Murió Francesco Cossiga, y en sus elogios fúnebres repitieron sin cesar la idea de que fue un gran estadista. Lo fue a juzgar por los cargos que desempeñó: secretario de Interior, ministro del Interior, presidente del Senado, presidente de la República. Lo fue también a juzgar por los honores y condecoraciones que le concedieron muchísimos […]
Murió Francesco Cossiga, y en sus elogios fúnebres repitieron sin cesar la idea de que fue un gran estadista. Lo fue a juzgar por los cargos que desempeñó: secretario de Interior, ministro del Interior, presidente del Senado, presidente de la República. Lo fue también a juzgar por los honores y condecoraciones que le concedieron muchísimos países. La prensa vasca, por ejemplo, se deshizo en alabanzas en reconocimiento a la ayuda a la causa vasca de Cossiga. Pero si algo nos han enseñado Andreotti y Cossiga es a pensar mal: ¿defendió Cossiga la causa vasca porque defendía los derechos de las minorías o bien porque la defensa de la causa vasca le era útil para otro fin, como por ejemplo, el de minar la influencia creciente de la rancia derecha española del «cabo furriel» Aznar en Europa, que amenazaba con restar importancia a la Democracia Cristiana italiana?
Cossiga fue también un gran estadista a juzgar por sus habilidades oratorias y retóricas. Anticipó a Berlusconi en cuanto maestro a la hora de marcar el compás mediático. Sus puyazos, salidas, bromas, agudezas y provocaciones mediáticas, conocidas como «picconate», crearon escuela en el «teatrino» de la política italiana. A diferencia del «gag» o el «sketch» televisivos de Berlusconi, las «picconate» de Cossiga eran más librescas. Prueba de ello es que eligió la locura -citaba a Erasmo y Tomás Moro a menudo- como artificio retórico. No le molestaba que dijeran de él que estaba loco; es más, era él mismo quien difundía esta idea. La locura le servía -como la broma a su pupilo Berlusconi- de excusa a la vez que de arma. Sólo a un loco se le puede permitir que diga que el 11S fue obra de los servicios estadounidenses y del Mossad; sólo un loco puede decir que la bomba de Bolonia era de matriz palestina, no fascista; sólo un loco puede decir que fue un misil de un caza francés lo que provocó la explosión del DC9 en que murieron 81 personas en Ústica. El loco goza del privilegio de hablar de lo inefable. El loco hace lo inefable verosímil, o irrisorio, según le convenga.
Si por gran estadista entendemos, en cambio, aquel que sacrifica la ideología por la praxis, el experto en Realpolitik o el Maquiavelo convencido de que el fin justifica los medios aunque estos sean los más violentos, reconoceremos que Cossiga fue, sin duda, un gran estadista. Pese a ser cristiano, «la voz más importante del catolicismo europeo» no dudó en ordenar la represión policial contra el movimiento estudiantil del 77, que se saldó con las muertes de los estudiantes Giorgiana Masi y Francesco Lorusso. El loco Cossiga, a quien diagnosticaron un síndrome bipolar, enseñaba cómo manipular la realidad desde la sombra: «Una política eficaz del orden público debe basarse en un vasto consenso popular, y el consenso se basa en el miedo, no de las fuerzas de policía, sino de los manifestantes». Se dice que el origen de su perturbación mental fue el caso Moro, durante el cual ocupaba el cargo de ministro del Interior. Al parecer, Cossiga fue víctima de una estructura superior que había decidido ya la muerte de Moro para evitar el compromiso histórico entre comunistas y democratacristianos, que habría abierto una brecha peligrosísima entre los dos bloques de la Guerra Fría. Su locura pudo deberse a la imposibilidad de hacer convivir el deber de salvar a su compañero, mentor y amigo de partido Aldo Moro con el de que prevalecieran los intereses atlantistas en Italia. Cossiga eligió la segunda, y luego, según Tana de Zulueta, se fingió loco, como el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas. Era el único modo para esquivar la terrible verdad de la que fue testigo, o tal vez protagonista. El caso Moro convirtió definitivamente a Cossiga en eso que entienden como «gran estadista»: le condujo al otro lado del espejo, al mundo del poder obsceno e inefable que recurre sin problemas a la violencia para mantener su idea de Orden, ese mundo sin cuya existencia no se explica ni la red Gladio de la que fue dirigente, ni el terrorismo fascista que parte de la matanza de Portella della Ginestra y llega hasta la estación de Bolonia pasando por Piazza Fontana, Brescia y el tren Italicus, ni tampoco el tránsito de la Primera a la Segunda República mediante las matanzas de los jueces Falcone y Borsellino y la la negociación entre Estado y Mafia, ni tampoco el proyecto de la logia P2, ni de la actual P3. El loco Cossiga, como el bromista Berlusconi, fue fundamental para que el pueblo conociera, entendiera y temiera al verdadero poder.
Dice Jack London que nos equivocamos cuando pensamos que es el sistema de recompensas o castigos lo que hace fuerte a la oligarquía: «La gran fuerza de los oligarcas es su convicción de hacer el bien». No quiso grandes fastos en su funeral: el loco Cossiga murió convencido de su rectitud.
Sí, Cossiga fue un gran estadista. Del Talón de Hierro.
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