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Proceso de Ratificación del Tratado de Lisboa

El avance del campo del «no» en Irlanda paraliza a la UE

Fuentes: Gara

Los ciudadanos de la República de Irlanda deciden el próximo jueves si la Unión Europea se zambulle en otra crisis galopante. El modelo está en cuestión desde hace años, pero si los irlandeses votan «no» al Tratado de Lisboa, los organizadores eslovenos del Consejo Europeo de junio (19-20) no darán abasto con las aspirinas.

Al campo anti Tratado de Lisboa gana adeptos en la República de Irlanda a medida que se acerca el 12 de junio, fecha en la que están convocados a acudir a las urnas los ciudadanos del único Estado miembro de la Unión que ha osado ratificar -o rechazar, según sea el resultado final- vía consulta popular la última reforma de los maltrechos tratados comunitarios.

Los últimos sondeos afirman que los opositores al Tratado de Lisboa son más del doble de los encuestados hace tan sólo tres semanas. TNS/MRBI anuncia que el «no», ahora mismo, va en cabeza. Un 35% afirma que votará contra el Tratado; un 30% dice que votará a favor. El resto se declaran indecisos. ¿Posible consecuencia? Otra crisis institucional… y existencial. Hoy, a una semana del referéndum, la Unión aguanta la respiración. Hay quien dice que está casi en estado de shock.

Las razones de los irlandeses serán analizadas en estas páginas de aquí al jueves. Valgan dos apuntes para abrir boca: muchos de los que rechazan el texto comunitario alegan desconocimiento y critican la política comunicativa de Dublín y de Bruselas; otros aluden a cuestiones internas, por ejemplo a la progresiva pérdida de la neutralidad en el ámbito internacional o al oscuro futuro que espera a no pocos agricultores europeos -e irlandeses, por lo tanto, que se han beneficiado especialmente de los fondos estructurales, tanto como su Gobierno de los fondos de cohesión- con la reforma de la política presupuestaria y la anunciada reducción del goloso apartado dedicado a la Política Agraria Común.

La Comisión ha llegado incluso a aplazar el debate presupuestario (hasta después de la consulta) para que el tema no esté presente en la mente de los irlandeses. Bruselas argumentó que había recibido un aluvión de aportaciones en el debate público abierto sobre la cuestión presupuestaria, hasta el punto de que le era imposible «gestionarlas» -eufemismo que utilizó para no decir que, prácticamente, lo único que tenía que hacer era subir los correos recibidos a su página web- dentro del plazo inicialmente previsto para cerrar el debate. Esa argucia o justificación de la Comisión Europea ya fue desmontada en estas páginas. Pero no ha sido ésta la única cuestión «sensible» para Irlanda que ha aplazado o silenciado la Unión. Las instituciones comunitarias han puesto en cuarentena, además, toda discusión sobre los impuestos y sobre la defensa europea. Sin embargo, nada de eso ha logrado detener el debate sobre dichas cuestiones en la isla.

Por cierto, según las encuestas los jóvenes votarán mayoritariamente que «no», detalle que no debería pasar por alto Margot Wallström, vicepresidenta de la Comisión encargada de la Estrategia de Comunicación (y de Relaciones Institucionales) ahora que centra su mensaje, un día sí y otro también, en la transparencia, apertura, acercamiento a los ciudadanos y democracia. Pero tener un buen mensaje no es suficiente, ni repetirlo incesantemente hace que se convierta en realidad.

Los del campo del «sí» temen que el rechazo al Tratado de Lisboa tenga consecuencias para Irlanda. Sin embargo, nadie sabe cuáles podrían ser, aunque algunas de las consecuencias de un voto afirmativo el próximo jueves sí que son tangibles, puesto que la nueva arquitectura institucional pactada en el Consejo Europeo de Lisboa dejará menos capacidad de influencia -tanto en la Comisión como en el Consejo- a los socios más pequeños, caso de Irlanda.

De cualquier modo, es difícil imaginar que 4 millones de irlandeses (sin posibilidad de contar, todavía, el millón y pico de norirlandeses) puedan detener el tren institucional comunitario. 64 millones de franceses son otra cosa y, además, a su rechazo al anterior Tratado le acompañó enseguida el «no» de Holanda para disipar las dudas. Pero la Unión no puede permitirse un segundo frenazo consecutivo y, como apuntábamos, Irlanda no es Francia. Dice la Comisión Europea que no hay «plan B», pero es obvio que ese mensaje o lenguaje contiene una fuerte carga «emotiva» dirigida a presionar a los ciudadanos más indecisos.

No son pocos -el sentido común entre ellos- quienes sostienen que siempre hay uno; otra cosa es que nunca emerge hasta que el hecho -el drama- se haya consumado. La pregunta, una vez más, es si los mandatarios comunitarios están dispuestos o no a escuchar a sus ciudadanos, sean 4 o 60 millones.

En cualquier caso, la República Checa, que asumirá la presidencia rotatoria -semestral- del Consejo de Ministros de la Unión Europea el 1 de julio, relevando a Eslovenia, ya ha reconocido que trabaja con dos versiones diferentes de su programa de presidencia en previsión de lo que ocurra en Irlanda.

De momento, muchos recuerdan hoy que los irlandeses ya rechazaron en 2001 otra reforma de los tratados, la de Niza. Entonces, Dublín negoció con el resto de socios varias concesiones que desembocaron en una segunda consulta favorable a los intereses comunitarios. Así que no falta quien dice que es preciso votar «no» para pactar de nuevo nuevas concesiones desde una posición de fuerza.

Mientras la mayoría de los mandatarios europeos, seguramente grandes europeístas todos ellos, se echan todavía las manos a la cabeza ante lo que pueda pasar y lanzan toda suerte de improperios contra las democracias «asamblearias», nadie dice nada sobre el debate que el próximo día 17 iniciará el Senado francés sobre un plan de reforma constitucional que, entre otros puntos, incluye una cláusula que obligue a convocar un referéndum ante un eventual acuerdo de adhesión de Turquía a la Unión. Es bien sabido que la UE sigue moviéndose a golpe de intereses particulares… de los estados, claro.

No debe extrañar, por lo tanto, que hayan surgido voces como las del influyente eurodiputado del PSOE Enrique Barón, ex presidente del Parlamento Europeo, arremetiendo contra las consultas populares: «No tiene sentido someter este tipo de procesos del que dependen casi 500 millones de personas a la ruleta rusa». La descripción ilustra perfectamente la importancia que muchos estados y muchos de sus representantes en el entramado institucional comunitario otorgan a sus ciudadanos. La cuestión no estriba en que un Estado miembro se haya atrevido a organizar un referéndum para ratificar un texto europeo; lo que debería llamar la atención es que únicamente sea uno quien lo haga. Especialmente cuando casi todo el mundo -incluidos los gobiernos de la Unión- coincide en señalar que la letra y el espíritu del Tratado de Lisboa son casi idénticos a los del anterior Tratado (rechazado en Francia y Holanda). No debe extrañar ahora que muchos irlandeses se pregunten por las razones por las cuales franceses y holandeses dijeron entonces que «no».

Los próximos pasos a los que se enfrenta la Unión son importantes. El primero, obviamente, es ver cómo amanecerá la UE la supersticiosa fecha del viernes 13, cuando se conozca ya el resultado del referéndum.

Si Irlanda vota «no», el Consejo Europeo previsto para los días 19 y 20 de junio se convertirá en un «Consejo de crisis», habida cuenta de que todos y cada uno de los estados deben ratificar la reforma de los tratados para que puedan entrar en vigor (la UE pretende hacerlo en enero de 2009).

El Tratado de Lisboa ha sido presentado como el instrumento necesario para probar la eficacia y legitimidad de una Unión a veintisiete

Como ya se ha apuntado, la Unión se encuentra embarcada en discusiones de enorme calado para su futuro, siendo el más decisivo, ahora mismo, el referido a la reforma del presupuesto comunitario.

Pero es que, además, sigue debatiendo (con la boca pequeña) sobre futuras ampliaciones, o lo que es lo mismo, sobre la definición de sus fronteras, un debate tan apasionante como incierto. Turquía espera (además de Croacia y otros), y algunos estados miembros, como el francés, ya están tomando posiciones muy claras al respecto.

Y, además, las elecciones al Parlamento Europeo están a la vuelta de la esquina. La participación ciudadana en las últimas, hace cinco años, fue tan escasa que ni tan siquiera los estados pudieron ocultarlo. Si la República de Irlanda vota «no» y los estados echan mano de alguna argucia para ningunear la voz y el voto de sus ciudadanos el mensaje que les estarán transmitiendo podría ser demoledor para la integración europea en sus actuales parámetros.

Hay quien opina, especialmente en Gran Bretaña, que un rechazo de los irlandeses podría significar el fin del proceso de integración europeo tal y como hoy está constituido. Probablemente sea una afirmación exagerada, porque la Unión siempre ha demostrado su capacidad para amoldarse incluso a los peores escenarios para sus intereses, de modo que el modelo, aunque sea a trancas y barrancas, perviva sin verse obligado a una reformulación radical.

El Tratado de Lisboa recoge varias ideas que podrían servir, en el futuro, para una Unión más «flexible» y con mayor margen para «esquivar» a sus ciudadanos. Pero, para eso, tiene que entrar antes en vigor…