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Ecuador: Movimientos ciudadanos, Asamblea Constituyente y neoliberalismo

Fuentes: Alai-amlatina

La transición a la democracia, que en Ecuador ocurrió tempranamente en 1979, se caracterizó por el diseño de un sistema político excluyente, cerrado y tecnocrático, pero que al menos le otorgaba al Estado la capacidad de regular la economía y los mercados, en función de una idea, a la sazón en boga, de industrialización y […]

La transición a la democracia, que en Ecuador ocurrió tempranamente en 1979, se caracterizó por el diseño de un sistema político excluyente, cerrado y tecnocrático, pero que al menos le otorgaba al Estado la capacidad de regular la economía y los mercados, en función de una idea, a la sazón en boga, de industrialización y crecimiento endógeno.

Esa transición se hizo también destruyendo la capacidad de negociación del sujeto político más importante de esa época: la clase obrera ecuatoriana. En efecto, antes de que se realicen las elecciones que inauguraron el retorno a la democracia ecuatoriana, se produjo la masacre a los obreros del ingenio azucarero de Aztra, como un mensaje muy claro de la dictadura militar de que estaba dispuesta a entregar el poder pero dentro de un orden político que excluía a la clase obrera como actor dirimente.

Sin embargo, el retorno a la democracia se hizo en un escenario no controlado por la nueva clase política: la crisis del endeudamiento externo, que provocó la crisis del financiamiento al desarrollo y el agotamiento de un modelo económico, social y jurídico de industrialización y crecimiento endógeno.

Apenas a tres años del retorno a la democracia, el Ecuador, al igual que muchos países de la región, firmaron sendas Cartas de Intención con el FMI, que implicaron una vuelta de tuerca radical y profunda en el modelo de desarrollo. Las políticas de ajuste y estabilización determinaron el fin de la estrategia de industrialización y crecimiento endógeno y el inicio de una época signada por el neoliberalismo, las privatizaciones, el aperturismo y la desregulación.

La aplicación de esas políticas de ajuste significó a la larga la reprimarización y la desindustrialización de la economía ecuatoriana. Volvían al control del poder los grupos monopólicos concentrados en la agroexportación, el comercio, las finanzas y la minería. El ajuste económico también significó la desindustrialización y, por tanto, la pérdida de referencialidad política a la clase obrera.

En efecto, acuciada por las circunstancias, la clase obrera ecuatoriana cambió su discurso antisistema por una práctica de defensa de los más elementales derechos laborales que estaban siendo barridos por la ola neoliberal. El sujeto político de la transición democrática y de la oposición al ajuste neoliberal, para fines de la década de los años ochenta, la clase obrera, estaba virtualmente destruido.

Es en ese contexto, que emerge uno de los sujetos políticos más importantes y que se posiciona como el actor político fundamental a lo largo de la década de los noventa: el movimiento indígena. Aquello que convierte al movimiento indígena en sujeto histórico y que permite que rebase los contenidos de su agenda étnica hacia una agenda nacional, es su crítica radical al discurso político de la modernidad que se expresa en sus demandas de plurinacionalidad del Estado y de sociedades interculturales.

El movimiento indígena acompañó sus demandas con poderosas movilizaciones sociales que rebasaron al sistema político y que pusieron a la defensiva a la clase política ecuatoriana. La resistencia al ajuste y a la modernización neoliberal tuvo en el movimiento indígena uno de sus escollos más importantes y más difíciles de destruir.

Empero de ello, a fines de la década de los noventa, se aprecia un agotamiento en las dinámicas, discursos y propuestas del movimiento indígena. Ahora bien, sobre el desgaste del movimiento indígena, surge otro poderoso actor social que es el llamado a llevar las transformaciones de la actual coyuntura, y que a falta de otro término que lo caracterice sociológica y políticamente, ha sido denominado como «movimiento ciudadano».

La agenda central sobre la cual converge todo un abanico de intereses muchas veces contrapuestos y antagónicos bajo el membrete de movimiento ciudadano, es la necesidad de la reforma política. Puede suponerse que la necesidad de una reforma política no necesariamente implica la constitución de un actor social, sobre todo cuando existen características históricas que conforman y estructuran a esos actores sociales, sin embargo, todos los sectores sociales movilizados bajo el membrete de movimientos ciudadanos coinciden en la reforma política, aunque no se hayan puesto aún de acuerdo sobre los contenidos que tendría esa reforma política.

Esta aparente debilidad y contradicción nace de su propio discurso de constitución y de movilización, y es la crítica que hacen al sistema político y a los partidos políticos desde la moral y a los procedimientos de la democracia representativa liberal.

Así, mientras la clase obrera tenía un discurso antisistema y sus horizontes de emancipación se situaban en la superación de la explotación del trabajo y en la necesidad de cambiar las relaciones sociales de producción, y el movimiento indígena ecuatoriano acusaba al Estado liberal de violencia y exclusión por su misma estructura que no reconoce a la diferencia y proponía un discurso emancipador sustentado en el reconocimiento a la alteridad y en la no discriminación; los movimientos ciudadanos, en cambio, se plantean la moralización del sistema político liberal, expresada en la despartidización de los organismos de control, de elecciones, y de justicia, y en cambios procedimentales de la representación y el ejercicio del poder que contemplen, entre otras medidas, la revocatoria del mandato, los mecanismos anticorrupción y la fiscalización al sistema político.

Aunque parezca prosaico y demasiado limitado como para constituir un fenómeno político de importancia, el actual debate político en el Ecuador está copado por la presencia de «ciudadanos» que expresan su «hastío» e «inconformidad» con el sistema político y que se movilizan pidiendo cambios «radicales» al sistema político.

Se trata de un movimiento realmente fuerte en términos políticos porque fueron ellos los que apoyaron al movimiento indígena en la coyuntura de 1997 que determinó la destitución del ex Presidente Abdalá Bucaram por «incapacidad mental».

Fueron estos sectores los que provocaron la «revolución de terciopelo», o «revolución forajida» que en 2005 dieron al traste con el gobierno de Lucio Gutiérrez. Fueron estos sectores los que apoyaron las tesis antipolíticas de Alianza País, y de su candidato Rafael Correa, y finalmente ganaron las elecciones.

Pero, ¿quiénes y qué son estos «movimientos ciudadanos» que en el Ecuador serán determinantes para determinar la estabilidad democrática del país? ¿Qué los constituye? ¿Qué discursos y prácticas emancipatorias son inherentes a esos movimientos ciudadanos? Y, sobre todo, ¿qué cambios políticos se procesarán en el Ecuador al tenor de la emergencia y movilización de los movimientos ciudadanos? ¿cuáles son los puntos centrales de su agenda? ¿Qué entienden por «reforma política»?

Ahora bien, algo que puede servir para responder estas cuestiones está en su caracterización y una cosa aparece clara: quienes los conforman, en términos generales, pertenecen a las clases medias urbanas de las grandes ciudades del Ecuador.

Es muy difícil que los sectores suburbanos de las grandes ciudades, los campesinos pobres, los campesinos indígenas, los desempleados, los obreros, entre otros sectores sociales, se reconozcan como parte del actual «movimiento ciudadano», y no por razones cuantitativas o de discurso, sino por razones políticas y económicas.

Los sectores más pobres del Ecuador, en realidad, y en términos generales, son el sustrato del populismo de derecha (del partido del magnate del banano Alvaro Noboa, PRIAN) y del fascismo expresado en el Partido Sociedad Patriótica (PSP). Sus referentes de movilización e identificación política pasan por una aproximación estratégica al sistema político, es decir, por la capacidad de negociar sus votos por dinero, comida, promesas de trabajo, obra pública, etc.

Esos sectores pobres son el resultado de más de dos décadas de neoliberalismo y han perdido toda ilusión con respecto a la democracia, a la justicia, a la política, a las instituciones e incluso a sus propios marcos organizativos.

Se han constituido desde las prácticas clientelares del Banco Mundial que los convirtió en objetos de la caridad pública, han sido también los objetos de intervención de ONG’s laicas y también religiosas, y en objetos de manipulación del Estado y de sus programas de «asistencia social».

Están en la periferia de todo tipo de institucionalidad y las leyes los han criminalizado a ellos y a sus organizaciones, de ahí su resistencia a la organización social y política. Estos sectores, definitivamente, no son parte de los autodenominados «movimientos ciudadanos». El discurso del movimiento ciudadano no les llega porque no se inscribe en lo que Habermas llamaría su «mundo de la vida», es decir, los referentes y significantes de la crítica al sistema político no son parte ni de su cotidianidad, ni de las preocupaciones, ni de las prioridades de estos sectores.

En cambio, el discurso que critica al sistema político desde la moral tiene alta receptividad en las clases medias, que no se sienten representadas en la actual estructura de partidos políticos.

En efecto, todos los partidos políticos, de una u otra manera, han utilizado prácticas corporativas y patrimoniales; todos los partidos políticos han acusado prácticas de corrupción; todos los partidos políticos se han demostrado jerárquicos y verticales, demostrando lo que en teoría política se conoce como la Ley de Michels (todo partido político tiende a ser controlado por un grupo oligárquico que confisca en su beneficio las prácticas políticas del partido).

Esas clases medias son urbanas y se han constituido desde la matriz de la modernización neoliberal. Son consumistas, y quieren hacer prevaler sus derechos de consumidores también en el ámbito de la política. Las prácticas patrimoniales les parecen repulsivas y preferirían que la política sea tan transparente como lo es el mercado.

Pertenecen, en su mayoría, a sectores urbanos de las grandes ciudades del Ecuador, y con buenos niveles de instrucción, y con relativa posición económica. Su alejamiento del sistema político les ha permitido la construcción de un imaginario sobre la democracia que insiste mucho en sus mecanismos de procedimiento y que los acerca aquello que se denomina como el «votante medio», es decir, un votante que quiere que su voto tenga efectos reales sobre sus expectativas de estabilidad y bienestar en un contexto de mercados eficientes.

Estas clases medias que adscriben a la retórica de la reforma política y a la estabilidad son el núcleo fuerte de la movilización social en el Ecuador y han generado importantes fenómenos políticos, como la caída de Lucio Gutiérrez y el triunfo de la candidatura electoral de Rafael Correa, estos sectores se generaron desde los procesos de diferenciación social provocados por el neoliberalismo y cuya profundización y radicalización está a partir de la dolarización de la economía ecuatoriana, de ahí que sean defensoras a ultranza del modelo de dolarización y que coincidan en la crítica moralista al sistema político pero no al modelo económico (a no ser que sea también una crítica moralista al modelo económico, que no llega a ser una crítica antisistema).

Al ser una confluencia de varios sectores de clases medias, hay todo un abanico de opciones y propuestas: desde posiciones aparentemente radicales hasta aquellas más reformistas. Son estos sectores los que constituyen la «base social» del nuevo gobierno ecuatoriano de Alianza País y del Econ. Rafael Correa. Son ellos los que se movilizarán pidiendo las reformas políticas al sistema político.

Sin embargo, su horizonte político se limita a proponer cambios desde aspectos circunstanciales y que hacen referencia más al continente que al contenido de las relaciones de poder. Los cambios que proponen son una cosmética que a la larga consolidará el modelo neoliberal y permitirá que el sistema político ecuatoriano, que se desgastó por no haber procesado de manera coherente la reforma neoliberal, sobre todo por la emergencia del movimiento indígena, ahora pueda recomponerse y pueda poner entre paréntesis las propuestas del movimiento indígena y de los movimientos sociales.

Los «movimientos ciudadanos», en el Ecuador, en realidad representan el agotamiento de la izquierda y de los movimientos sociales, y el reposicionamiento de la agenda neoliberal. Su presencia política está hecha, a la larga, para salvar al modelo neoliberal modernizándolo. En estos tiempos neoliberales, cuando urgen respuestas radicales como aquellas que se han tomado en Venezuela, en Ecuador, la deriva política parece apuntar más a una recomposición de la derecha de la mano de los movimientos ciudadanos que a un cambio real en las relaciones de poder, y todo en un contexto de expectativa por el aparente triunfo de la izquierda en las últimas elecciones.