«…la situación colonial no es lo mismo que la situación de dependencia. Aunque se dé una continuidad entre ambas, no son homogéneas».
Ruy Mauro Marini
El colonialismo jurídico es un concepto que se agrega al acervo lingüístico latinoamericano con connotaciones con los procesos e intentos de dominación de las grandes potencias, en particular, de Estados Unidos sobre Nuestra América.
En su alocución ante el inicio de las actividades judiciales del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, el presidente Nicolás Maduro en relación con los intentos fallidos de deponer la revolución bolivariana y a su gobierno mediante «poderes paralelos» desde el exterior, sentenció que:
«Luego de fracasar por todas estas vías del poder paralelo, por todas estas vías de agresiones económicas y amenazas militares, ahora el imperio norteamericano pretende ensayar contra Venezuela el llamado colonialismo jurídico, preparémonos para denunciar al colonialismo jurídico que pretenden imponer a nuestro país» (Sputnik, 27 de enero de 2022).
Esta afirmación es fundamental porque contiene varias aristas. En primer lugar, revela el fracaso del imperialismo norteamericano por imponer su dominación al estilo en que estaba acostumbrado en el pasado histórico cuando gozaba de plena hegemonía y supremacía en las relaciones internacionales, particularmente, después de la disolución de la Unión Soviética y del Bloque Socialista que ocurrió a principios de la década de los noventa del siglo pasado y que culminó con la independencia de las 15 Repúblicas de la ex-URSS y que se consagró en el conocido Tratado de Belavezha del 8 de diciembre de 1991. Esto marcó, en el plano ideológico y político geoestratégico, la reafirmación del unilateralismo norteamericano por parte de Washington a partir de los gobiernos sucesivos que guiaron su acción internacional bajo ese principio dogmático con pretensiones de devolver, para la clase dominante norteamericana y los halcones del pentágono, la supremacía histórica que alcanzó, particularmente, después de la llamada segunda guerra mundial cuando reemplazó al imperialismo británico.
En segundo lugar, si bien Estados Unidos ha impuesto una especie de protectorados incondicionales en América Latina, como es el caso sobresaliente de Colombia que alberga en su territorio 9 bases militares norteamericanas o de Puerto Rico, bajo la sombra de su Doctrina Monroe («América para los ‘americanos»), sin embargo, a partir del inicio del siglo XXI ha tenido que enfrentar una primera ola de gobiernos conocidos como progresistas (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, entre otros) que reafirman su soberanía con pretensiones de independencia de los grandes bloques imperialistas. Este fenómeno, vigente hasta la actualidad, ha sido el motivo del desencadenamiento de una furibunda agresividad imperialista contra pueblos y gobiernos que no se enmarcan en la lógica de dominación de Estados Unidos mediante la implementación de golpes de Estado llamados suaves, parlamentarios, judiciales acompañados de la imposición de «sanciones» (que más bien son agresiones), de bloqueos económico-financieros, marítimos y de todo tipo de medidas encaminadas a desgastar las bases socio-políticas y populares en que se apoyan esos procesos progresistas para finalmente derrocar a sus gobiernos en turno e imponer nuevos regímenes represivos afines a los intereses de Washington.
Esta etapa marca una diferencia histórica respecto a los golpes de Estado ocurridos en América Latina por lo menos desde el derrocamiento violento del gobierno constitucional de Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954, caracterizados por el proceso moderno de la contrarrevolución latinoamericana y la imposición de los Estados de Contrainsurgencia hasta la emergencia de la eufemística «democratización» que inicia a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado.
Este proceso de imposición de las dictaduras militares, que culmina en el Estado de Contrainsurgencia (reivindicado posteriormente por presidentes como el chileno Sebastián Piñera, el colombiano Iván Duque o el brasileño Jair Bolsonaro), es resumido por Marini en los siguientes términos:
«…la contrarrevolución latinoamericana se inicia con un periodo de desestabilización, durante el cual las fuerzas reaccionarias tratan de agrupar en torno a sí al conjunto de la burguesía y de sembrar en el movimiento popular la división, la desconfianza en sus fuerzas y en sus dirigentes; continúa a través de un golpe de Estado, llevado a cabo por las Fuerzas Armadas, y se resuelve con la instauración de una dictadura militar» (Ruy Mauro Marini, «La cuestión del fascismo en América Latina», Cuadernos Políticos, n. 18, México, editorial Era, octubre-diciembre de 1978, pp. 23-24).
Ante el desgaste de este modelo imperialista de imposición de dictaduras mediante el golpe de Estado, en el curso de los ochenta, Estados Unidos, junto con los bloques dominantes de poder de la burguesía dependiente y las fuerza militares sellarán consenso para impulsar la «democratización» del Estado restituyendo sus poderes clásicos (ejecutivo, legislativo y judicial) junto con un Cuarto Poder (supuestamente resguardado en sus cuarteles) correspondiente a la casta militar, en algunos casos, representada en órganos supranacionales como los Consejos de Seguridad Nacional (CSN) donde gobierna el capital nacional y extranjero, las oligarquías y las burguesías dependientes, fuertemente comprometidas con la imposición y desarrollo del patrón de acumulación y reproducción neoliberal del capitalismo dependiente y subdesarrollado en la región.
De este modo, surgirá una nueva fase histórica de imposición de los intereses geopolíticos y estratégicos norteamericanos que se va a diferenciar respecto a los «golpes clásicos» de Estado, ortodoxos, por decirlo así, ocurridos en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo XX.
La primera diferencia de los actuales golpes de Estado, suaves, institucionales o también denominados parlamentarios, respecto a los del pasado perpetrados por los militares y la oficialidad castrense, deriva del hecho de las prácticas políticas por parte de los gobiernos y los movimientos populares, que rebasan los marcos impuestos por las democracias «gobernables, restringidas y viables», diseñadas y toleradas por Washington.
Una segunda diferencia respecto al pasado radica en que los golpes de Estado se producen en pleno proceso de prevalencia de las democracias parlamentarias y donde no se hace necesaria – por lo menos hasta ahora como mostraron los casos del derrocamiento de los presidentes Manuel Celaya en Honduras en junio de 2009 y de Fernando Lugo en el Paraguay mediante juicio político en junio de 2012 – la intervención directa de las fuerzas armadas, sino que la participación de las oposiciones de derecha y ultraderecha que echan mano de la institucionalidad burguesa (elecciones, sistemas judiciales, decretos presidenciales, promulgación de leyes como la de la amnistía para liberar de las cárceles a los políticos presos, el uso de la «revocación del mandato», como en Venezuela, reclamada por la oposición pronorteamericana atrincherada en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), aunada al uso de la violencia (como las guarimbas venezolanas) en el contexto de un extendido proceso de guerra económica, psicológica, financiera, de desprestigio de los presidentes y sus gobiernos, así como del uso de los medios de comunicación y de las redes sociales para desprestigiar a los «peligrosos» gobiernos progresistas. Toda una cantinela que, desafortunadamente, prende en algunos sectores de las masas populares y de las clases medias que termina por legitimar la imposición de las fulminantes políticas y reformas neoliberales, como en la Argentina del empresario Macri y de Brasil con Michel Temer y Jair Bolsonaro.
La tercera diferencia que observamos, respecto a los golpes tradicionales del pasado, es que el inicio del proceso contrarrevolucionario promovido por la derecha y la ultraderecha latinoamericana, marca la pauta para que esas fuerzas desencadenen toda una campaña de desprestigio e incriminación de los gobiernos progresistas como «responsables» únicos y directos de la crisis económica y social, así como en la imposibilidad de resolver las grandes carencias de la población en materia de salud, alimentación, suministro de víveres, educación y seguridad social. Para ello, utilizan las grandes cadenas privadas nacionales e internacionales de los medios de comunicación para «legitimar» entre la población las «bondades» del neoliberalismo y los «fracasos» y «metas incumplidas» de los progresismos.
Una cuarta diferencia, consiste en el hecho de que, en vez de que el proceso contrarrevolucionario continúe en el golpe de Estado con la intervención y presencia de las fuerzas armadas, reviste, como dijimos, un carácter parlamentario que simula la esencia golpista de las acciones contrarrevolucionarias. En quinto lugar, en vez de que el golpe culmine con la clásica dictadura militar, como la que se estableció luego del golpe de Estado en Brasil en 1964 o en Chile en 1973, el proceso se resuelve con el establecimiento de gobiernos civiles, formalmente «democráticos», reaccionarios, neoliberales y conservadores articulados a las prácticas contrainsurgentes y geopolíticas del imperialismo norteamericano. Por último, lo que desde cierta perspectiva sociológica y política asemeja los actuales golpes parlamentarios en curso con el fascismo, es que aquéllos se revisten de un cierto «contenido popular» (populismo de derecha) y «democrático» para lograr el apoyo de algunos sectores de la población y de las clases medias a las derechas y a los gobiernos golpistas, como se observó claramente en el caso del golpe de Estado policial-militar y cívico en Bolivia contra el gobierno legítimo y constitucional del MAS y del presidente Evo Morales o en el caso del «golpe blando» ocurrido en Honduras donde, mediante fraude electoral y a sangre y fuego perpetrado por los militares, se impuso la reelección del presidente Juan Orlando Hernández, acusado por la Fiscalía de New York de usar dinero proveniente del narcotráfico, en las elecciones celebradas el 26 de noviembre de 2017 con el beneplácito de la OEA y de Estados Unidos.
Al haber fracasado hasta ahora todas las tentativas de golpe de Estado contra el gobierno constitucional y legítimo de Venezuela, desde la auto proclamación en una plaza pública del «presidente encargado» por Washington, Juan Guaidó, la bravuconada de introducir supuesta «ayuda humanitaria» a Venezuela desde la frontera con Colombia; luego del artero ataque contra las plantas e instalaciones del sistema eléctrico del país, pasando por las ineficaces «sanciones» imperialistas del gobierno de Trump, y el evidente desinflamiento de la oposición conservadora, nuevamente Estados Unidos baraja la posibilidad de la intervención externa utilizando a alguno de sus peones latinoamericanos. Le tocó su turno al presidente fascista de Brasil, Jair Bolsonaro, quien hizo declaraciones públicas de invadir a Venezuela sin reparar en las causas por las cuales desencadenar tal acción. En este tenor el exsecretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, realizó una gira por Latinoamérica para intentar organizar esa agresión contando con, además de Brasil, los buenos e incondicionales oficios de los gobiernos neoliberales de Chile, Perú, Paraguay y Colombia.
Este «ciclo» de golpes suaves comenzó con la destitución del presidente hondureño, Manuel Zelaya, en 2009 y del presidente paraguayo, Fernando Lugo, tres años después. La asonada continuó el 6 de diciembre de 2015 cuando la ultraderecha venezolana ganó la Asamblea Nacional donde se atrincheró para intentar, infructuosamente y bajo la conducción del gobierno norteamericano, derrocar al gobierno constitucional y legítimo de Nicolás Maduro. Luego siguió el triunfo electoral, en segunda vuelta y por un estrecho margen de no más de 3 puntos, del empresario Mauricio Macri (el 22 de noviembre de 2015), la destitución de la presidenta constitucional brasileña, Dilma Rousseff, mediante «impeachment» (impedimento) el 31 de agosto de 2016 y el arribo del presidente de facto, Michel Temer que cimentó la llegada electoral posterior, en segunda vuelta, del filofascista Jair Bolsonaro, el 28 de octubre de 2018.
Es en este contexto que, a nuestro juicio, emerge como un salvavidas del imperialismo norteamericano, el concepto de «colonialismo jurídico» tendiente a legitimar nuevas aventuras golpistas contra los gobiernos que Estados Unidos estima de «progresistas» y «peligrosos» a sus intereses estratégicos en una región —su «patio trasero»— que es vital para fortalecer su enfrentamiento estratégico contra las (nuevas) potencias emergentes, como Rusia y China, de verdadero porte nuclear, que son fuertes promoventes del multilateralismo y del mundo policéntrico que contradice, y enfrenta, el carcomido e inviable unilateralismo del imperialismo norteamericano.
Para entender este proceso de imposición de poderes supranacionales paralelos por parte de un Estado extranjero y de fuerzas sociales y políticas internas y externas, es preciso entender la diferencia existente entre el concepto de dependencia y de colonialismo. Es Marini quien la advierte cuando escribe que: «…la situación colonial no es lo mismo que la situación de dependencia. Aunque se dé una continuidad entre ambas, no son homogéneas» (Dialéctica de la dependencia, Era, México, 1973, p. 19).
Y en efecto, colonia y dependencia no son sinónimos, sino que a la par que se diferencian, al mismo tiempo, guardan una situación de continuidad de algunos de sus rasgos esenciales (exportación de materias primas, dependencia de las inversiones extranjeras, permanencia de los latifundios capitalistas y de la renta agraria en manos de poseedores extranjeros) en el periodo posterior a la independencia política y la formación de los Estados nacionales.
De esta forma, la dependencia configura una situación histórico-estructural “…entendida como una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes, en cuyo marco las relaciones de producción de las naciones subordinadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada de la dependencia” (Marini, Dialéctica de la dependencia, op. cit., p. 18).
Ante el fracaso de las intervenciones (militares) extranjeras, los golpes de Estado ortodoxos, el bloqueo económico contra Cuba y Venezuela; la imposición de «sanciones» (eufemismo que encubre las agresiones económicas y financieras); el financiamiento de las oposiciones políticas y de todo tipo de ONGs, la constitución por Estados Unidos del Grupo de Lima para derrotar a los gobiernos considerados enemigos de Estados Unidos y el ataque sistemático y directo de los medios hegemónicos de comunicación (CNN) en el contexto de tres procesos electorales enmarcados en el progresismo (Perú, Chile y Honduras), Estados Unidos viene implementando el colonialismo jurídico mediante la construcción de poderes paralelos externos a la nación agredida, como en el caso de Venezuela, donde poderes espurios operados desde el exterior como el legislativo, el judicial (TSJ, la Fiscalía de la Nación) y el diplomático (las embajadas secuestradas en Estados Unidos, así como el nombramiento de espurios embajadores en Colombia) son operados por la oposición apátrida desde Miami, Madrid y Bogotá con el irrestricto apoyo de Estados Unidos. Lo mismo ocurre con el petróleo de la empresa venezolana CITGO, filial de PDVSA, secuestrada por el imperialismo norteamericano y de 31 toneladas de oro venezolano por el británico con un valor de mil millones de dólares que disputa el usurpador Guaidó. El «nombramiento» como «presidente encargado» de Venezuela por Trump de este sujeto apátrida, y su ratificación por el actual presidente «demócrata», Joe Biden, así como la manutención del reconocimiento norteamericano de la extinta Asamblea Nacional controlada por la oposición golpista de ese país, junto a otros hechos como el desconocimiento del proceso electoral nicaragüense y de su presidente Daniel Ortega o los intentos golpistas contra el presidente boliviano, Luis Arce, entre otros, configuran un «modelo» de colonialismo jurídico impulsado por Estados Unidos para «legitimar» jurídicamente, bajo el imperio de las leyes norteamericanas y supuestamente en atención a las del país agredido, el intervencionismo y el golpismo disfrazados de «democracia» y de «defensa» de los «derechos humanos».
Mientras que el colonialismo de viejo cuño, impuesto por los países imperialistas en el período posterior a la conquista y agresión de los pueblos originarios de Nuestra América, directamente se administraba, política y militarmente, desde las metrópolis expansionistas capitalistas (España, Inglaterra, Francia, Portugal), este nuevo colonialismo jurídico ocurre dentro de las propias fronteras del Estado nación territorial, en contubernio con las fuerzas burguesas y oligárquicas que lo impulsan y retroalimentan con el objetivo de fracturar a la sociedad, a los poderes públicos y mutilar y reformar la Constitución política del país.
La alerta lanzada por el presidente venezolano, en el sentido de que los pueblos se tienen que preparar y organizar «…para denunciar al colonialismo jurídico», más allá de las diferencias político-ideológicas que pudieran existir entre las fuerzas progresistas y de izquierda, constituye una necesaria y urgente gesta de lucha permanente de los pueblos y los trabajadores de Nuestra América para contrarrestar los intentos golpistas y anexionistas del imperialismo y de las derechas apátridas internas que sirven a sus intereses estratégicos.
Adrián Sotelo Valencia. Sociólogo, investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la FCPyS de la UNAM.
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