«Hasta hace poco, la mayor parte de la emigración portuguesa tenía carácter ilegal. Las fronteras de España y Francia se cruzaban clandestinamente. En Lisboa había contrabandistas que organizaban los cruces ilegales. Muchos aspirantes a emigrar se veían burlados. Los llevaban a la zona montañosa situada al otro lado de la frontera de España y allí […]
«Hasta hace poco, la mayor parte de la emigración portuguesa tenía carácter ilegal. Las fronteras de España y Francia se cruzaban clandestinamente. En Lisboa había contrabandistas que organizaban los cruces ilegales. Muchos aspirantes a emigrar se veían burlados. Los llevaban a la zona montañosa situada al otro lado de la frontera de España y allí les abandonaban. Completamente desorientados, algunos morían víctimas del hambre y de la insolación; otros conseguían regresar a su lugar de origen después de haber perdido los 350 dólares pagados. Hasta que al fin los emigrantes idearon una forma de defenderse de tales maniobras. Antes de emprender el viaje se hacían una foto. La rompían en dos mitades dando una al guía y quedándose ellos con la otra. Una vez que llegaban a Francia mandaban su mitad de la foto a Portugal para que su familia comprobara que efectivamente les habían ayudado a cruzar la frontera sin novedad; el «guía» se dirigía por su parte a la familia mostrándoles su mitad de la foto para demostrar que era él quien había ayudado al emigrante a cruzar, y únicamente entonces recibía de manos de los familiares del emigrante los 350 dólares acordados.» -John Berger y Jean Mohr. Un séptimo hombre (1974)-
Las llamadas leyes de extranjería, empezando por la vigente en nuestro país, son equívocas, parten de una mentira. No son leyes que pretendan regular la situación de los extranjeros en España o en Europa. No son leyes de extranjería propiamente dicha. Son leyes de emigración. Son leyes que han sido pensadas para discriminar la situación de los inmigrantes que vienen a trabajar. No son leyes que afecten a los extranjeros ricos o privilegiados.
Esto que acabo de decir no es puntillismo nominalista. Tiene importancia en la práctica porque revela una mala actitud política. Se juega con un equívoco que luego, en la vida cotidiana, tiene efectos negativos, perversos e inesperados para el legislador y para ciudadanía. Me explico. La palabra inmigrante debería tener connotaciones relativamente positivas para la mayoría de la población de este país porque muchos, seguramente la mayoría de las personas en nuestra sociedad actual, hemos sido inmigrantes o hijos de inmigrantes o hijos de matrimonios mixtos. Millones de personas, españoles, portugueses, italianos, griegos, podrían reconocerse todavía en ese precioso álbum de familia de la emigración que es Un séptimo hombre, publicado por John Berger y Jean Mohr en 1974 y reeditado hace poco.
En cambio, la palabra extranjero sigue connotando distancia, distanciamiento respecto del otro, sobre todo cuando se trata de extranjeros pobres, como es el caso de la mayoría de los inmigrantes procedentes de África, de América Latina y del Este de Europa. Como le ocurre al protagonista del relato del escritor sudanés Tayyeb Saleh, no es nada fácil comunicar a quién pregunta sobre otra cultura, desde el supuesto de la diferencia radical, lo que se piensa desde la experiencia de la emigración, desde la vivencia del encuentro cultural: que, en el fondo, ellos son «exactamente como nosotros» en la mayor parte de las cosas que importan para una vida humana sensible y digna. Es más fácil mecerse en la selva de los tópicos y de los estereotipos.
Ya esto último tiene el efecto sociocultural de provocar los instintos atávicos, xenófobos, incluso en muchas personas que han sido inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes, pero que han dejado de considerarse extranjeros en el país en que viven. Teun van Dijk viene escribiendo cosas muy interesantes, desde el punto de vista del análisis del discurso, sobre el uso de las palabras que tienen que ver con la inmigración. Vale la pena prestarle atención (1).
Pues este es el verdadero «efecto llamada» de las leyes de emigración generalmente denominadas leyes de extranjería. Una llamada subliminar a los miedos atávicos y desordenados, y, con ella, a la discriminación entre los nacionales o autóctonos y los inmigrantes pobres. Y por ahí, por la reflexión sobre este equívoco, me parece a mí, es por donde, una vez hecha la denuncia y la crítica de la legislación vigente en la mayoría de los países de la Unión Europea, debe empezar su corrección en un sentido positivo. Porque la legislación actual miente respecto de lo que dice que pretende legislar.
El legislador, y con él la sociedad de acogida, particularmente a través de los medios de comunicación, deriva la cuestión inmigración, que en primera instancia es un asunto socio-económico (directamente relacionado con las expectativas laborales y el mercado de trabajo) hacia otro asunto, el de las diferencias de nacionalidad, cultura o religión implicadas en la noción de extranjería.
A este respecto ya es sintomático que cuando se trata de técnicos, profesionales vinculados o altos cargos de la dirección de empresas transnacionales o residentes ricos el legislador no vea la necesidad de regular la entrada ni de preguntar a los que llegan por sus identidades o pertenencias ni suela tampoco preocuparse mayormente por sus culturas o por sus prácticas religiosas. En este caso se tiende a poner el acento simplemente en la inserción de las personas en el proceso productivo o en su personalidad y se da por supuesto que la religión (o falta de religiosidad) y la cultura del otro son asuntos personales, privados, en los que no hay que entrar. Se entiende que estas personas han venido aquí para negociar, comerciar, descansar o mandar. Y punto. No se hace cuestión de su extranjería.
A partir de ahí, y a la hora de abordar una política positiva de inmigración, tiene interés pensar acerca de dónde hay que poner los acentos: si en la consideración del inmigrante como fuerza de trabajo incorporada al proceso productivo de los países de acogida o en la consideración del inmigrante como extranjero, cultural y religiosamente diferenciado respecto de la población de acogida. O si conviene ponerlo en las dos cosas a la vez. Lo que suele ocurrir, por el momento, es que las clases dominantes de los países receptores usan la mano de obra inmigrante con criterios exclusivamente economicistas referidos al mercado de trabajo y luego en cambio, sus ideólogos priorizan en sus discursos la diferencia cultural-religiosa de los inmigrantes, con lo cual contribuyen a hacer aumentar las desconfianzas de los de abajo sobre «lo extranjero». Así se da alas a la xenofobia.
Obviamente, una de las novedades de las migraciones recientes en el marco de la Unión Europea es ahora la diferencia cultural-religiosa. Pero habría que reflexionar acerca de si no se está exagerando esta diferencia en detrimento de la consideración del inmigrante como trabajador. En esto los sindicatos tienen mucho que decir (y no siempre lo dicen; o no siempre lo dicen bien). Hace ya años que Wieviorka, al estudiar el caso de Francia, vio ahí, en la perplejidad y en la dejadez de los sindicatos mayoritarios, una de las razones del nuevo espacio que se estaba abriendo el racismo después del eclipse del llamado «racismo biológico». Las investigaciones que vienen realizando Antonio Izquierdo Escribano y Ubaldo Martínez Veiga sobre inmigración y mercado de trabajo en España pueden ser un punto de partida para la crítica de la hipocresía dominante y para poner las cosas en su sitio (2).
Es equívoco, pues, llamar «ley de extranjería» a disposiciones legales promulgadas ad hoc para regular la situación de los inmigrantes en tal o cual país y a continuación establecer reglamentos, también ad hoc, promulgados puntualmente para corregir, en función de otras circunstancias, lo que se sabe que es inaplicable en la práctica, puesto que: a) una parte importante de los inmigrantes hoy en situación regular han estado antes en situación irregular; b) las causas de los grandes movimientos migratorios (desde países pobres o empobrecidos a países ricos o relativamente ricos) se mantienen en lo sustancial.
Todos los estudios realizados al respecto muestran que, con independencia de las leyes de extranjería actualmente vigentes en los países de la Unión Europea, no es previsible a medio plazo que descienda sustancialmente el flujo de inmigrantes desde el sur al norte del Mediterráneo, desde el centro de África a Europa, desde el este al oeste de Europa y desde las antiguas colonias a las antiguas metrópolis colonizadoras. Ni siquiera es seguro que la llamada «ayuda al desarrollo», aun en el hipotético caso de que fuera potenciada por los gobiernos de los países más ricos, vaya a frenar los movimientos migratorios en curso. Hay causas persistentes que favorecen hoy en día estos flujos migratorios y en la dirección en que se dan: desequilibrios demográficos, desequilibrios económicos, desequilibrios medioambientales, huidas por guerras civiles, por problemas políticos y desplazamientos por proximidad lingüístico-cultural. Estos motivos quedan reforzados por el aumento en flecha de las posibilidades técnicas de movilidad de las personas y por la relativa permeabilidad de las fronteras existentes.
En general, las leyes restrictivas de los flujos migratorios promulgadas en la Unión Europea desde la década de los noventa del siglo pasado empezaron poniendo el acento en este último factor, el de la permeabilidad de las fronteras. Se decidió entonces cerrar fronteras y/o poner obstáculos a las personas procedentes de fuera de la comunidad europea que intentaban cruzarlas (3). Esto suscita una contradicción entre la tendencia a abrir fronteras para los ciudadanos de la Unión y la tendencia a cerrarlas para los extracomunitarios. Pero, más allá de esta contradicción y de los problemas que plantea desde el punto de vista jurídico, pronto se vio que la idea de una «Europa fortaleza» ante lo que empezó a llamarse «invasión» es inmantenible en la práctica. Pues algunas personas entran legalmente en los territorios de los estados europeos con visados turísticos o como estudiantes y se quedan en ellos una vez terminado el plazo del visado; otras muchas entran clandestinamente con la ayuda de organizaciones profesionalizadas; y otras lo hacen, también clandestinamente, por cuenta propia.
En este punto se plantean dos problemas distintos que el legislador no puede dejar de abordar. Uno, de orden teórico-jurídico, es el de los riesgos de la ley ad hoc: proliferación legislativa, adecuación de los reglamentos para su aplicación, rectificación frecuente de la legislación atendiendo mayormente a nuevas circunstancias inmediatas, consecuencias indeseadas de la legislación, etc. El otro problema, al que viene refiriéndose desde hace años Javier de Lucas, es, precisamente, el de las consecuencias negativas que, para la universalización de los derechos humanos y para la noción de ciudadanía, tiene una legislación que pone casi exclusivamente el acento en el acceso, en la entrada y en las fronteras, o sea, en la seguridad y en los controles de policía.
Aunque desde hace una década se han alzado voces en la Unión Europea a favor de la convergencia legislativa en cuanto a inmigración y extranjería, todavía ahora las leyes de los distintos estados nacionales siguen estando condicionadas por enfoques diferentes en la consideración del inmigrante. La comparación de los casos de Alemania, Francia, Reino Unido, Suiza, Bélgica, Holanda, etc., pone de manifiesto esa diferencia de enfoque, que se suele concretar en consideraciones distintas sobre el carácter provisional o, por así decirlo, más o menos permanente, de los inmigrantes en los países de acogida.
Estos casos difieren, a su vez, del enfoque adoptado en países del área mediterránea (Italia, España, Portugal, Grecia) que fueron tradicionalmente exportadores de emigrantes hasta de la década de los setenta del siglo pasado y que se han convertido últimamente en receptores de inmigrantes no sólo del sur del Mediterráneo sino de otras regiones de África.
Una diferencia patente entre países tradicionalmente receptores de inmigrantes (Alemania, Reino Unido, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica, etc.) y países en los que la inmigración es un hecho relativamente reciente (Italia, España, Portugal, Grecia) es la siguiente: por la falta de experiencia en estos últimos, las disposiciones legales y las prácticas administrativas que pretenden regular la vida del inmigrado en el correspondiente país de acogida están mucho más atrasadas. Y hay que tener en cuenta que esas disposiciones y prácticas se refieren a todo lo que tiene que ver con la inserción social de los inmigrantes: nada menos que a contratos de trabajo, seguridad social, vivienda, educación, participación social y política, vida cultural, etc.
Visto eso, conviene distinguir, por tanto, entre políticas de recepción de inmigrantes y políticas de inserción de los inmigrantes. Si tomamos en consideración no sólo las medidas que tratan de regular los flujos migratorios (o sea, la entrada) sino también las medidas para la inserción social de los inmigrantes en la sociedad de acogida, se puede decir que en gran parte de la Europa mediterránea no hay todavía políticas de inmigración e integración propiamente dichas o, a lo sumo, que éstas están en mantillas.
Lo que resulta patente en la mayoría de los casos es un doble juego de intereses (económicos, demográficos y xenófobos) cuyo resultado es siempre la discriminación de los inmigrantes más pobres, en peor situación, de los llamados «sin papeles» o «irregulares». De una parte, se dice que hay razones demográficas y económicas a favor de potenciar la acogida de inmigrantes; de otra parte, se aduce que la inmigración quita puestos de trabajo a los autóctonos y pone en peligro la identidad de los estados-nación europeos o incluso de las naciones sin estado. Con algunos matices, eso mismo se dice en los países del área mediterránea, en Bélgica, Francia, Alemania y otros países de la Unión Europea, en cuales también se viene regulando ad hoc cada x años la situación de los inmigrantes considerados ilegales o «irregulares».En este punto se hace indispensable el estudio comparativo de las políticas de inmigración puestas en práctica hasta ahora en el marco de la Unión Europea y la evaluación de sus resultados.
El equívoco anterior se convierte en tragedia, en la práctica, porque al llamar ley a lo que son en realidad normas de contención y fragmentación al hoc de la mano de obra inmigrante que llega a nuestros países se entra incluso en conflicto con lo que dicen los textos constitucionales de estos países sobre los derechos de los ciudadanos: derecho al trabajo, derecho a la salud, derecho a la vivienda, derecho a expresarse libremente, derecho a manifestarse, etc. Todo el proceso inmigratorio, desde el principio mismo, se hace así irregular: desde la intervención de las mafias y traficantes (exteriores e interiores) hasta el trabajo sin contrato (facilitado por empresarios sin escrúpulos) pasando por las detenciones, retenciones y expulsiones de los sin papeles.
Así se ha ido creando una categoría de súbditos, no-ciudadanos, privados de derechos, a los que se llama «irregulares», etc., pero a los que se puede explotar regularmente en el trabajo y expoliar fuera del trabajo porque viven, ellos sí, con el miedo en el cuerpo. No con el miedo al otro, a la otra cultura, a la diferencia, sino con el miedo a la ley, a la denuncia, a la criminalización, a la arbitrariedad de quienes tienen que aplicar la ley.
Esto es lo que hemos visto y vivido durante los últimos años. Y esto es lo que está en el origen de los encierros y de las huelgas de hambre de los inmigrantes llamados «irregulares», cuyo eco en los medios de comunicación ha sido sintomáticamente mucho menor que el que suele tener la oposición a tal o cual demanda de mezquita u oratorio.
Según los datos más recientes, hace un año, cuando se promulgó el actual Reglamento de Extranjería, había en España algo más de un millón de inmigrantes sin papeles (algunos estudios elevan esta cifra a 1.300.000). Después del último proceso de regularización, en 2005, se han echado las campanas al vuelo. Pero conviene saber que, según los estudios de los sociólogos, un porcentaje muy alto de los inmigrantes hoy regulares (regularizados ad hoc por las varias leyes y reglamentos promulgados durante los últimos años) fueron antes «irregulares». De ahí que pueda hablarse, con razón, del carácter estructural de la inmigración denominada «irregular». Y es que esa es una situación que se ha producido en casi todos los grandes procesos migratorios de este siglo. Se normalizan y regularizan situaciones no tanto en función del tiempo que el inmigrante lleva trabajando en el país de acogida cuanto en función de los intereses en juego entre trabajo legal y economía subterránea o sumergida. Lo que quiere decir que, sin cambio en las políticas de inmigración y sin una reconsideración de lo que se entiende por ciudadano, el problema seguirá existiendo a pesar de las últimas regularizaciones.
En este punto lo que habría que hacer es tan sencillo como poco practicado por los gobiernos: escuchar las demandas de los principales afectados (4). He aquí lo que exigía la Asamblea por la regularización sin condiciones con motivo de los encierros y huelgas de hambre que han tenido lugar durante el mes de mayo en Barcelona y otras ciudades: un proceso de regularización para todas las personas que residen en España; que ninguna persona pierda sus derechos por la ineficiencia de la Administración; la anulación de las órdenes de expulsión no ejecutadas y el fin de toda expulsión; el fin del acoso policial; el cierre de los centros de internamiento; la derogación de la ley de extranjería; y el cambio de política migratoria para garantizar la plenitud de derechos civiles, políticos y sociales.
Notas
(1) T. Van Dijk, Racismo y discurso de las élites y Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina, ambos libros publicados por la editorial Gedisa, Barcelona, 2003. (2) Antonio Izquierdo, Inmigración: mercado de trabajo y protección social en España (conclusiones), CES, 2003; Ubaldo Martínez Veiga, Trabajadores invisibles, Los Libros de la Catarata, 2004. (3) J. De Lucas, Puertas que se cierran, Icaria, 1996; C. Wihtol de Wenden, ¿Hay que abrir las fronteras?, Bellaterra, 2000. (4) Para el escuchar: «Exluidos», un reportaje de urgencia realizado por Jordi Mir y Clara Sopeña en mayo de 2005 en Barcelona.
Dos reflexiones sobre inmigración en Europa (II)
«Preferí no decir lo que se me estaba ocurriendo: «Son exactamente como nosotros. Nacen y mueren y, en su viaje desde la cuna a la tumba, persiguen algunos sueños que se hacen realidad y otros que nunca se logran. Tienen miedo a lo desconocido, buscan el amor y aspiran a conseguir la felicidad a través del matrimonio y de los hijos. Unos son fuertes y a otros se les considera débiles. A algunos la vida les ha dado más de lo que se merecen y otros carecen de lo más elemental. Pero las distancias se acortan y hay cada vez menos débiles»». -Tayyeb Saleh. Época de migración al norte (1969)-
Si, como estoy proponiendo, al tratar de la inmigración el acento se desplaza desde el temor inducido a la diferencia cultural, a la «extranjería», y a la supuesta pérdida de la identidad propia, hacia el análisis de lo que representa el fenómeno desde el punto de vista económico-social (y desplazar no quiere decir aquí obviar y/o olvidar el otro asunto), entonces quedará más claro otro aspecto de la realidad existente: los inmigrantes sufren doblemente la contradicción básica del llamado «neoliberalismo», a saber: la contradicción entre libre circulación de mercancías y restricción de la circulación de las personas a las que, por otra parte, dentro ya de las fronteras, se trata como a mercancías. Saskia Sassen, de la Universidad de Chicago, ha llamado la atención con mucha eficacia sobre esta contradicción (1).
No se puede tratar a los inmigrantes como mercancía para la producción de mercancías, abrir las fronteras a la circulación de mercancías y cerrarlas luego indiscriminadamente a la circulación de las personas a las que se usa como mercancías. Eso va contra lo que tradicionalmente viene llamándose derecho de gentes. O dicho más precisamente: significa un uso instrumental del viejo derecho de gentes que reproduce antiguos hábitos del primer colonialismo europeo. Es un escándalo moral que, en estos tiempos de mercantilización acelerada de todo lo divino y lo humano, obliga a recordar lo obvio: el inmigrante es también persona.
Pero es, además, una contradicción doctrinal que va contra la consideración elemental de la persona y de la familia. Tratar así a los inmigrantes es como poner puertas al campo, a la naturaleza, a la condición humana. Lo único que se consigue, al acentuar esa contradicción, es que los inmigrantes se desplacen espontáneamente a aquellos lugares en los cuales creen que hay más posibilidades de encontrar trabajo y, por tanto, más posibilidades también de ser tratados como seres humanos, como ciudadanos. En la situación actual suelen encontrar lo primero pero no lo segundo. Por eso, como viene proponiendo en su investigación sobre derechos sociales y conciliación de la vida laboral y familiar la profesora y jurista Julia López un requisito previo para una política proactiva de inmigración es un cambio de sensibilidad del legislador.
A partir de lo dicho hasta aquí una conclusión debería ser obvia. En vez del rigorismo administrativo y centralizado de las falsamente llamadas «leyes de extranjería», lo que debería haber son políticas de inmigración coordinadas en la Unión europea y políticas de inserción descentralizadas, con atención preferente a lo local, a las ciudades y a sus barrios. También en esto hay que pensar globalmente (puesto que la globalización económica lo exige) y actual localmente. Pues es en ese ámbito, y señaladamente en relación con los problemas cotidianos de convivencia (de la vivienda, la asistencia sanitaria, la educación, el descanso y el ocio) donde se producen los conflictos reales, no los inventados para suscitar miedos contrarios y captar votos de aquellos en los que previamente se ha suscitado el miedo al otro.
Existe un acuerdo bastante generalizado en que no hay todavía políticas de inmigración propiamente dichas en el marco de la Unión europea. Hay políticas de regulación de «ilegales», distintas según los países de la Unión. En el marco socio-económico actual parece sensato aspirar a una política de inmigración coordinada en la Unión europea que rompa con la práctica de las regulaciones ad hoc y deje de tratar el asunto como un problema casi exclusivamente de policía, fronteras y seguridad para tratarlo como un asunto de derechos y ciudadanía.
También hay proyectos de políticas de inserción diferentes, según los países y según lo que han sido sus tradiciones nacionales en cuestión de inmigración. Estas diferencias se deben a motivos varios y, sin duda, hay que tenerlos en cuenta. Unos países (como Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra) han sido tradicionalmente receptores; otros (como Italia, España, Portugal) han sido tradicionalmente países de emigrantes. Hay países que tradicionalmente han exportado emigrantes pero algunas de cuyas nacionalidades y regiones han sido, al mismo tiempo, receptoras de inmigrantes por su mayor desarrollo industrial (la Italia del Norte, Cataluña, Euskadi). Unos países han puesto tradicionalmente como condición para la adquisición la necesidad de aceptación, por parte de los inmigrantes, de los valores laicos establecidos (Francia), mientras que otros países han tendido a dar un cierto reconocimiento a la representación parcial de las culturas diferentes (Reino Unido) y otros países han puesto el acento en la nacionalidad, la sangre y el suelo (Alemania).
Naturalmente, estas diferencias tienen que ser tenidas en cuenta al abordar el tema de la inserción de los inmigrantes en la sociedad de acogida. Comparar y valorar los resultados históricos de los distintos procesos de inserción es una clave para encontrar una política de inmigración común. Pero hay algo que no se puede obviar y que está por debajo de las diferencias mencionadas: la tendencia, en todos los casos, a confundir inserción (o integración, como suele decirse) con asimilación. Superar esa tendencia, que impone al otro dejar de ser lo que fue y que afirme la nueva identidad, es hoy tan importante como atender a las diferencias históricas.
Al ocuparse de esta cuestión y tratar sobre los estados de ánimo de los emigrantes, Maalouf ha puesto el énfasis en la importancia de la reciprocidad, o sea, en el reconocimiento recíproco. Reciprocidad significaría, en este contexto, decirles a los unos, a los inmigrantes, que cuanto más se impregnen de la cultura del país de acogida más podrán impregnarse de la propia; y decirles a los otros, a los que insisten precipitadamente en la asimilación o en la integración, que cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más posibilidades hay de que se abra a la cultura del país de acogida (2).
Esta idea de la reciprocidad es prepolítica, o sea, previa a cualquier discusión sobre políticas de inserción o sobre un nuevo concepto de ciudadanía. Se puede formular en términos de contrato moral: el reconocimiento de la reciprocidad es lo que da a aquel que acepta su país de adopción el derecho a criticar todos sus aspectos; y a aquel que acepta la singularidad cultural del otro, el derecho de rechazar algunos aspectos de la cultura de acogida que podrían ser incompatibles con su modo de vivir o con el espíritu de sus instituciones. El derecho (moral) a criticar al otro, a criticar hábitos o costumbres del otro, se basaría precisamente en esta reciprocidad que permite ir en busca del otro con los brazos abiertos y la cabeza alta. El paso siguiente es dar curso jurídico-político al reconocimiento recíproco.
Lo que hay que discutir a partir de ahí son los criterios para una política de inmigración coordinada. Hasta ahora el criterio principal que ha dominado tanto las políticas de acceso como las políticas de regularización e integración ha sido un criterio restrictivo, meramente mercantil o mercantilista, derivado de la ideología neoliberal. De lo que se trataría es de reformular las políticas de inmigración en términos de derechos, en consonancia con la Carta Europea de los Derechos Fundamentales y reformulando la noción clásica de ciudadanía.
La discusión de los criterios para el paso de una política sólo mercantil de inmigración a una política que ponga el acento en los derechos podría empezar por la enumeración y evaluación de algunos de los principales problemas actuales que hay que tener en cuenta. Se puede seguir en esto la propuesta de Marco Martinello (3), formulada a partir de varios interrogantes:
A la pregunta acerca de qué actitud adoptar ante la legislación vigente (Ley 8/2000, modificada en diciembre de 2003) y ante las normas actuales de regulación de los clandestinos y sin papeles, habría que responder, de acuerdo con las organizaciones de inmigrantes, las asociaciones de ayuda a los inmigrantes, SOS-Racismo y los juristas sensibles, que lo mejor es abolirla ya, completar con generosidad una regularización que se había hecho inevitable y agilizar y facilitar la legalización de todos los inmigrantes para no tener que volver a las regularizaciones ad hoc.
Toda operación de regularización es una respuesta parcial y a posteriori a situaciones anómalas creadas por leyes restrictivas. Es el carácter restrictivo y discriminatorio de la ley lo que crea la anomalía. Si se mantiene este carácter discriminatorio y restrictivo, lo lógico es que haya que repetir los procesos de regularización, como viene ocurriendo en la mayoría de los países de la Unión Europea.
Por tanto, y alternativamente, lo que hay que hacer es suprimir las discriminaciones que crean anomalías, flexibilizar las normas, agilizar los trámites para que los inmigrantes puedan obtener la residencia y la ciudadanía y puedan ejercer cuando antes sus derechos como ciudadanos. Esta flexibilización de las normas debería atender de forma inmediata y prioritaria a los inmigrantes que solicitan asilo, a los refugiados y a los que lo son por motivo de reagrupamiento familiar. Aquí está en juego la tradición humanitaria e ilustrada del derecho de asilo, que se ha visto afectada primero por el carácter discriminatorio de las leyes de extranjería y acentuada después por las medidas restrictivas adoptadas por los gobiernos a partir del 11 de septiembre de 2001. Ya esto parece aconsejar la propuesta de disociar (por el momento, y a sabiendas de la dificultad que comporta separar los motivos de la emigración) la política de asilo (por razones humanitarias) de las políticas de inmigración propiamente dichas.
Establecido ese criterio, parece posible abordar con menos dramatismo del habitual una cuestión que ha dividido en los últimos tiempos a las organizaciones y personas que trabajan en favor de los inmigrantes e incluso a las mismas organizaciones de inmigrantes, a saber: si es aceptable y operativa una política de «papeles para todos» o es necesaria una política de flujos migratorios.
Si acepta el carácter prioritario (por razones morales humanitarias) del reconocimiento de la ciudadanía plena a asilados, refugiados y a las personas que llegan a nuestros países por reintegración familiar y se acepta también el carácter necesario del reconocimiento de la ciudadanía a los inmigrantes con trabajo (para combatir la economía sumergida y la irregularidad laboral), entonces la dimensión cuantitativa del resto al que se alude cuando se habla de «papeles para todos» se reduce mucho y seguramente puede ser contemplada y resuelta a la luz de otras leyes o prácticas (sobre estancias turísticas, por estudios, etc.) que hacen innecesaria una legislación restrictiva y discriminatoria, específica, sobre inmigración. En este punto lo fundamental es el paso del permiso de residencia a la obtención de la ciudadanía plena.
Una política proactiva de inmigración quedaría así liberada de la carga emocional negativa que conllevan las leyes de extranjería y las «regularizaciones» ad hoc, de manera que la discusión posterior sobre flujos y contingentes podría limitarse a: 1) la organización de la inserción socio-cultural de la inmigración presente; y 2) la sensata ordenación de los inmigrantes por venir (en la medida, por discutir, en que esto último es calculable y ordenable).
No es que esto sea tarea fácil, desde luego. La inserción socio-cultural de los inmigrantes en condiciones dignas, con justicia y equidad, tiene un coste económico que no hay que ocultar. Basta con pensar en lo que eso supone en materia de educación, un ámbito clave, como viene recordando, entre nosotros, Miquel Siguán (4). Y, por otra parte, la sensata ordenación de los inmigrantes por venir, la planificación de lo que se puede planificar, implica un debate sobre criterios que no puede hacerse precipitadamente. Pero ambas cosas pueden hacerse racionalmente, prescindiendo de palabras y expresiones («invasiones», «oleadas», «efecto llamada», etc.) que parecen haber sido inventadas para suscitar la xenofobia; o sea, midiendo, contando bien y decidiendo luego sobre el mejor sistema impositivo para abordar la cuestión.
Corregir el punto de vista meramente economicista o mercantilista implica tener en cuenta no sólo las necesidades del mercado laboral y/o la demografía, sino también la situación presente (y previsible) de la seguridad social y de los principales servicios públicos de salud, vivienda y educación. Las consecuencias que haya que sacar del análisis y la discusión seria de estos datos básicos, implica, a su vez, democratizar el proceso deliberativo y decisorio acerca de la política de flujos, política que no puede quedar al albur de los intereses empresariales en colaboración con el ejecutivo, como está ocurriendo.
Es importante que, en el caso de que esta deliberación concluya en la necesidad de una política de flujos (conclusión a la que suele llegar la mayoría de los expertos de los países receptores de inmigrantes), la ciudadanía sepa quién decide sobre ella, a qué niveles, con qué criterios se establece la selección y con qué tiempos. Y si se establece una selección, como viene ocurriendo en EE.UU, Canadá, Australia, etc., es imprescindible que los criterios de la misma (sorteo al azar, sistema de lotería, edad, nivel de educación, formación profesional, competencias lingüísticas, etc.), además de haber sido discutidos con las asociaciones de inmigrantes, sean transparentes. Todo lo cual deja todavía abierta otra espinosa cuestión, que se presenta reiteradamente en los países con amplia experiencia es esto: la de cómo garantizar, en ese caso, la libertad de movimientos (y de cruzar las fronteras) de los individuos no incluidos en la selección
Por lo general todavía se sigue partiendo de la base de que la inmigración tiene mayormente carácter temporal, no permanente. Esto choca con los datos que se tiene acerca de la historia de las migraciones y con las informaciones disponibles sobre las migraciones en curso, que no pueden ser reducidas a la declaración de intenciones de tales o cuales personas o colectivos de inmigrantes cuando llegan al país de acogida. Estas declaraciones de intenciones (por ejemplo, acerca del retorno de los emigrantes a los países de origen) se tienen que comparar con los datos disponibles acerca de los retornos efectivos.
Parece, pues, para resumir, que una propuesta constructiva en el marco de la Unión europea, atenta a la vez a los flujos migratorios y a la inserción social, debería partir de la aceptación, como norma general, de la permanencia de los inmigrantes (o de un porcentaje alto de los mismos) en el país de acogida. Y, en consecuencia, incluir consideraciones como las que siguen (5):
a) Atención a los inmigrantes en el momento de la llegada: información para evitar abusos y concienciación ético-política de la población que acoge para frenar el racismo y la xenofobia; b) Conocer y comparar la situación del mercado de trabajo por países; c) Comparar y valorar las formas tradicionales de abordar la inserción social; d) Reconocer el papel que en la inserción social juegan la familia y la reagrupación familiar de los inmigrantes; e) Atender a la situación de la seguridad social; f) Atender preferentemente al cuidado de los niños inmigrantes, a su escolarización y a su inserción en la educación pública; g) Reconocer la importancia de las competencias locales y regionales en materia de inmigración.
Una propuesta interesante, que atiende a varias de estas consideraciones a la vez, es la que ha hecho recientemente Javier de Lucas al reflexionar acerca de la necesidad de un replanteamiento de la noción de ciudadanía. Se trataría de vincular el acceso a la ciudadanía con la residencia estable (desde tres años), en el ámbito local; es decir, de entender la ciudadanía, para empezar, como vecindad, lo que implica el reconocimiento de derechos políticos plenos en el ámbito municipal (que es ya algo más que el derecho a sufragio activo y pasivo, el derecho a voto).
Esta noción de ciudadanía incluiría el carácter multilateral, o sea, la posibilidad legal de la doble ciudadanía, y se podría implementar de un modo gradual: desde la vecindad al ámbito autonómico primero, estatal y europeo después. De Lucas concluye su propuesta así. «Una ciudadanía basada en la condición de residencia estable (a partir de 3 años) y sin exigencias adicionales como las propuestas en la idea de «contrato de adhesión» lanzada en Francia por el Presidente Chirac y común a buena parte de las reformas realizadas en diferentes países de la UE a lo largo de 2003 y 2004, que consisten básicamente en la supeditación a la superación de una suerte de «test de ciudadanía» junto a unas pruebas de lengua» (6).
La propuesta de Javier de Lucas es sugerente por la valentía con que afronta la distinción tradicional entre ellos y nosotros cuando se trata de la inserción social o socio-cultural de los inmigrantes. Pero no sólo por eso. También lo es por su recuperación de la noción original de ciudadano como habitante de la ciudad, lo que implica que la ciudadanía no quedaría vinculada en primera instancia a la nacionalidad ni al lugar de nacimiento, ni siquiera al permiso de trabajo, o sea, al hecho de estar trabajando en la ciudad, sino a la residencia, aunque ésta no sea definitiva o permanente. Y, por último, es sugerente porque, al abordar el proyecto de integración o inserción social de los inmigrantes en el marco de la Unión Europea, esta propuesta amplía el reconocimiento de los derechos civiles y sociales al reconocimiento de los derechos políticos: sufragio activo y pasivo, pero también derecho de reunión, asociación, manifestación y participación.
Desde una perspectiva así se puede hablar con propiedad de ciudadanía cívica y participativa: los inmigrantes dejan de ser los otros o, a lo sumo, de ser considerados como meros colaboradores sobrevenidos en la creación de riqueza, para ser reconocidos, en condiciones de igualdad, como agentes socio-políticos activos, igual que los autóctonos, de la construcción del espacio público, del ágora pública, que es lo que vienen siendo ya de hecho (¿hay que recordar, a este respecto, los nombres y apellidos de varios de los protagonistas de los movimientos sociales en Francia y en Reino Unido desde 1968?)
Desde una perspectiva así se puede, además de ser justos, ser realistas y generosos. Realistas, en el sentido de no exigir a los inmigrantes, como se pretende a veces, «test de ciudadanía» que, además de suponer una desconfianza previa respecto del otro, muy probablemente no podrían pasar la mayoría de los autóctonos. Y generosos, en el sentido de no imponer al inmigrante la lengua de la sociedad de acogida como obligación o requisito previo para el reconocimiento jurídico, sino considerar el acceso a ésta como un derecho, a cuyo cumplimiento la sociedad de acogida tiene que dedicar esfuerzos concretos.
Notas
(1) S. Sassen, ¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización, Ediciones Bellaterra, 2001. (2) A. Maalouf, Identidades asesinas, Alianza Editorial, 1999. (3) M. Martinello, La Europa de las migraciones. Por una política proactiva de la inmigración, Ediciones Bellaterra, 2003. (4) M. Siguán, Inmigración y adolescencia. Los retos de la interculturalidad, Paidós, Barcelona, 2003. (5) Tomadas del Manifiesto del VI Congreso sobre La inmigración en España: ciudadanía y participación (Girona, 10-13 de noviembre de 2004). (6) J. De Lucas, «Identidad y Constitución europea. ¿Es la identidad cultural europea la clave del proyecto europeo?», en Pasajes, nº 13, Valencia, invierno de 2004.