A veces arropamos a nuestros grandes muertos con fúnebre grandilocuencia, los cargamos de pesados elogios, los vamos sepultando cuanto más los exaltamos, hasta transformarlos en deidades, en seres intangibles a los que nosotros, por humanos, por predecibles, no podemos aspirar a alcanzar. El elogio se convierte entonces en una hábil excusa para la indiferencia, en […]
A veces arropamos a nuestros grandes muertos con fúnebre grandilocuencia, los cargamos de pesados elogios, los vamos sepultando cuanto más los exaltamos, hasta transformarlos en deidades, en seres intangibles a los que nosotros, por humanos, por predecibles, no podemos aspirar a alcanzar.
El elogio se convierte entonces en una hábil excusa para la indiferencia, en un sutil pretexto para la rendición de cualquier compromiso.
Nosotros, los humanos, no podemos ser dioses. Y para justificarlo precisamos ocupar los altares con santos que nos hagan notar la diferencia.
Y así hablamos de la «raza inmortal», de que se «inmolaron» por la patria.
O lo que tanto se parece que, como seres sobrenaturales, desafectos a la vida, buscaron para coronar su presentida muerte la mejor causa y el peor enemigo.
Se cumplen 45 años de la muerte en combate del coronel Fernández Domínguez, aquel que ideara el movimiento constitucionalista sobre la premisa irrenunciable de «lo que los militares le arrebatamos al pueblo, los militares se lo devolveremos». El mismo que decía «el uniforme cubre el cuerpo, no los principios». El mismo que en el asalto al Palacio Nacional, un día como ayer, en plena guerra de abril, caía con el cráneo destrozado sobre una acera de la 30 de Marzo.
El coronel Fernández no se «inmoló», no fue hacia la muerte de manera consciente, como quien se cree portador de un destino que, inevitablemente, le exige la vida.
El mismo hombre que seis días antes, en la casa de Juan Bosch en Puerto Rico, con los ojos en llanto, se abrazara a su hijo menor, Rafael Tomás, en el temor de que ese abrazo fuera el último. El mismo que amara a Arlette con la misma devoción con que fue amado, que había sabido esperar el momento adecuado mientras tejía la red constitucionalista que repusiera a Bosch en la presidencia, no buscaba la muerte. Eso sí, ejercía la vida.
Cuenta Galeano de Salvador Allende que el presidente chileno «varias veces había dicho que no tenía pasta de apóstol ni condiciones para mártir pero que, también había dicho que vale la pena morir por todo aquello sin lo cual no merece la pena vivir».
La apuesta es por la vida. La muerte suele ser una desgraciada consecuencia.
Bueno es hoy recordar y agradecerle, no el sacrificio de su muerte, sino el humano gesto de su vida, porque a gestos como el suyo es que debemos las precarias libertades que hoy siguen siendo necesario preservar.
Y que ojalá en Honduras cunda cuanto antes el ejemplo del coronel Fernández y otro iluminado coronel devuelva al pueblo lo que los militares le quitaron, que a los golpistas, y la historia no suele equivocarse, sólo se les saca a golpes.
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