El periodista sueco Gösta Hultén ha publicado un libro estremecedor (Fånge på Guantánamo, Leopard Förlag, Estocolmo 2005) sobre el caso del joven Mehdi Ghezali y su encierro en el campo de concentración estadounidense de la Base Naval de Guantánamo. Hultén combina el testimonio del joven Ghezali con una investigación minuciosa del comportamiento de la diplomacia […]
El periodista sueco Gösta Hultén ha publicado un libro estremecedor (Fånge på Guantánamo, Leopard Förlag, Estocolmo 2005) sobre el caso del joven Mehdi Ghezali y su encierro en el campo de concentración estadounidense de la Base Naval de Guantánamo. Hultén combina el testimonio del joven Ghezali con una investigación minuciosa del comportamiento de la diplomacia sueca ante la arbitrariedad y el desprecio por los derechos humanos de las autoridades estadounidenses, y la imagen que surge de su formidable trabajo es la de un mundo sin ley, sin moral y sin el reconocido honor que solía caracterizar la política exterior del Reino de Suecia.
Mehdi Ghezali nació en Estocolmo en 1979 y tuvo una adolescencia errrática y difícil, marcada por la búsqueda de una identidad. Su madre es finlandesa y su padre, que ha vivido durante más de 30 años en Suecia, es de origen argelino. En 1999 Mehdi fue detenido en Portugal junto a otro joven que había cometido un robo. Durante su estancia en la cárcel preventiva reflexionó sobre su futuro, decidió convertirse al islam y dejar atrás la vida desordenada que lo había llevado a frecuentar elementos delictivos. A diferencia del amigo con el que fue detenido, Mehdi fue declarado inocente de los cargos que se le imputaban y, en cuanto recuperó la libertad, comenzó a vivir como un musulmán convencido.
En septiembre de 2000 viajó a Arabia Saudita en compañía de otro joven sueco, visitó la Meca e intentó ingresar en la universidad. No fue aceptado ya que sus conocimientos de árabe no resultaron satisfactorios para realizar estudios superiores. En abril de 2001 volvió a Suecia y su padre le financió un viaje a Londres, para que estudiara árabe y luego probase suerte de nuevo en alguna universidad saudita, en las que anualmente ingresan numerosos jóvenes musulmanes de todas partes del mundo. Las condiciones en esos centros suelen ser muy favorables, los estudios y la vivienda son gratuitos y todos los años la universidad ofrece a sus estudiantes un viaje de vacaciones a sus países de origen. En Londres Mehdi se enteró de que la universidad de Islamabad aceptaba estudiantes en cursos en inglés o en árabe, pidió dinero prestado a un amigo y se fue a Pakistán a probar suerte. Pero mientras esperaba el comienzo del curso hizo un viaje a Jalalabad en Afganistán y allí fue sorprendido por los bombardeos de las fuerzas comandadas por EE UU.
¿Qué hizo Mehdi durante su estancia en Afganistán? Leer el Corán, jugar al fútbol con los lugareños y vivir en las mismas condiciones precarias de la familia que lo cobijaba, siempre en búsqueda de una identidad y de produndizar sus estudios del Corán. Pero a partir del 11 de septiembre de 2001 todo se volvió en su contra: su religión, su pasado reciente, el momento histórico e incluso las autoridades de su patria sueca. Hultén define a Ghezali como un joven profundamente religioso, alejado de las cosas mundanas. Cuando los americanos comenzaron a bombardear Afganistán Ghezali ni siquiera entendió que esa agresión tuviese algo que ver con los atentados del 11 de septiembre. El joven sueco intentó huir de los bombardeos y atravesó la frontera de Pakistán, país amigo de EE UU donde dos tercios de la población es analfabeta y la mayoría vive en condiciones de extrema pobreza. Los cazadores de recompensas, conscientes de que podían obtener hasta 5 000 dólares por cada presunto terrorista capturado, atraparon a Ghezali y lo vendieron a los militares pakistaníes. Éstos, a su vez, lo revendieron como una mercancía de guerra al ejército norteamericano, que mintió al asegurar que el joven había sido capturado en combate en Afganistán.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Suecia se hizo eco de esa mentira; en su informe por fax a Estocolmo, al que Hultén ha tenido acceso, la embajada de Islamabad se refiere a Ghezali (sin disponer de la más mínima prueba para sustentar tan grave acusación) como «un miembro de Al-Qaeda con pasaporte sueco». Y la Cancillería actuó en consecuencia. No hubo orden de que se actuara para obtener acceso diplomático al súbdito sueco en dificultades y los norteamericanos lo internaron en una base militar en Kandahar. De allí lo enviaron junto a otros prisioneros, en una acción catalogada jurídicamente como un secuestro ya que EE UU no tiene jurisdicción sobre Pakistán, a la base naval ilegal de Guantánamo en la isla de Cuba: atado, con una mordaza y una capucha negra. Esto ocurrió en diciembre de 2001. A los prisioneros no se les permitió satisfacer sus necesidades durante el viaje de 24 horas. Sus pies permanecieron encadenados durante todo el trayecto. Esto se realizó sin que a ninguno se les acusara de nada en concreto, sin haber sido juzgados y mucho menos sentenciados por delito alguno, violando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención de Ginebra y la Constitución de los propios Estados Unidos.
En Guantánamo, Ghezali fue encerrado en una jaula y desde el primer instante los guardias hicieron todo lo posible por deshumanizarlo. A partir de ahora su nombre no fue más Mehdi Ghezali; ahora se llamaría US9SWE000166 y sería sometido a tratamientos degradantes y torturado sistemáticamente. Los interrogatorios podían durar doce horas seguidas y eran brutales: encadenado al suelo, desnudo, con un fuerte reflector intermitente dirigido a la cara, amenazado por perros y siempre en una cámara de torturas sofocante a una temperatura de cuarenta grados centígrados, o por el contrario tan gélida que un pie se le lesionó a causa de la falta de circulación. En una oportunidad, uno de los perros se desmayó por el calor de la cámara de tortura. No se le permitía dormir; la luz estaba siempre encendida, los carceleros ponían música a todo volumen, le inculcaban que jamás recobraría la libertad («tenemos buenos médicos que garantizarán que llegues a la vejez» le decían) y se le obligaba a cambiar de jaula varias veces cada noche. Gezhali vio con sus propios ojos que uno de los prisioneros era un niño afgano de once años; también había ancianos de más de ochenta. A uno de ellos, de 102 años de edad, «lo llevaban a los interrogatorios encadenado y temblando». Un detalle importantísimo del testimonio de Gezhali es que en un principio había soldados puertorriqueños que se mostraron más bien suaves y propensos a disminuir el sufrimiento y las humillaciones de los enjaulados; a los tres meses los boricuas desaparecieron y sólo quedaron los otros, los más bestias. Según la definición de Dick Cheney, el joven sueco era uno de «los peores entre los peores»; según la embajada sueca en Pakistán era «un miembro de Al-Qaeda con pasaporte sueco». Y de acuerdo a Donald Rumsfeld, el prisionero US9SWE000166 pertenecía a la categoría de «los asesinos más peligrosos, mejor entrenados y más malvados de la faz de la tierra».
El problema es que no había ni un solo hecho que lo demostrara. A pesar de que Mehdi fue internado en un campo en Peshawar en diciembre de 2001, y que la embajada de Suecia está situada a unas horas de viaje en auto de ese lugar, los diplomáticos suecos confiaron en las mentiras de los pakistaníes, se abstuvieron de visitar a su compatriota para hacerse una idea propia de los acontecimientos y se fueron a Suecia a celebrar las navidades. El 10 de enero el Ministerio en Estocolmo recibió una comunicación directa de Washington: entre los prisioneros que serían transportados a Guantánamo se encontraba «eventualmente» un sueco. De la embajada sueca en Washington llegó entonces un informe firmado por el diplomático Peter Kanflo en el que se decía que Gezhali «fue hecho prisionero en Afganistán, tiene conexiones con Al-Qaeda y constituye una amenaza contra la seguridad de EE UU y contra la paz internacional y la seguridad».
Aterra la subordinación y el grado de ceguera de la diplomacia sueca ante la actuación de los norteamericanos en Guantánamo. El libro de Hultén hace pensar en una ceguera compacta, impecablemente blanca y viscosa, como la de la famosa novela de Saramago. En la primera nota de prensa al respecto, firmada por la ministro de Relaciones Exteriores Anna Lindh el 20 de enero de 2002, la Administroción de Estocolmo daba por sentado que «el sueco será tratado humanamente y de acuerdo a los convenios internacionales».
Cuando US9SWE000166 recibió al fin una visita de funcionarios de su país el 15 de febrero, corporeizados en un enviado de la policía sueca de inteligencia y seguridad (exigencia de los americanos) y el ministro de la embajada sueca en Washington Bo Eriksson, el muchacho fue interrogado de la misma forma que los interrogadores estadounidenses lo habían estado haciendo y en el mismo local -argolla en el suelo para las cadenas– donde éstos lo habían torturado. De acuerdo con uno de los informes del diplomático, al cual Hultén tuvo acceso, el prisionero compareció ante los representantes de su país encadenado; «se sentía muy mal, estaba a punto de desfallecer y mostraba síntomas de choque profundo, confusión y estaba casi paralizado».
A pesar de todos estos datos, que pertenecen a la parte secreta del informe, Eriksson produce un ejemplo casi inconcebible de subordinación a una potencia extranjera pero ante todo de inhumanidad: en su informe a la Cancillería, asegura que los enjaulados no han sido torturados ni sometidos a ningún tratamiento degradante; los carceleros, apunta el diplomático sueco, lo pasan casi peor en sus barracas que los prisioneros en sus jaulas (2.00 x 2,40 m; tanto las regulaciones suecas como las norteamericanas de protección a los animales prohíben el encierro de bestias en jaulas tan reducidas). Sobre el campo de concentración como método, el diplomático de la patria de Alfred Nobel y de Olof Palme encontró que «es objetivamente difícil condenar de modo general la solución temporal que los americanos han puesto en práctica». La formulación solución temporal me parece doblemente macabra: en primera porque sugiere que lo objetivamente condenable hubiera sido una solución definitiva del caso de los enjaulados de Guantánamo (¿exterminarlos?). En segunda porque esa solución «temporal» ya era inhumana y violatoria de la ley internacional en el momento en que el diplomático interrogó a su compatriota, una temporalidad que la Administración Bush desde el estreno mismo del campo de concentración había declarado indefinida.
Si los torturadores profesionales de Guantánamo habían sido incapaces de extraer del cuerpo de su víctima una confesión sobre la ficción de que era talibán o miembro de Al-Qaeda, el encuentro con los representantes policiales y diplomáticos de su país arrojó la evidencia de que Ghezali no era considerado un ciudadano sueco digno de que su país se enemistase con sus señorías imperiales por la causa de los derechos humanos y la justicia. Los meses siguieron pasando y el 29 de mayo fue el Ministro de Defensa sueco quien declaró que, en el transcurso de un encuentro que sostuvo con representantes del Gobierno en Washington, había preguntado «si el joven sueco era considerado un prisionero de guerra y si EE UU estimaba que el joven hubiese cometido algún crimen». Por toda respuesta, los americanos dijeron que «revisarían el asunto». Con esto el Ministro se dio por satisfecho y Hultén constata que a finales de mayo, o sea seis meses después del secuestro del sueco Mehdi Gezhali, el Gobierno de su país seguía sin presentar exigencia alguna de que fuese liberado.
Pero las cosas empezaron a complicársele a la Administración de Göran Person. En el verano ocurrió uno de esos milagros de hidalguía que solamente se dan en casos extremos: el preso US9SWE000166, absolutamente solo, torturado, sin un país que lo apoyase en su esperanza de que se le hiciera justicia y sin recibir las cartas que su padre le enviaba, dejó de hablar con sus victimarios. Eso: dejó de responder a sus preguntas, guardó un silencio que elevó su dignidad y enfureció a sus carceleros. A partir de ahora su situación se hizo aún más difícil. En agosto, Exteriores llamó al encargado de negocios de la embajada norteamericana en Estocolmo: ¿de qué se acusaba a Mehdi Gezhali? ¿Bajo qué condiciones sería procesado? ¿Por qué Mehdi no recibía las cartas que se le enviaban? El 8 de septiembre surgió otra complicación inesperada que inoculó un inquietante foco de claridad en la ceguera blanca de la diplomacia sueca: con la ayuda de un humilde amigo soldador, el padre de Mehdi construyó una jaula de hierro de las mismas dimensiones que las de Guantánamo y la plantó en la Plaza más céntrica de Estocolmo. Se puso un overol anaranjado, se encadenó de pies y manos y se encerró en la jaula, encapuchado, para realizar una huelga de hambre. Trece mil transeúntes de la capital sueca firmaron espontáneamente la carta de protesta del padre. Esta fue la primera protesta internacional en contra del campo de concentración de Guantánamo.
Un mes más tarde no se había recibido respuesta alguna y esta vez le tocó al embajador norteamericano subir a la Cancillería de Estocolmo. Pero no hubo respuestas. Sobre las cartas desaparecidas, el embajador se limitó a decir que «el sistema de correos funciona». La parte sueca seguía sin demandar que el preso fuese procesado o puesto en libertad, y en octubre el jefe de la división jurídica de la Cancillería sueca hizo esta insólita declaración a la televisión: «No creo que podamos traerlo a casa. Los americanos están muy decididos en sus argumentos». En este punto Hultén se pregunta, con razón: «Si un representante del Ministerio de Relaciones Exteriores se expresa de esa manera en los medios de comunicación suecos, ¿qué cosas no dirá cuando está frente a los americanos y ellos le exponen con decisión sus argumentos?»
Pero había cosas peores. Mientras esto ocurría, la embajada sueca en Washington, dirigida por el entonces embajador Jan Eliasson (actualmente Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas) hacía todo lo posible no por lograr que se le hiciera justicia a su compatriota enjaulado, sino por disuadir al Ministerio de Relaciones Exteriores de presentar demandas que molestaran a los norteamericanos. Por su parte, Bo Eriksson seguía pidiendo comprensión y clemencia para con los torturadores de US9SWE000166: «En lo referente al estatus de los prisioneros y su futuro procesamiento, no creo que debamos hacernos demasiadas ilusiones de recibir más «aclaraciones» por parte de los americanos — escribió Eriksson desde Washington–; aunque los presos no puedan aspirar a obtener el estatus completo de prisioneros de guerra, sí son combatants que han sido capturados en los campos de batalla… Como no hay dudas sobre el estatus de los prisioneros, no es necesario que se pruebe su causa ante los tribunales». En su libro, Gösta Hultén resume así la actitud de la embajada sueca en Washington: «Pese a que Bo Eriksson sabía que Mehdi no fue capturado en el campo de batalla y a pesar de que en Suecia se estaba cuestionando cada vez más la legalidad de la actuación norteamericana, Bo Eriksson se puso de parte de la opinión estadounidense, incitanto a la pasividad sueca». En diciembre de 2002 -ya Mehdi llevaba un año encerrado-las autoridades de Pakistán declararon que no existían sospechas de que Mehdi hubiese cometido ningún tipo de delito. Sin embargo en enero, cuando el abogado de Gezhali se presentó ante el jefe jurídico de la Cancillería y el embajador en Washington Jan Eliasson, éstos le hicieron saber que en Guantánamo, desde el punto de vista humanitario, «todos los prisioneros están recibiendo un trato que se ajusta a la Convención de Ginebra» y que «no existe ningún riesgo de que sean torturados».
Sólo cuando el caso del «talibán sueco» dejó de ser un asunto de diplomáticos obedientes ante la ilegalidad de Washington, y se elevó al plano político doméstico, el gobierno sueco presentó al fin su exigencia, basada en el Derecho Internacional, de que Mehdi Gezhali fuese puesto en libertad. En esto jugaron un papel decisivo las demandas de liberación que se presentaron en el parlamento, el dramático simbolismo del padre enjaulado en Estocolmo, el activismo del «Grupo de Guanánamo» (en el que trabajó el propio Hultén), el descrédito internacional creciente ante la barbarie del campo de concentración de Guantánamo y la exigencia de liberación de Gezhali firmada por los representantes de cinco partidos políticos.
La entonces Ministro de Relaciones Exteriores Anna Lindh tiene el mérito histórico de haber exigido la liberación de US9SWE000166 en contra de los informes y los consejos de sus diplomáticos. Tal y como lo cuenta Hultén, Anna Lindh fracasaría en sus esfuerzos por lograr que la Unión Europea actuase en conjunto con respecto a Guantánamo, pero sí fue firme al hacer que Suecia presentara unilateralmente su demanda de cara a EE UU, por lo que fue abucheada en Washington.
Pese a la demanda de Anna Lindh, la liberación de US9SWE000166 siguió siendo un asunto pendiente. Míster Pierre-Richard Prosper, embajador norteamericano «para crímenes de guerra» visitó Suecia en marzo de 2003 y publicó un artículo en la prensa de Estocolmo donde decía que Mehdi «estaba obligado a hablar» (en realidad, lo único jurídicamente defendible de toda esta pesadilla era el valiente silencio del muchacho); acusaba de nuevo a Gezhali de haber pertenecido a Al-Qaeda y de haber sido capturado en el campo de batalla, sin presentar una sola prueba de ello. En septiembre de 2003 Anna Lindh fue asesinada a puñaladas por un demente mientras compraba ropa en un almacén de Estocolmo, y en marzo del año siguiente la nueva Ministro de Exteriores Laila Freivalds, al hablar en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra, no sólo guardó un silencio culpable sobre los horrores que en ese mismo instante estaba sufriendo Mehdi Gezhali, sino que al hablar de Cuba expresó la preocupación de Suecia por el estado de los derechos humanos en la extensión de la isla sobre la que los norteamericanos no tienen jurisdicción, sin decir ni una sola palabra sobre la atroz violación de los derechos humanos y las leyes internacionales en la Base Naval de Guantánamo.
Aquella intervención de la Ministro Freidvalds nos dejó atónitos a los observadores del caso cubano y constituye un ejemplo de cómo un país europeo rico usa selectivamente la ceguera blanca de Saramago para congraciarse con las necesidades de política exterior de EE UU, independientemente de lo ilegal y abyectas que éstas sean, echando por la borda la imparcialidad, la objetividad, la credibilidad y la dignidad de la política exterior sueca. Con este hipócrita trato doble, flaco favor se le hace a la causa de los derechos humanos en Cuba y en el mundo. Hultén resume así la actuación de Suecia ante las Naciones Unidas: «Tanto en la Asamblea General como en la Comisión de Derechos Humanos, Suecia optó por guardar silencio sobre Guantánamo. Este era el tercer año que Suecia tenía la oportunidad de poner a Guantánamo en el orden del día de las Naciones Unidas, y esta fue la tercera vez que no lo hizo».
Tras 900 días de cautiverio ilegal, la cifra US9SWE000166 volvió a ser el ser humano Mehdi Ghezali. Los interrogatorios no habían dado absolutamente nada y en el momento de su liberación las autoridades norteamericanas seguían sin imputarle cargo alguno. El policía sueco de seguridad que lo interrogó había declarado al volver a Suecia que desde el punto de vista «de inteligencia» la visita no había dado absolutamente nada. Un fiscal sueco declaró que era imposible instruir un proceso contra Ghezali, y en general ni una sola prueba de su presunta vinculación con los talibanes o con Al-Qaeda fue presentada. No obstante, a Mehdi Ghezali lo obligaron a firmar un «acuerdo» por medio del cual aceptaba «voluntariamente» las siguientes condiciones para ser puesto en libertad: que en lo sucesivo no tendría ninguna vinculación con Al-Qaeda, que no participaría en ninguna conspiración contra EE UU o en actos terroristas, ni protegería conscientemente a nadie que lo hiciera. O sea, que lo obligaron a comprometerse a no realizar actos que jamás había pensado cometer.
El libro de Gösta Hultén, Fånge på Guantánamo, debería publicarse a la mayor brevedad en lengua castellana pues muestra dramática y claramente cómo funciona la nueva ilegalidad internacional en este principio de siglo marcado por la llamada «lucha contra el terrorismo» de EE UU. Las atrocidades sufridas por este joven sueco inocente contrastan escandalosamente con la manera en que las autoridades estadounidenses están tratando a un terrorista confeso y convicto como Luís Posada Carriles, a quien protegen conscientemente. Pero el caso de un criminal impune y de tal calibre requiere un análisis profundo, y ese será el tema de mi próximo artículo.
René Vázquez Díaz es escritor cubano sueco y miembro de la Directiva de la Unión de Escritores de Suecia. Su libro más reciente es El sabor de Cuba (Tusquets).