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Constitución europea e inmigración

Fuentes: Revista Laberinto

El Referéndum sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa ha sido una oportunidad perdida por las organizaciones políticas y sindicales para debatir con la ciudadanía qué modelo de Europa se está construyendo. Al contrario, este debate se ha hurtado mediante una campaña decididamente partidista del SI, que ha provocado incluso […]

El Referéndum sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa ha sido una oportunidad perdida por las organizaciones políticas y sindicales para debatir con la ciudadanía qué modelo de Europa se está construyendo. Al contrario, este debate se ha hurtado mediante una campaña decididamente partidista del SI, que ha provocado incluso algún aviso al gobierno por parte de la Comisión Electoral. Una vez efectuada la consulta, quedan patentes los inconvenientes de este modo de hacer las cosas. La baja participación empaña un resultado positivo que era tan

previsible como, en la tónica de la campaña, poco entusiasmante. Ahora, se nos dice, somos el ejemplo que Europa debe seguir, en el camino hacia un modelo de integración del que se ha efectuado un enorme esfuerzo mediático por destacar sus logros, mientras que sus carencias permanecían veladas en un proceso de mistificación en el que constantemente se destacaban las concordancias entre la izquierda partidaria del No y la derecha más radical. Somos, pues, los primeros en refrendar este modelo. Sin embargo sería un error considerar que, puesto que la ciudadanía se ha pronunciado al respecto, el debate debe cerrase. La urgencia electoral ha pasado, llega el momento del análisis reflexivo sobre qué puertas se abren y se cierran en los ámbitos del tratado. En este artículo nos centraremos en cómo queda la situación de los inmigrantes en el espacio europeo, analizando no sólo los principales aspectos del tratado, que han sido objeto de interesantes y lúcidos artículos1 sino las políticas que se derivan de la filosofía de la Carta y su repercusión en el ámbito de los Derechos Humanos.

Empecemos por el tratado: la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, incluida en la Parte II, ha sido la más resaltada en la campaña del Referéndum. Una miríada de personas2 del ámbito del espectáculo en sentido amplio: deportistas, artistas y célebres comunicadores, nos han desgranado en una multiplicidad de medios las hermosas palabras que componen el texto. Sin embargo, tal y como plantean Aguelo y Chueca (2005, pág. 5) éste presenta «tres lagunas o carencias principales. 1) La diferenciación entre derechos y principios; 2) el difícil acceso del individuo al Tribunal de Justicia y al Tribunal de Primera Instancia de la UE y 3) la desigualdad de derechos de los extranjeros». No vamos a entrar en el análisis de las dos primeras carencias, ya que el objetivo de este artículo es el de llamar la atención de la ciudadanía sobre las importantes restricciones que se les imponen a los extranjeros en el ámbito central de los regímenes democráticos: la regulación de sus derechos. Como es lógico, esta restricción no se encuentra presente en la formulación de los derechos, libertades y principios recogidos en el título I de esta Carta, y referentes a la Dignidad humana (artículo II-61), y los Derechos a la vida, (II-62) y a la integridad (II-63), la prohibición de la tortura, las penas o los tratos humanos degradantes (II-64) y de la esclavitud y el trabajo forzado (II-65). En todos estos artículos, así como en los recogidos en el título VI, referentes a la Justicia, se materializa el principio de igualdad y no discriminación entre ciudadanos y extranjeros de la UE, lo que no sucede con los otro cuatro Títulos de la Carta.

Empezando por el título II, Libertades: el artículo II-68 mantiene la titularidad de los derechos de protección de datos en la persona, por el mero hecho de serlo, y no en el ciudadano, sin embargo esta declaración entra en contradicción con el Sistema EURODAC que alberga los datos de los extranjeros que han solicitado asilo o han sido detenidos intentando entrar de manera irregular en cualquier Estado de la Unión. Esta base de datos ha sido suficientemente denunciada por las Organizaciones No Gubernamentales dedicadas a la vigilancia del cumplimiento efectivo de los Derechos Humanos, por lo que resulta cuanto menos contradictorio con la declaración que se efectúa en el artículo, aunque en la práctica va más allá de la contradicción, negando este derecho para las personas que solicitan asilo o intentan entrar al margen de lo dispuesto en las distintas legislaciones de extranjería.

Sin embargo, la contradicción sí aparece de manera explícita en el artículo II-75. Si en el punto 1. se afirma que toda persona tiene derecho a trabajar y a ejercer una profesión libremente aceptada, el punto 2. limita la libertad para la búsqueda de empleo, trabajar, establecerse o prestar servicios en cualquier Estado miembro a los ciudadanos de la Unión, señalando en el punto 3. una nueva restricción al punto 1. para los extranjeros: «Los nacionales de terceros países _se nos diceque estén autorizados a trabajar en el territorio de los estados miembros tienen derecho a unas condiciones laborales equivalentes (sic) a aquellas que disfrutan los ciudadanos de la Unión». En este caso se establece una triple diferenciación en los derechos: el derecho a trabajar lo poseen todas las personas, pero la libertad de buscar empleo, trabajar y establecerse o prestar servicios en cualquier estado miembro, que es el ámbito de expresión del derecho a trabajar, es patrimonio exclusivo de los ciudadanos de la Unión. Por otra parte, los extranjeros con permiso de trabajo se acogen a una figura cuanto menos ambigua: «derecho a unas condiciones laborales equivalentes», lo que, en principio, parece sugerir la quiebra del principio de igualdad y no discriminación. Para finalizar, hemos de señalar que la inmigración a la UE es muy mayoritariamente una inmigración económica, y que, por tanto las restricciones a los trabajadores inmigrantes se convierten en la práctica en una importante restricción de los extranjeros en el ámbito de los derechos económicos y sociales. Esta situación es particularmente grave en el caso del importantísimo número de trabajadores que las respectivas legislaciones de extranjería de los Estados de la Unión someten a un proceso de irregularización3, quienes quedan en una situación de exclusión de los derechos, al no poder acogerse, ni siquiera, a las «condiciones laborales equivalentes». Como plantean Aguelo y Chueca: (op. cit, pág. 12).

Por último, el artículo II-79 explicita que 1. se prohíben las expulsiones colectivas, y 2. que nadie podrá ser devuelto, expulsado o extraditado a un estado en el que corra el riesgo grave de ser sometido a la pena de muerte, a tortura o a otras penas o tratos inhumanos o degradantes. Este artículo se incumple en su apartado 1. con la normativa que permite las expulsiones colectivas en vuelos chárter fletados al efecto entre varios países de la Unión. Por otra parte, el reconocimiento de determinados estados como democracias impide las posibilidades de asilo y refugio en la UE para aquellas personas que han huido de una situación de grave riesgo personal. De nuevo no se tienen en cuenta los informes de las ONGs de derechos humanos sobre el sistemático incumplimiento que algunos Estados hacen de los mismos.

Coherentemente con la filosofía que parece inspirar el tratado en su consideración de los derechos de los extranjeros, en el título III, Igualdad, el principio de no discriminación (II-81) hace referencia a la prohibición de toda discriminación por razón de nacionalidad «en el ámbito de aplicación de la Constitución y sin perjuicio de sus disposiciones particulares».

En el ámbito de la solidaridad (Título IV) se explicita la denegación de derechos sociales a los inmigrantes irregularizados, ya que en su redacción queda de la siguiente forma: (Artículo II-94. 2.) «Toda persona que resida y se desplace legalmente dentro de la Unión tiene derecho a las prestaciones de la seguridad social y a las ventajas sociales de conformidad con el Derecho de la Unión y las legislaciones y prácticas nacionales». Los comúnmente conocidos como «ilegales» 4se convierten en este ámbito en NO sujetos de derecho.

Pero donde más se explicita la desigualdad en el acceso a los derechos es en el ámbito de expresión de los mismos propio de los regímenes democráticos: la ciudadanía. El derecho al sufragio activo y pasivo en las elecciones al Parlamento Europeo es patrimonio de los ciudadanos de la Unión, (Artículo II-99) al igual que sucede con las elecciones municipales (Artículo II-100). Por último, el artículo II-105 restringe la libertad de circulación y residencia a los ciudadanos de la Unión, señalando en el párrafo segundo que «podrá concederse la libertad de circulación y de residencia…a los nacionales de terceros países que residan legalmente en un estado miembro». En el caso de los inmigrantes regularizados, la libertad de circulación y de establecimiento deja de ser un derecho inherente para convertirse en una posibilidad, en la medida en que su concesión es una facultad potestativa de un ente que queda sin definir.

El análisis que acabamos de realizar dibuja un panorama evidente de segmentación en el ámbito de los derechos criticada por diversos intelectuales europeos: De Lucas, (2004) Martiniello, (2001) Shore, (2000) y otros, consagrando lo que algunos autores denominan «la política de los tres círculos»; (Bolzman, 1999) en el primer círculo estarían los ciudadanos comunitarios, titulares de todos los derechos en condiciones de igualdad y no discriminación, en el segundo círculo estarían los nacionales de países con los que se hayan suscrito acuerdos preferenciales entre los que se incluyan medidas para la circulación de trabajadores y aquellos inmigrantes que, aún proviniendo de países terceros con los que no se hayan suscrito acuerdos, hayan podido acceder a la regularización, que tendrían restringidos sus derechos y supeditados al mantenimiento de su condición de trabajadores, que no personas, con permisos de trabajo y residencia vigentes, y aquellos que no tendrían ni «el derecho a tener derechos» (de Lucas), consagrando un ámbito de exclusión que es incompatible con, por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de que son parte los 25 Estados de la Unión.

Hasta aquí el marco legal, sin embargo, el análisis del mismo es indisociable de la crítica al modelo social en el que se inspira, un modelo que va más allá del marco de la Unión Europea para inscribirse en las dinámicas de globalización que caracterizan a las sociedades contemporáneas.

El planeta es, más que nunca, un único lugar, pero está desigualmente construido. Las mecanismos mediante los que las personas intentan hacerse con su «lugar en el mundo» implican nuevas formas de participación social, que están en directa conexión con el incremento de los flujos en todos los campos de la interacción. En este ámbito, la gestión de la diversidad se convierte en un reto fundamental, que hay que enfrentar dotados de los instrumentos adecuados. En esta dinámica de flujos, las migraciones desafían las fronteras y los modelos de intercambio dictados por los Estados y las instituciones financieras internacionales. Suponen la afirmación de la voluntad de trascender las situaciones de exclusión a la que se ven sometidas una gran cantidad de personas en los lugares más pobres del planeta. Frente a este desafío, todas las normas, tratados y mecanismos judiciales, policiales y sociales tendentes a restringir el fenómeno demuestran su ineficacia. A lo largo de la historia, el ser humano ha probado su capacidad para reafirmarse como sujeto frente a todas las condiciones adversas para su reconocimiento. Por otra parte, intentar regular estos flujos en un contexto global marcado por la desregulación de los mercados de trabajo no deja de ser un ejercicio de voluntarismo que parece más destinado a la opinión pública de los Estados nacionales que al cumplimiento efectivo de las condiciones laborales marcadas por las leyes. En estas condiciones, la integración de los inmigrantes en el seno de las sociedades receptoras es un reto que concierne a Estados y ciudadanos, y que está directamente conectado con la implementación de medidas de reconocimiento de los derechos de los seres humanos que viven en sus territorios.

En este sentido, resulta necesario poner en cuestión determinadas visiones y planteamientos victimistas que, pese a sus buenas intenciones, construyen a los inmigrantes como objetos pasivos de las políticas de inmigración de los Estados. Es plausible que aquellos que apuestan por un mundo que esté regido por la lógica de los Derechos Humanos vean con frustración no exenta de legítima indignación cómo se atenta contra éstos, incrementando las situaciones de muerte de un número significativo de seres humanos, incluyendo no sólo la muerte física, sino también la política y la cultural. Sin negar la gravedad de muchas de las situaciones a las que deben enfrentarse los inmigrantes, hemos de reconocer la gran capacidad de éstos para sacar ventajas de una situación de partida altamente desfavorable. Así, el recrudecimiento de las políticas migratorias en la mayoría de los Estados está dando lugar a la implementación de nuevas estrategias, en las que la transterritorialización de las comunidades de migrantes juega un papel central. Los flujos migratorios no han cesado, sino que han adquirido nuevas formas, apoyándose cada vez más en las redes establecidas en las sociedades de destino, estrechamente interconectadas con las sociedades de origen. El resultado obtenido es una dinámica de cambios en los modelos migratorios, que ya no se basan de manera prioritaria en la obtención de documentos para la regularización, sino que aprovechan la invisibilidad a la que son sometidos por las leyes para poner en marcha un mecanismo caracterizado por la movilidad (nomadismo) y diversidad de actividades económicas desarrolladas por estos inmigrantes.

La imposibilidad de separar el estudio de los actuales modelos migratorios de las dinámicas de mundialización de la economía, por una parte, y de la constitución de áreas de mercado que suponen una reformulación de las formas específicas del Estado-nación, por otra, están en la base de los cambios mencionados. Estas realidades, estrechamente imbricadas, dan lugar a la aparición de nuevos modelos de transnacionalización, cualitativamente diferentes a los existentes en la división internacional del trabajo que caracterizaba al modelo fordista. La repercusión de este conjunto de procesos sobre las formas que adquieren los procesos migratorios pocas veces es tenida en cuenta en la formulación de las políticas migratorias y en el acceso a la ciudadanía. Por el contrario, puede observarse cómo las prácticas implementadas concentran sus esfuerzos en la regulación de los flujos, en una dinámica de progresiva restricción, en la que los Estados, y sus nuevas formas de organización de mercado y de participación política, siguen rigiéndose por planteamientos ideológicos vigentes en un contexto de regulación de los mercados de trabajo propio de un modelo de Estado del Bienestar que se encuentra en proceso de desarticulación. En este marco, la tendencia existente presenta un doble objetivo: el reforzamiento del modelo de Gasterbeiter, con la absoluta preeminencia de los contratos en origen, y un acceso a la ciudadanía jalonado de obstáculos y caracterizado por la restricción de los derechos de los inmigrantes, todo ello reforzado con una percepción maniquea de la inmigración, que distingue entre los buenos inmigrantes, aquellos necesarios que pueden acceder a los permisos de residencia y trabajo, y los malos inmigrantes, percibidos como delincuentes en un contexto de Sociedad del riesgo (Beck, 1998, b) que sirve de elemento legitimador para la construcción de la desigualdad jurídica, la segregación social y la sobreexplotación laboral.

Pese a los discursos, la realidad se empeña en hacer patente un incremento constante de los flujos migratorios, demostrando que la pretensión de impedir la llegada de los inmigrantes del Sur responde más a criterios de discurso político que al análisis científico de la realidad. Como demuestran los informes de las Naciones Unidas y del Banco Mundial, la pobreza, la desigualdad y la exclusión son fenómenos en expansión, que afectan a países e incluso continentes enteros, y que repercuten en mayor medida en las mujeres. En este contexto, la llegada de nuevos inmigrantes es un reto que habrá que afrontar con los instrumentos necesarios, de acuerdo a la realidad existente, y no sobre la base de unos discursos que la ignoran.

Nuestra hipótesis parte de la constatación de que el endurecimiento de las políticas migratorias, más que redundar en una disminución de los flujos, imprime a éstos unas nuevas características: feminización, incremento de la movilidad geográfica, diversificación de las actividades económicas, que se traducen en un incremento de la invisibilidad, de las dificultades para la inserción social, del rechazo xenófobo y de la delincuencia. En este contexto, las relaciones entre los autóctonos y los inmigrantes pueden desembocar, si se dan una serie de condiciones, en brotes racistas, cuyas repercusiones, a su vez, dificultan la convivencia intercultural. De hecho, nos encontramos ya en un momento en el que parece imponerse la idea de la compatibilidad cultural como elemento justificativo de la segmentación étnica de los mercados de trabajo y de la disparidad jurídica y social en la inserción de los inmigrantes, agrupados bajo la etiqueta de pertenencia a un determinado colectivo, por encima de su existencia individual, que, de todas formas, nunca había sido plenamente reconocida, si nos atenemos a la desigualdad de derechos que las sucesivas Leyes de Extranjería han venido consagrando en el espacio de la UE. En este mismo sentido, sería procedente interrogarse sobre si el modelo de ciudadanía característico de la Modernidad tiene validez en el seno de las sociedades de la globalización, o si es necesario replantearse nuevas formas de participación social en la medida en que los procesos de toma de decisiones tienen lugar en el seno de instancias diferentes de las que caracterizaban este periodo.

La restricción de derechos que supone en la práctica la aplicación de las respectivas leyes de extranjería de los Estados europeos, y la vinculación de las políticas migratorias a la lucha contra el terrorismo y la inseguridad ciudadana no son el marco adecuado para una política de integración. Bien al contrario, construyen y legitiman la exclusión política, la segregación social y la violencia simbólica contra los extranjeros. Como sucede con las voces que alertan contra los atentados ecológicos que se cometen en el planeta, las críticas de los que señalan los riesgos de estas políticas se ven a menudo silenciadas o descalificadas. Sin embargo, no sólo nos estamos jugando el destino de los centenares de miles de personas a los que los procesos de globalización han desarraigado de sus lugares de origen y de sus formas de vida, muchas veces de manera irreversible, sino nuestro propio modelo de sociedad.

Los derechos sólo serán humanos -en el sentido de patrimonio de toda la humanidad- si son inclusivos. Es decir, si garantizan la expresión igualitaria de la diversidad. Y esto se logrará cuando todas las voces puedan hacerse oír desde el uso de sus propias lenguas, cuando los individuos puedan expresar su pluralidad de mensajes en relación con sus diferentes identidades. Asumir esta tarea implica, como señala Balibar, (1994) que la participación en la ciudadanía debe ser cada vez más amplia, pero cada vez más diferenciada. Si esto conlleva la construcción de una nueva ciudadanía, o la propia deconstrucción del concepto y su sustitución por nuevos modelos de expresión y participación, es algo que sólo debe surgir del debate entre los diferentes sujetos sociales, en un proceso de negociación en el cual la paridad de representación y participación vaya encaminada a la eliminación de las desigualdades inherentes en los modelos sociales actualmente vigentes. Ello va más allá del cambio jurídico e institucional, y supone también un cambio en las formas dominantes de pensamiento sobre unas culturas que puedan reconocerse no sólo como «propias» de los grupos, sino como parte integrante de la riqueza, común y múltiple, de la Humanidad. Europa parece haber perdido una oportunidad para la integración en la diversidad. La tarea de resituar las prioridades en el ámbito de los derechos humanos es, probablemente, la principal labor de una ciudadanía activa y comprometida con el mundo en el que le toca vivir.

REFERENCIAS BIBLOGRÁFICAS

AGUELO, P. y CHUECA, A. (2005) «La Constitución Europea y…los extranjeros», Intermigra, Semiex.

BALIBAR, E. y WALLERSTEIN, I. (1991) Nosotros, ciudadanos de Europa, Madrid, Tecnos, 2003.

BOLZMAN, C. (1999) «Políticas de inmigración, derechos humanos y ciudadanía a la hora de la globalización: una tipología», en MARTÍN, E. y de la OBRA, S. Repensando la ciudadanía, Sevilla, Fundación El Monte.

De LUCAS, J. (2004) «Perplejidades ante la Constitución Europea», en Jueces para la Democracia. Información y debate, 50, pp. 5-10

MARTÍN, E., CASTAÑO, A., Y RODRÍGUEZ, M. (1999, a) Procesos migratorios y relaciones interétnicas en Andalucía. Una reflexión sobre el caso del Poniente almeriense desde la antropología Social. Sevilla, Consejería de Asuntos Sociales de la Junta de Andalucía/MTAS, col. OPI.

MARTÍN, E. (2003) Procesos migratorios y ciudadanía cultural, Sevilla, Mergablum.

MARTINIELLO, M. (2001) La nouvelle Europe migratoire. Pour une politique proactive de l’immigration. Bruselas, Labor

SHORE, C. (2000) Building Europe. The Cultural Politics of European Integration, London, Routledge.



http://laberinto.uma.es

Emma Martín Díaz –  Universidad de Sevilla.

 




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Ver bibliografía

2 El término personaje presenta unas connotaciones de reificación que son inaceptables para quienes hemos denunciado la cosificación de determinados colectivos sobre la base de su pertenencia a un sistema de sexo/género o a una etnia específica.

3 El término irregular parece indicar una cierta cualidad del sujeto, en la que el imaginario se proyecta en la voluntad del individuo para emigrar al margen de la ley. Sin embargo, y como las ONGs de apoyo a las personas inmigrantes y las propias asociaciones de los distintos colectivos nos repiten continuamente, ser «ilegal» no es una potestad de la persona, sino la consecuencia de políticas de denegación del derecho a emigrar, reconocido en el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en la que dicen haberse inspirado los autores del Tratado.

4 Aunque, como hemos escrito en otro lugar, Martín (1999) el término «ilegales» debería quedar acotado para aquellos empresarios que recurren a esta mano de obra al margen de la legislación laboral de los respectivos países de la Unión.