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Crisis de los refugiados: crónica desde las islas griegas

Dos meses en una lancha de rescate

Fuentes: Diagonal

Durante dos meses, el autor participó de las tareas de rescate de refugiados en dos islas griegas como parte de su trabajo para una ONG. Cuenta lo que vio para Diagonal

Hace una semana la noticia de los 43 muertos, entre ellos 17 niños, cerca de las costas griegas de las islas de Farmakonisi y Kalolimnos, me hizo retorcer de dolor por la enésima tragedia en el mar griego. Más teniendo en cuenta que cuatro días antes estaba trabajando exactamente en el lugar donde ocurrió el desastre, embarcado en una lancha de rescate, en un intento por aliviar y ayudar a los migrantes, trabajando para una ONG.

No se trata de la isla de Lesbos, tan tristemente famosa, sino una zona menos conocida, como muchas otras de Grecia. Quizás por ello donde menos apoyo encuentran quienes intentan cruzar las pocas millas que separan Grecia de Turquía. Cuando llegué a la zona, hace ya dos meses, la primera imagen fue la de un chaleco salvavidas flotando al lado de un muelle. A los pocos días empezamos a salir con las lanchas y enseguida me di cuenta de la magnitud del desastre humano que se está viviendo en la región.

En un intento por entender, observé que en esas zonas patrullaba un gran barco del Frontex, moviéndose despacio de un lado al otro, así como los barcos más humildes de los guardacostas helenos que salen a patrullar todas las noches sobre la una de la madrugada. Después estábamos nosotros, navegando en la misma dirección, con lanchas neumáticas. Eran los mismos guardacostas a los que vi bajar bolsas con cadáveres mientras me tomaba un café en el bar del puerto. Los esfuerzos de los guardacostas son grandes, tan grandes como su frustración por haber sido testigos de demasiados naufragios, por haber recogido demasiados cadáveres.

Rabia, empatía, impotencia

Llegar a una isla diminuta, en un entorno desconocido de islas deshabitadas o muy poco pobladas conlleva una problemática intrínseca a la hora de poner en marcha cualquier proyecto. Lograr la aceptación por parte de la población y de las autoridades locales requiere esfuerzo y tacto. El fenómeno de la llegada de embarcaciones, con su carga de personas y desesperación, produce empatía, pena y sentimientos de impotencia, pero también rabia mezclada con rechazo.

Para entender la rabia basta conocer los números: en Leros, isla en la que me encontraba, la población local ronda los 8.500 habitantes y de media llegan por mar unos 2.000 migrantes por semana: rescatados, por medios propios o trasladados desde la isla de Farmakonisi. El idioma crea otra barrera natural, y aunque el inglés pueda ser utilizado con bastante facilidad, para desarrollar las operaciones fue necesario buscar lugareños que se quisieran sumar al proyecto, que quisieran subir a los barcos. Esto trajo consigo una rápida aceptación por parte de los lugareños y facilitó mucho los contactos necesarios para moverse en zonas militares y restringidas, aunque de manera «no formal»; facilitó además el hecho de tener intérpretes a bordo para poder interactuar con los migrantes. Pero hay que tener en cuenta que, en esta zona, los simpatizantes y miembros de Amanecer Dorado hacen notar su presencia.

En estas zonas está presente ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, que se ocupa de las instalaciones del campo refugiados de Leros y de los traslados. De los cuidados y el apoyo humano se ocupan una ONG internacional y otra griega, alguna que otra asociación local, cofradías de pescadores y particulares que prestan su apoyo desinteresadamente.

Hace unos meses, un grupo de anarquistas okupó una mansión en desuso en la isla y puso en marcha un centro de acogida autogestionado, limitado en número de plazas y recursos, pero igualmente eficaz y necesario.

Mi primer día de operaciones en la isla de Farmakonisi concluyó con casi 200 personas ayudadas, entre las que fueron acompañadas en sus botes neumáticos hasta el pequeño puerto militar de la isla, y las que fueron rescatadas ya en tierra, empapadas y con mucho frío, después de haber llegado con vida, a pesar de que sus embarcaciones se hubieran encallado en las rocas y se hubieran hundido. De ese día recuerdo un bebé de dos semanas de edad, y la expresión dura y aterrorizada de su padre que lo tenía en brazos, expresión que no se relajó ni siquiera en el momento del haber sido puesto a salvo.

Nuestras salidas, que empezaban sobre la una de la madrugada, terminaban con el sol bien alto, a veces sin que ni siquiera hubiéramos tenido tiempo de orinar debido a la ingente cantidad de «trabajo». Día tras día se sucedían las operaciones, los rescates en tierra, los acompañamientos de embarcaciones, remolcando a quien se había quedado sin motor o simplemente dando instrucciones, además de los rescates en pleno mar a personas a punto de ahogarse, muchos gritos, muchos llantos, pero también sonrisas, deseos de buena suerte, abrazos y besos dados, mensajes de bienvenida, y desgraciadamente muertos: adultos, niños e incluso bebés.

Es espantoso que los medios de los guardacostas griegos sean insuficientes y que no estén adaptados a las circunstancias. Los barcos son demasiados grandes, demasiado altos, y en situación de rescate la tarea se convierte en imposible, como imposible les es llegar a las rocas para socorrer a personas que se encuentran, la mayoría de las veces, en elevado riesgo de hipotermia.

Durante los dos meses de mi estancia, al Frontex lo vi actuar sólo una vez, encendiendo sus potentes focos, que iluminan la zona como si fuera de día. En otras ocasiones, los vi bajar a tierra en el puerto con la única tarea de realizar el reconocimiento de personas, de ejercer el control fronterizo.

Quise intentar encontrar un nexo lógico, donde no lo hay, un porqué a que persista este escenario de vacío de medios y de actuaciones infructuosas ante de una emergencia humanitaria terrible. Poco antes de mi llegada a la isla, Europa había pagado a Turquía 3.000 millones de euros para que se quedara con los migrantes, para que no los dejara salir. Al recordarlo dejé de asombrarme y me di cuenta de que estaba tocando con la mano la postura europea. Se entiende así la falta de medios griegos y la fría distancia del Frontex.

Los migrantes siguen saliendo de Turquía, pero en peores condiciones y de noche. Hablando con ellos supe que, dependiendo de cuánto paguen por el viaje -desde 700 euros hasta 6.000- están sujetos a un trato u otro. De eso depende que lleguen con vida o les dejen tirados a medio camino y se lleven al patrón de la embarcación. Este último caso es el más trágico y peligroso: si nadie sabe manejar la embarcación ni adónde ir, pues todo queda en manos de la suerte.

El mismo «trabajo» al que me he dedicado estos últimos meses, intentar ayudar a personas migrantes, ha sido realizado en años anteriores por anónimos pescadores locales, lugareños que silenciosamente tuvieron que asumir la responsabilidad por las nefastas consecuencias de las decisiones criminales de los políticos europeos. Son trabajadores de la mar que, a día de hoy, cada vez que llega un cuerpo sin vida a las costas o los guardias bajan de sus barcos bolsas de plástico con cadáveres dentro miran el mar con una expresión seria y dura.

La misma expresión con la cual miran a Europa.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/global/29296-dos-meses-lancha-rescate.html