Presentación hecha en el Foro «Comunidades y Estado Neoliberal en Guatemala, un conflicto irresuelto». Convocado por la Red de Solidaridad con Guatemala. Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. México D.F. 11 de abril de 2013.
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Desde 1996 cuando se firmó la paz que puso fin al conflicto armado interno, la sociedad guatemalteca ha ido mostrando nuevas formas de violencia, que son continuidad, pero también ruptura, en relación a la que observamos en el ciclo anterior, es decir aquel que arrancó en 1954 y culminó precisamente en 1996 con la firma de dichos acuerdos de paz.
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Un elemento de ruptura es que durante los años del conflicto armado interno, la parte esencial de la violencia, o por lo menos aquella que llamó la atención e los especialistas, fue la violencia política. Es decir aquella que provino desde el Estado contra sus opositores y también, la que ejercieron esto últimos en contra del Estado mismo y en general del orden establecido. En la etapa del posconflicto no ha sido la violencia política la que ha acarreado el mayor número de víctimas, sino ha sido la delincuencial, sea la que proviene de la delincuencia organizada o de la delincuencia común.
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La anterior aseveración puede constatarse con algunos recuentos y análisis que se han hecho durante los años del posconflicto. De acuerdo con datos de la Policía Nacional Civil y de la Comisión de Esclarecimiento histórico, el número de víctimas del conflicto armado interno ascendió entre 1960 y 1996 a aproximadamente 200 mil personas entre ejecutados y desaparecidos de manera forzada. Entre 1996 y 2010, el número de víctimas de la violencia delincuencial ascendía apoco más de 64 mil. Y se proyectaba que en los siguientes 36 años a partir del fin del conflicto, tal cifra podría ascender a poco más de 165 mil.
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Estamos lejos pues de vivir aquellos años en los cuales el terror militar, era la forma más visible de la violencia en Guatemala. Hoy la violencia más importante es en términos estadísticos es la que se observa a partir de los actos delincuenciales.
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Sin embargo es importante hacer precisiones que arrancan desde el título mismo de esta presentación. Una de ellas tiene que ver con lo que llamamos terror militar. Por tal entenderemos el ejercicio sistemático ejercido desde un Estado cuyo eje vertebral eran las fuerzas armadas y cuyo alto mando tenía un control esencial de la represión del Estado. Este control existió independientemente de que la represión la efectuaran las distintas unidades del ejército, las distintas corporaciones policíacas o por grupos que ejercían el terror clandestino como en su momento la Mano Blanca o posteriormente el Ejército Secreto Anticomunista. La otra precisión es que la violencia neoliberal no se agota hoy en la que generan la delincuencia organizada o común. La violencia neoliberal también es hoy ejercida por el Estado a través de la comisión de cruentos actos represivos ejercido de manera abierta (por ejemplo la matanza en la cumbre de Alaska) o por omisión como sucede con la acción impune que se ejerce mediante el asesinato, amedrentamientos y hostigamientos de los activistas de los derechos humanos y sociales.
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La violencia que se ejerció desde el Estado durante los años del conflicto armado fue una modalidad de violencia del estado que puede ser calificada como terror militar, porque fue el ejercicio de la violencia que no hizo distinción entre objetivos militares y población civil. En términos genéricos, esta es precisamente la definición de terrorismo: todo acto de violencia o amenaza de violencia extrema que no distingue a los objetivos militares de la población civil. Si hablamos de terrorismo de estado es por este tipo de violencia se hizo desde el Estado. Y si hablamos de terror militar es porque fueron las fuerzas armadas sus conductores y perpetradores fundamentales.
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Esto no quiere decir que la responsabilidad del terror estatal se haya agotado en las fuerzas armadas. Responsabilidad esencial cabe también en la clase dominante cuyos intereses eran preservados a través de la violencia y que cedieron la conducción del Estado a través de la dictadura militar. La gran matanza acontecida en Guatemala entre 1954 y 1996 pudo ser posible porque el conjunto de la clase dominante de manera abierta o vergonzante, la propició y la justificó. Cabe agregar que los sectores más extremistas de ella no sólo se beneficiaron del mantenimiento de un orden social excluyente e injusto sino fueron en ocasiones protagonistas activos del terror estatal.
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Por la forma en que el Estado se condujo en el ejercicio del terrorismo de estatal podemos distinguir al terror abierto del terror clandestino. La necesidad de mantener una fachada de democracia liberal hizo que las acciones de terror abierto fueran menos pero no ausentes: son elocuentes ejemplos la masacre de Sansirisay en mayo de 1973, la masacre de Panzós en mayo de 1978, el incendio de la embajada de España en enero de 1980. Sin embargo, la necesidad de la dictadura de embozarse en una democracia de fachada hizo que la inmensa cantidad de acciones de terror estatal fueron clandestinas. Entendemos por terror clandestino todas aquellas acciones de violencia terrorista que el Estado efectuó pero que lo hizo de manera embozada: la actuación del ejército o las policías en zonas rurales aisladas, la organización de grupos operativos encubiertos de ejecución extrajudicial y desaparición forzada, la utilización de membretes que encubrían la acción gubernamental, utilización de seudónimos, casas de seguridad etc.,
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Por la magnitud de la violencia también puede distinguirse al terror selectivo del terror masivo. El primero de ellos se observó a través de la ejecución extrajudicial o desaparición forzada de personas en lo individual las cuales habían sido escogidas merced a un trabajo previo de inteligencia contrainsurgente. Generalmente las víctimas del terror selectivo fueron militantes políticos y/o sociales o de los cuales se tenía sospecha de militancia subversiva. Entenderemos por subversión la acción de destruir, desmantelar o derrocar un orden opresivo e injusto. El terror masivo generalmente fue la ejecución extrajudicial o desaparición forzada en gran escala. Ejemplo prístino e terror masivo son las masacres de las comunidades mayas en el altiplano central y septentrional durante los primeros años de la década de los ochenta del siglo XX. Pero también el secuestro masivo de 27 sindicalistas de la Central Nacional de Trabajadores en junio de 1980 o el de los 17 sindicalistas en la finca Emaús Medio Monte en agosto de ese mismo año. Cabe hacer la precisión de que en muchas ocasiones el terror masivo tuvo también un carácter selectivo en tanto que por su actividad, lugar de vivienda o cualquier otro motivo, las víctimas fueron convertidas en un objetivo represivo.
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La dictadura militar ejerció de manera alterna el terror clandestino y el terror abierto según las coyunturas que fueron presentándose. De igual manera puede hablarse del terror selectivo y el terror masivo. En términos generales puede decirse que el terror selectivo fue una constante en la vida política del país y fue acentuándose en la medida en que el Estado guatemalteco se fue convirtiendo en una dictadura militar. Este proceso de conversión se cristalizó con el golpe de estado de marzo de 1963.
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El terror masivo se ha reservado en Guatemala para aquellos momentos en que se han observado amenazas sustanciales al orden establecido como fue el proceso revolucionario iniciado en 1954, el momento climático del primer ciclo guerrillero y finalmente la gran insurrección indígena articulada al clímax del segundo ciclo guerrillero. Por este motivo podemos decir que en el país se han observado tres grandes olas de terror: la que se observó con motivo de la contrarrevolución de 1954, la que se desató entre 1966 y 1972 para derrotar a la primera insurgencia armada. Finalmente la más grande de todas, la que se observó entre 1978 y 1984, para derrotar al segundo ciclo insurgente. Una vez abatidas estas amenazas o sublevaciones, el Estado retornó a los momentos del terror selectivo como una forma de mantenimiento del orden en tiempos de «normalidad».
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En la Guatemala del momento actual, el debate es si la matanza en gran escala que se observó en el país puede ser calificado de genocidio o simplemente como un crimen humanitario. Si entendemos el genocidio como la destrucción parcial o total de grupos humanos, en términos de la verdad histórica lo que ocurrió en Guatemala indudablemente fue un genocidio. La discusión se ha suscitado en el campo de la verdad jurídica. Esto sucede porque la Convención para la Sanción y Prevención del delito de Genocidio aprobada por la ONU en 1948, habla como tales grupos humanos solamente de los grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos. Alegan los adversarios de la interpretación como genocidio lo ocurrido en Guatemala, que en tanto no se persiguió destruir a ninguno de estos grupos, lo que sucedió en Guatemala no fue genocidio.
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Esta interpretación que es esgrimida sobre todo por la derecha contrainsurgente y sus abogados defensores, parten de una premisa cierta para llegar a una conclusión falsa. En efecto el sentido del genocidio en Guatemala no fue el de una «limpieza étnica» o etnocidio. El genocidio en Guatemala fue más bien un politicidio porque el objetivo de la matanza fue acabar con un grupo político, los comunistas (reales o supuestos) y no con un grupo étnico. Si se hubiera conservado el espíritu original de la iniciativa, tal como había sido concebida en 1947 y se hubiera agregado a los cuatro grupos anteriores a los grupos políticos, hoy no habría materia de controversia jurídica.
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La falacia contrainsurgente consiste en concluir que como no hubo intencionalidad etnocida no se puede hablar de genocidio. No importa que el genocidio anticomunista haya destruido parcialmente a diversos grupos étnicos en Guatemala, que haya provocado lesiones graves a la integridad física o mental de los integrantes de dichos grupos, que los haya sometido intencionalmente a condiciones de existencia que acarreó su destrucción física, que haya traslado por la fuerza a niños de estos grupos étnicos a otros grupos.
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El genocidio en Guatemala tuvo causas históricas de largo alcance: el hábito terrorista construido en la época colonial para mantener el orden en una sociedad sustentada en el trabajo forzado de los indígenas; el racismo construido para legitimar la represión y la expoliación a dichos pueblos indígenas; el orden dictatorial necesitado por la acumulación originaria y la articulación a la exportación cafetalera; la paranoia anticomunista surgida después de la insurrección de 1932 en El Salvador y llevada a su máxima expresión por la guerra fría; el miedo oligarca que generó la década revolucionaria de 1944-1954 y finalmente el orden heredado por la contrarrevolución de 1954 que fue excluyente, autoritario y con escasa legitimidad.
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El resultado de todo ello fue el surgimiento de dos otredades negativas que fueron la fuente de legitimación para el genocidio: «el indio» y «el comunista». Sabido es que las grandes matanzas siempre han necesitado de la construcción de tales otredades negativas para poder legitimar el exterminio en grandes magnitudes. Se construye un «nosotros» al mismo tiempo que se construye una alteridad que resume lo deleznable y lo que constituye una amenaza para ese «nosotros»: patria, familia, religión, identidad, raza. En Guatemala el «indio» fue expresión de una condición humana deleznable y expresada en vicios y defectos como la hipocresía, holgazanería, abulia, ignorancia y suciedad. El «comunista» fue expresión de seres humanos resentidos socialmente, apátridas, tributarios de Moscú y La Habana, enemigos de la religión y de la familia. Las otredades negativas unidas a una cultura autoritaria, oscurantista e intolerante se convirtieron en Guatemala en la cultura del terror. Por tal entenderemos un conjunto de valores políticos y morales intransigentes ante la diferencia y una propensión a eliminar al otro en lugar de entender sus razones.
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Hemos enfatizado ya en las diferencias que hay entre la violencia observada en Guatemala durante los años de la dictadura militar y la que hoy se observa en el contexto de la democracia neoliberal. Pero es necesario enfatizar en las continuidades. Por ejemplo la persistencia actual de la cultura del terror generada por el pasado colonial y la paranoia anticomunista. Hoy esta cultura del terror ha agregado nuevas otredades negativas a las que ya existían. En el contexto delincuencial que ha desatado el neoliberalismo ha surgido «el delincuente» figura que generalmente es asociada a la delincuencia común asociada a la pobreza. La predilección de la cultura del terror por la eliminación de las otredades se expresa en esta ocasión en la popularidad urbana que tiene la noción de «limpieza social» denominación positiva que tiene la ejecución extrajudicial del malhechor.
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Si el auge delincuencial crea sus propias otredades negativas, las necesidades de la voraz acumulación neoliberal también crea las suyas. La expansión capitalista neoliberal que se apropia de ámbitos, territorios y productos antes no apetecidos por el capital, ocasiona perjuicios como son la depredación ambiental, el envenenamiento de las aguas, la disminución del afluente de las mismas, la expropiación de tierras, la destrucción de tejidos sociales y culturales y por tanto, la rebelión de todos los que se sienten afectados por tales atrocidades. Los llamados megaproyectos como son las minas a cielo abierto, las cementeras, hidroeléctricas, proyectos carreteros, cultivos de gran demanda en el mercado mundial (palma africana o caña de azúcar), la precariedad laboral, los bajos salarios, las reformas educativas neoliberales y las resistencias o rebeldías que generan, se plasman en la cultura del terror en una nueva otredad negativa: el «bochinchero». Es decir todo aquel o aquella que organiza tumultos, barullos, alborotos o asonadas. «Bochincheros» son pues todos los activistas de los derechos humanos y sociales. También aquellos que luchan contra la impunidad de la que han gozado los violadores de los derechos humanos durante el conflicto interno. El «bochinchero» se asocia a otra categoría que tiene hoy una dimensión latinoamericana como es el «populista» y ambas son continuación en los tiempos de la posguerra fría, de la otredad negativa del «comunista». Y si el «comunista» era tributario de Moscú y La Habana hoy el «bochinchero» lo es de Noruega y Suecia.
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En la lógica de la cultura del terror el «bochinchero» es un disolvente social que destruye la paz social que necesita Guatemala para encauzarse por el desarrollo. El desarrollo es lo que hacen los buenos guatemaltecos con su trabajo al propiciar la modernización que necesita el país. Desarrollo y modernización son todos los emprendimientos que invierten capital, crean fuentes de trabajo y construyen la senda del progreso. El «bochinchero» a menudo es un antiguo guerrillero o terrorista que no acepta la derrota que el ejército propinó a la guerrilla y que busca venganza en lugar de justicia. Por eso persigue el encarcelamiento de militares y civiles que defendieron la patria del comunismo y con ello abren viejas heridas, continúan por otras vías el conflicto interno y con ello están provocando una nueva guerra interna en Guatemala.
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La consecuencia de la anatematización que genera la cultura del terror es una suerte de permisividad social ante el asesinato, agresiones físicas, amenazas de muerte, encarcelamientos de activistas de derechos humanos y sociales o bien de cateos, asaltos y destrucción de bienes a organizaciones sociales. Lo que desde hace años observamos de manera creciente en Guatemala es el terror selectivo que se ceba en dichos activistas. Durante la guerra fría el terror selectivo y masivo, abierto y clandestino se efectuó en nombre del anticomunismo para aplastar las sublevaciones que genera un orden político (dictadura) y social (miseria y desigualdad) de carácter excluyente. En el contexto de la democracia neoliberal el terror sobre todo selectivo continúa a efecto de garantizar el orden que necesita la voraz acumulación capitalista neoliberal. Al igual que aconteció en los años de la reforma liberal del siglo XIX, lo que hoy estamos observando es un cambio en el modelo de acumulación que sustituye al fordista y keynesiano por uno más depredador, el neoliberal. Esto implica un ejercicio de la violencia que confirma el planteamiento de Marx de que en ocasiones la misma se convierte en una categoría económica.
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Un recuento de las agresiones contra activistas de derechos humanos y sociales publicado en 2011 por la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala (UDEFEGUA), consignaba que entre enero de 2000 y febrero de 2011 habían ocurrido 2,285 agresiones. Estas agresiones comprendían desde asesinatos hasta amenazas telefónicas pasando por detenciones ilegales, persecuciones, robos y violaciones sexuales. Se observaba una tendencia creciente en el número de agresiones pues si en el año 2000 las mismas ascendía a 59, en 2009 llegaban a 353 mientras que solamente en enero y febrero de 2011 las mismas ascendían a 202. Contrastándolo con el año anterior (2010) en el cual las agresiones habían llegado a 305, en sólo los dos primeros meses de 2011, las agresiones a los activistas ya comprendían el 66% de todas las que habían acontecido en el año anterior. En los primeros dos meses de 2011, el promedio diario de agresiones a los activistas era de 3.4 y comparado con el primer bimestre de 2010, el de 2011 acusaba un aumento de las mismas era de un 336%. Resulta revelador el que de las 202 agresiones acontecidas en el primer bimestre de 2011, 175 (87%) fueron dirigidas hacia pueblos indígenas y ambientalistas. Es decir las comunidades que se estaban luchando contra los proyectos cementeros y de minería abierta como acontecía con los pobladores de San Juan Sacatepéquez (Departamento de Guatemala) y San Miguel Ixtahuacán (San Marcos). En ese primer bimestre de 2010, 10 activistas fueron asesinados. Figuraron entre los asesinados sindicalistas, activistas comunitarios, artistas independientes, asociados gremiales y activistas indígenas.
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Las agresiones de diverso tipo, entre ellas el asesinato, de dirigentes y activistas sociales es algo que se está dando independientemente del signo político que tenga el gobierno de turno. Hemos consignado cómo durante el gobierno de Álvaro Colom, las cifras de agresiones crecieron y cómo en el primer bimestre del último año de su gobierno (2011) los datos fueron particularmente cruentos. En marzo y mayo de 2011 los campesinos K’ekch’is del valle del Polochic fueron objeto de brutales desalojos en beneficio de empresarios cañeros de la región. El nuevo gobierno encabezado ahora por el general Otto Pérez Molina se ha visto involucrado en masacres como la observada en la cumbre de Alaska contra los 48 cantones de Totonicapán. Entre febrero y marzo de 2013 el saldo ha sido de nueva cuenta cruento: el asesinato del dirigente campesino Tomás Quej (28 de febrero), del dirigente Ch’ortí Ignacio López Ramos (5 de marzo), del dirigente popular Carlos Hernández (8 de marzo), del líder Tz’utujil Jerónimo Sol (12 de marzo), la captura arbitraria del activista de los derechos humanos Rubén Herrera (15 de marzo), el secuestro de cuatro dirigentes del pueblo Xinca y el asesinato de uno de ellos (Exaltación Ucelo, 17 de marzo), los asesinatos de la sindicalista salubrista Santa Alvarado (21 de marzo), la sindicalista municipal Kira Enríquez (22 de marzo). A esto hay que agregar allanamientos, amenazas de muerte, intentos de secuestro. Entre enero y octubre de 2012 organizaciones de derechos humanos registraron 254 ataques a defensores de derechos humanos y sociales.
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La gran cuestión a discernir es el papel del Estado en todos estos acontecimientos represivos. Podemos advertir una autoría estatal evidente en los actos de represión abierta (por ejemplo el despojo y represión en el Valle de Polochic en 2011 o en la matanza de la cumbre de Alaska en 2012). En los actos de terror selectivo la autoría puede ser a través de agentes estatales encubiertos o escuadrones de la muerte amparados en la impunidad. Buena parte de los asesinatos y otro tipo de agresiones han sido imputadas a sicarios probablemente pagados por las empresas involucradas en los proyectos mineros, cementeros o hidroeléctricos. Probablemente sea el caso de los tres campesinos indígenas asesinados en Santa Cruz Barillas (Huehuetenango) el 1 de mayo de 2012. En todo caso estamos viviendo ahora de manera creciente una violencia neoliberal en la cual el Estado por comisión o por omisión es responsable de estas acciones que vuelven a ser actos de terror dirigidos a aniquilar cualquier voluntad de rebeldía o transformación.
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Finalmente, hay que terminar estas reflexiones por donde fueron comenzadas. A 16 años de haber concluido el conflicto interno con la firma de los acuerdos de paz de diciembre de 1996, el terror estatal protagonizado por la dictadura militar ha sido sustituido por una violencia generalizada que tiene diversos actores. Entre estos se encuentra el crimen organizado -expresado fundamentalmente por el narcotráfico-, que tiene una presencia apabullante en el Estado y sociedad guatemaltecos. Además del narcotráfico se observa la creciente delincuencia común que asuela particularmente al área metropolitana del país. Estas violencias son expresión de un Estado fallido que en realidad expresa una sociedad fallida, la del fracaso neoliberal. A la par de esta violencia puede también observarse la que la acumulación capitalista provoca para poder lograr la reproducción ampliada del capital a través del despojo, la expoliación y la depredación ambiental. El Estado guatemalteco participa activa o pasivamente, por comisión o por omisión en esta última forma de violencia que tiene los rasgos del terror selectivo. La violencia de la democracia neoliberal en Guatemala presenta pues rupturas en relación a la violencia que se observó durante los años de la dictadura militar. Pero también hay continuidades en la cultura del terror, el hábito contrainsurgente, en el recurso del miedo para la reproducción de la ganancia y el privilegio.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.