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Después del NO francés

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión por Juan Vivanco

El 55% de los franceses han rechazado el proyecto de constitución europea en el referéndum del 29 de mayo. Este intento de dar rango constitucional al neoliberalismo, preconizado desde hace años por los libertarios de derechas (también en Estados Unidos), pretendía dotar a Europa de una constitución que redoblase el poder del gran capital creando instituciones supranacionales blandas, en menoscabo de la soberanía de los estados nación. Era sobre todo el proyecto de las transnacionales, cuyos dirigentes franceses llamaban a «votar sí a una Europa próspera»: Total (petróleo), con sus 9.100 millones de euros de beneficios en 2004 (los más altos que ha obtenido nunca una firma francesa), que despide en el territorio nacional; L’Oréal (cosméticos), con el patrón mejor pagado del país (6,6 millones de euros al año) y una propietaria que es «la mujer más rica de Francia» (con una fortuna de 11.400 millones de euros), mientras que uno de cada seis trabajadores gana el salario mínimo y siete millones de franceses viven en la pobreza; Schneider (máquinas herramientas), con el alza más fuerte en los dividendos de sus accionistas (+63,6%), que deslocaliza; sin olvidar Dassault (armamento), que acababa de comprar medios de comunicación. Estos últimos hicieron una campaña agresiva por el «sí», manipularon las conciencias y prodigaron mentiras. Los franceses dijeron «no».

Este «no» es un voto de clase, recuerda a las elites que el pueblo existe, que las clases populares resisten, que el mundo del trabajo todavía sabe movilizarse. Porque en el «no» se ha juntado el sufragio de los obreros (80%), los pequeños campesinos (70%), los empleados (67%), los funcionarios (64%), los artesanos, pequeños comerciantes y profesionales intermedios (más del 50%), los desempleados (71%)… Muchos de ellos jóvenes de los barrios populares. Este resultado es el fruto de la conciencia, la resistencia y la unión de las clases populares. Es su primera victoria frente al neoliberalismo desde las grandes huelgas de 1995. Este «no» es un rechazo a quienes, desde las derechas y las izquierdas tradicionales, han entregado el país al pillaje de los especuladores desde hace 20 años. Los franceses saben lo que les cuesta la destrucción de los servicios sociales por obra de la derecha (reforma de las pensiones por el gobierno de Raffarin), pero tampoco han olvidado que quienes implantaron el neoliberalismo en Francia, a partir de 1984, fueron un presidente (Mitterrand) y un gobierno (Fabius) «socialistas» -o por lo menos miembros del Partido Socialista-. La alternancia sin alternativa en la gestión neoliberal reduce las diferencias entre la derecha y el PS a simples matices retóricos. La socialdemocracia convertida al neoliberalismo es tan indispensable para las clases dominantes como sus partidos de derechas, a la hora de imponer a unos sindicatos paralizados la destrucción de las conquistas sociales.

Cada vez son más los franceses conscientes de la estrecha relación que existe entre el neoliberalismo y la hegemonía de Estados Unidos. El neoliberalismo puede definirse como el poder del mundo financiero, es decir, de los propietarios del capital mundial dominante, que en su mayoría, a escala planetaria, son estadounidenses. Su «mundialización» se ha impuesto a partir de Estados Unidos, sobre todo tras el golpe político de la Reserva Federal estadounidense, que aumentó unilateralmente sus tipos de interés en 1979. La Europa que se construye sin sus ciudadanos es la del gran capital europeo occidental, el mismo que desde la caída del muro de Berlín intenta transformar las economías de Europa central y oriental en periferias. Liberal y atlantista desde el principio, el proyecto de las fuerzas dominantes europeas, tras el hundimiento de la URSS, limitó sus objetivos a la defensa prudente de sus intereses, sometida al gran capital estadounidense, a su estrategia neoliberal guerrera y a los instrumentos de su hegemonía: la OTAN en el terreno militar, y el FMI y el Banco Mundial en el económico. Los europeos no han opuesto ninguna resistencia consecuente, más allá de los discursos en el Consejo de Seguridad de la ONU (algo es algo), a los crímenes y el pillaje perpetrados por el mundo financiero, cuya herramienta es el gobierno de Bush. En Francia, gracias al consenso entre el PS y la derecha, en 1992 se adoptó el tratado de Maastricht sobre el mercado único (neoliberalismo) y en 1999 se decidió participar en la guerra contra Yugoslavia (atlantismo).

Esta alianza de clases dominantes europeas y estadounidenses (a la que se ha asociado Japón), dirigida fundamentalmente contra los pueblos del Sur (incluida China, por supuesto) está legitimada, según la ideología dominante, por los valores democráticos que encarnan. Pero después del referéndum ha quedado en evidencia el carácter ficticio de la democracia burguesa, tal como funciona en Francia. Casi toda la clase política tradicional respaldaba el proyecto de constitución europea. Han perdido. Y se han aferrado al poder. Chirac a la presidencia (con un 25% de opiniones favorables en junio de 2005), Sarkozy a la dirección del primer partido de derecha (UMP), y Hollande a la del PS (con una cota de popularidad del orden del 35%, inferior a la de los dirigentes del partido comunista y del trostkista). Si para la inmensa mayoría de los franceses la democracia debe reducirse a dar un paseo un domingo cada año, o cada año y medio, hasta el colegio electoral para hacer cola (en silencio), mover la cabeza al oír su nombre (en silencio), meter un sobre en la urna (en silencio) y volver a su casa (en silencio), sin que cambie nada, para este viaje no hacen falta tantas alforjas. La burguesía tiene el poder y no piensa soltarlo. ¿Y si resultara que nosotros tampoco vivimos en democracia?

El lector que no conozca bien Francia podría pensar que el nombramiento de Villepin para el cargo de primer ministro, el 31 de mayo de 2005, presagiaba un cambio en las relaciones entre París y Washington. ¿Acaso no había sido él quien, hace meses, en el Consejo de Seguridad de la ONU, se había enfrentado a la máquina guerrera de la administración Bush para oponerse a la guerra de Irak? ¿Y no ha situado como primera prioridad la lucha contra el desempleo? Pregunta: ¿se puede esperar un giro de la política francesa, en un sentido menos neoliberal y menos atlantista? Respuesta: probablemente, no. Villepin ha desempolvado las viejas consignas engañosas de la campaña de Chirac, su jefe -la reducción de la «fractura social»-, y ahora descubre que desde hace 20 años hay más del 10% de desempleo en Francia. Pero pretende crear empleo y reforzar la cohesión social con ataques a la legislación laboral y a la seguridad social, es decir, acentuando el neoliberalismo que ha originado el problema.

Lo que cabe esperar del nuevo gobierno, por tanto, es más neoliberalismo, pero también, pese a las apariencias, más atlantismo. Varios hechos lo sugieren. De entrada, los franceses se han enterado con sorpresa de que en París, desde hace tres años, hay una base militar francoestadounidense en la que trabajan codo con codo los servicios secretos franceses y los agentes de la CIA. Probablemente esos colegas de despacho vieron juntos por televisión la famosa confrontación entre Francia y Estados Unidos en la ONU… Además, el hombre fuerte del nuevo gobierno, Sarkozy, ministro del Interior, dirigente del poderoso partido de derecha, apoyado por los parlamentarios de la mayoría y rival de Chirac, es proestadounidense y, según se dice, el favorito de Washington. Ni que decir tiene que es partidario de un neoliberalismo duro (igual que su hermano, número dos de la patronal francesa). Por último, la amistad entre los capitalistas franceses y los estadounidenses se refuerza con ministros pronorteamericanos en Economía, Presupuesto y Comercio Exterior. Así pues, el tándem Villepin-Sarkozy es más de lo mismo. Con vistas a las presidenciales de 2007, el primer ministro quiere recoger votos de izquierdas con el tema del empleo, y el de Interior votos de derechas con los de la seguridad y la lucha contra la inmigración (prioridades de la extrema derecha de Le Pen). A primeros de julio Villepin anunciaba más privatizaciones y Sarkozy más expulsiones de «sin papeles».

Sin embargo, es el pueblo del «no» quien soporta las acusaciones de racismo, so pretexto de haber confundido sus votos con los de la extrema derecha (Front National de Le Pen), contraria a los poderes supranacionales. No perdamos de vista lo fundamental: el Front National no debe su peso político a un supuesto racismo del pueblo francés, ni mucho menos a su inclinación al fascismo, sino a la reacción de un sector extremista de la burguesía ante la decisión adoptada y puesta en práctica por los jóvenes de los barrios populares, franceses e inmigrantes, de construir juntos, en un ambiente de tolerancia, una Francia mestiza y multicolor, de fraternidad de razas y nacionalidades, justamente lo contrario del modelo de apartheid globalizado al que conduce el proyecto hegemónico estadounidense. Le Pen medró gracias a una maniobra de Mitterrand para reducir la influencia del Partido Comunista. Ha crecido sobre el estiércol hediondo de la historia de la burguesía francesa, la de la esclavitud y la colonización, la de la colaboración con los nazis y el imperialismo. En su movimiento se pudren los elementos de las clases medias empobrecidos por el neoliberalismo. Las victorias cosechadas contra él por esa juventud multicolor de las barriadas, que también ha dicho «no», son y serán decisivas en la lucha contra el racismo y en defensa de los valores republicanos. Ya es hora de que la izquierda se muestre solidaria con ese pueblo llano de las ciudades, pues aunque seguramente no forme toda su base social, lo cierto es que, sin él, nunca podrá ser popular.

¿Qué lecciones puede extraer de la victoria del «no» la izquierda de progreso? En primer lugar, que la vigilancia de las bases de los partidos y los sindicatos es indispensable para imponer la democracia a sus direcciones, propensas a desviaciones neoliberales. Lo vimos en la CGT, primer sindicato obrero francés, próximo a los comunistas: la movilización logró invertir la línea de su dirección, que pasó del «sí» al «no». En segundo lugar, que cuando una dirección de partido o sindicato rescata lo que nunca debió perder, la combatividad y el progresismo, enseguida recupera la confianza de las bases. Los dirigentes del Partido Comunista, que volvieron a su posición de clase y se opusieron a la derechización socialdemócrata con su acertada apuesta por el «no», obtuvieron el respaldo del 98% de sus militantes en referéndum (la proporción más alta de todos los partidos). En tercer lugar, que la reconstrucción de una izquierda radical, al servicio de las bases participativas, debe hacer hincapié en los valores comunes y aceptar las diferencias. En el caso francés, el PCF fue el eje organizativo y logístico decisivo de las izquierdas del «no» durante la campaña. De no haber sido por su apoyo local y material a las demás organizaciones progresistas, seguramente no se habría alcanzado la victoria. Se presenta así, quizá por primera vez en nuestro país, una oportunidad histórica de unión del pueblo de izquierdas. No debemos malograrla (por ejemplo, con críticas excesivas o alianzas regresivas, ya sea con la dirección del PS partidaria del «sí», o con sus disidentes del «no» capitaneados por el neoliberal atlantista Fabius). A falta de grandes dirigentes y de firmeza, no es seguro que las fuerzas de izquierda puedan conjurar esos peligros.

Por consiguiente, hoy conviene ampliar y profundizar las discusiones y luchas que han llevado a la victoria, hacer que cunda la solidaridad entre trabajadores en la acción, sobre el terreno, aumentar la presión contra las destrucciones neoliberales apoyándonos en las movilizaciones de otros pueblos de Europa, y plantar cara a las reacciones de la clase dirigente, dispuesta a que Europa se someta al mundo financiero y a la estrategia guerrera de Estados Unidos. Para ello debemos recuperar nuestro lenguaje revolucionario, hacer una lectura crítica de la historia de nuestras luchas, reforzar los contactos entre organizaciones de trabajadores del Norte, renovar la solidaridad con los pueblos del Sur en lucha, transformar nuestras críticas al neoliberalismo y la guerra en propuestas de ruptura con el capitalismo y el imperialismo. La situación actual en Francia y Europa exige una ruptura, una alternativa al neoliberalismo y al atlantismo, un proyecto democrático y social. Reconocer que ni Francia ni Europa están a las puertas de una revolución no significa que debamos renunciar a la meta de una revolución, y menos aún a la de construir el socialismo en estos países y este continente. Son metas que debemos incorporar a la lucha por el socialismo a escala mundial.