del Perú y del exterior. Como pudo finalmente establecerse, el 75% de las víctimas de la represión, en ese entonces, integraban poblaciones originarias, eran quechua hablantes y vivían en zonas rurales. Barrios Altos y La Cantuta se llevaron la palma de crímenes horrendos
Pero fue el mundo agrario, el que se tiñó de sangre como consecuencia de una política alevosa que no tuvo más propósito que cavar una zanja infranqueable entre la Fuerza Armada y las poblaciones, a fin de destruir el binomio histórico del 68: la unidad del Pueblo y la Fuerza Armada como garantía de victoria.
En aquellos años -no hay que olvidarlo- se oficializaron las ejecuciones extra judiciales, la desaparición forzada de personas, las privaciones ilegales de la libertad, la tortura institucionalizada y la habilitación de centros clandestinos de reclusión. El Cuartel Los Cabitos, “La Casa Rosada” o las instalaciones del SIN con sus hornos crematorios en funciones, no fueron una leyenda, sino una lacerante realidad.
Se establecieron jueces sin rostro, procesos secretos, juicios sumarios y sentencias inicuas. Centenares, y aun miles personas, sufrieron en carne viva los efectos de una política “de pacificación” orientada a implantar la paz de cementerios. Miles de personas fueron condenados a Cadena Perpetua o a largos años de prisión por simples delaciones o acusaciones sin sustento.
Sólo en 1996 fueron detenidas 650 mil personas, el 90% de las cuales sufrió tortura. En el 2001, la Comisión de La Verdad fijó en 15 mil el número de personas desaparecidas en el periodo, Y ese registro, aún permanece abierto.
Tales las razones por la que cabe recusar el retorno a las prácticas siniestras y abrir paso al cambio que ofrece al país la única fuerza capaz de lograrlo: la que hoy encarna Verónica Mendoza.
Hay que actuar ahora sin medias tintas ni prejuicios, sin mezquindades ni tapujos. Esta es una hora decisiva. Aquí, se impone la fe del carbonero.