Al hilo de la decisión de Sarkozy de expulsar a la población gitana, el autor remarca la gravedad de imputar la inseguridad a los «sectores sociales y culturas minorizadas de condición migrante». Denuncia el intento de nutrir un monstruo devastador que se alimenta de «estereotipos, prejuicios y actitudes racistas» y vomita expulsando a las poblaciones […]
Al hilo de la decisión de Sarkozy de expulsar a la población gitana, el autor remarca la gravedad de imputar la inseguridad a los «sectores sociales y culturas minorizadas de condición migrante». Denuncia el intento de nutrir un monstruo devastador que se alimenta de «estereotipos, prejuicios y actitudes racistas» y vomita expulsando a las poblaciones sobrantes y desocupadas que no sirven como «mano de obra barata, dócil y subalterna». Finaliza advirtiendo de que si nada hacemos, nadie hará nada por nosotros cuando nos toque.
La decisión del Gobierno de Sarkozy de expulsar a la población gitana está alimentando la mentalidad ultraderechista, así como los discursos y prácticas xenófobas, en las cada vez más viejas y conservadoras sociedades europeas. Pero lo más grave es que busca explícitamente imputar los supuestos problemas de inseguridad a los sectores sociales y a las culturas minorizadas asentadas y/o emergentes por su condición de migrantes recientes.
Sin embargo, ésta es la ciudadanía europea cuyo derecho a la seguridad, como derecho imprescindible para poder disfrutar de cualquier otro derecho fundamental, se está viendo no sólo amenazado, sino suspendido.
La seguridad es, entre otras muchas cosas, el derecho a disponer de los bienes y servicios básicos para la subsistencia, el derecho a ser tratado en igualdad de condiciones legales con el resto de los ciudadanos europeos, el derecho a poder circular libremente. Es el derecho a tener la seguridad de que nuestros hijos van a poder comer, recibir educación, tener agua potable, un techo donde dormir, aunque sea el de una vieja caravana o chabola.
Este derecho a la seguridad es el que los gobiernos de los países enriquecidos de Europa en particular y, del mundo en general, niegan a las mayorías sociales empobrecidas económicamente y marginadas culturalmente. En aras de la defensa de la seguridad de las minorías pudientes y bien consideradas, se niega la seguridad, es decir, el derecho a la subsistencia, a las mayorías excluidas, expulsadas y criminalizadas.
Las derechas y las autodenominadas centro-izquierdas en Europa están nutriendo un monstruo devastador, están contribuyendo con sus medidas de expulsión selectiva al crecimiento de los estereotipos, prejuicios y actitudes racistas en la población, de los que se valen los estados, partidos, movimientos y líderes ultraconservadores que tantos genocidios y holocaustos han ocasionado a lo largo de la historia triste de Europa en particular y de la humanidad en general.
Los últimos acontecimientos en Francia, y la prepotencia de su presidente para con las instituciones europeas y los pocos líderes de otros países que se puedan atrever a cuestionar su política ilegal, no augura precisamente un futuro de cohesión para esa Europa unificada y social que se propugna simbólicamente pero se aleja cada vez más de la vida real de la gran mayoría de sus habitantes.
Ahora que ya los ciudadanos de primera de los países más ricos de Europa han conseguido cerrar la muralla europea por el flanco este, que pueden invertir y comerciar sin fronteras internas, quieren dejar claro que la libre circulación de personas dentro de la muralla europea tiene sus límites, recurriendo a la perversión del neoproteccionismo que apesta a nacionalismo rancio.
Para ellos bien está que, como siempre, los trabajadores desempleados de los países del mediterráneo y del este de Europa sirvamos como mano de obra barata, dócil y subalterna a los países del centro y norte de Europa. Ahora bien, cuando somos población sobrante y desocupada, a los más castigados por la recesión económica se les etiqueta como ilegales, e ilegalmente, en contra de lo establecido en la legislación europea y, apelando a la trasnochada doctrina de la «soberanía del estado», se les vomita expulsándolos. Pero no a todos, sería imposible.
Selectivamente se utilizan criterios racistas y clasistas, cebándose en grupos particulares, en los más visibles y vulnerables: se desmantelan los campamentos de gitanos pobres que además han emigrado de los países más pobres de la Europa del este, donde a su vez eran los más excluidos socialmente. Todo ello con la complicidad silenciosa del resto de los gobernantes europeos, escenificada en la última cumbre europea. También con el beneplácito de los propios presidentes de sus países de origen y, cómo no, de los autodenominados socialdemócratas, como es el caso del presidente del Gobierno español.
Claro que la seguridad y el delito entienden de ideologías y sobre todo de clases sociales. Las clases pudientes violan la seguridad de las mayorías y cometen los delitos más atroces y, sin embargo, son las clases populares quienes pagan las consecuencias, incluso la de ser considerados los delincuentes y los que atentan contra nuestra seguridad, la de las «gentes de bien» y así se les persigue expulsándolos o encarcelándolos.
Esto sucede así por mucho que cierren sus ojos o miren hacia otra parte quienes están anquilosados en el viejo discurso de Veltroni, cuando se postulaba como candidato a la alcaldía de Roma, que tan buenos resultados dio a la ultraderecha italiana, y a estas alturas se dediquen a parafrasear su lamentable consigna electoral que tan malos resultados cosechó: «la seguridad no es de derechas ni de izquierdas». Conviene aclarar que cuando nos referimos a los actuales anacrónicos seguidores de estas perversas y demagógicas alocuciones electoralistas y clientelistas, nuestra elegancia nos impide mencionar nombres, y más aún interpretar de un modo demente su supuesta intencionalidad, tal y como ellos acostumbran hacer.
A lo mejor no se percatan de que millones de resistentes defensores de derechos humanos en el mundo fueron y son asesinados, acusados de comunistas, por gobiernos y poderes informales, gracias a aquellos que se dedican a satanizar y colocar en la diana a todo aquel que no piensa o actúa según sus consignas.
Por ello, quienes no nos dedicamos a hacer el trabajo sucio a las derechas y no nos definimos como nada, porque ni nos colocamos etiquetas ni recocemos a quienes se empeñan en colgárnoslas, tan solo queremos recordar que el derecho a la dignidad y a la disidencia son los únicos derechos que no se pueden suspender y los que otorgan la seguridad a las personas y a los pueblos. Y eso significa, mis queridos lectores, recordar los preciosos y clarividentes versos de Martin Niemöller: «Primero vinieron a por los judíos y no dije nada, porque yo no era judío. Después vinieron a por los comunistas y no dije nada, porque yo no era comunista… luego vinieron a por los católicos, pero no me importó, porque yo era protestante. Por último vinieron a por mí. Entonces sí que reaccioné y grité, pero ya era demasiado tarde. No quedaba nadie para decir algo en mi defensa».
Están persiguiendo a los gitanos, pero no hacemos nada porque nosotros somos payos (que significa «el que no se considera gitano»). Hoy son los gitanos quienes se ven privados de su derecho a la seguridad, al efectivo ejercicio de sus derechos legales; mañana, si en tu caso no lo han hecho ya, vendrán a expulsarte de tu trabajo o de tu casa impagada, y te encontrarás con que nadie hará nada por ti.
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20100930/223518/es/Derecho-seguridad-para-personas-migradas