Enseñaba el filosofo español de la primera mitad del siglo XX José Ortega y Gasset que el progreso de la civilización humana se debe fundamentalmente a dos razones; por un lado la democracia, es decir la adquisición de derechos sociales y civiles y el establecimiento y consolidación de generaciones humanas. Y por el otro, la generación del conocimiento en su sentido mas amplio y el desarrollo científico y tecnológico,
Reafirmaba la idea de que para conseguir y mantener la democracia resulta fundamental la política. Y a la vez que para conseguir y mantener lo segundo resulta crucial la ciencia.
El buen alumno del covid-19
En un primer momento Uruguay recorrió con holgura –cuasi insolencia- lo que el mundo comenzaba a padecer. Apenas un mes de comenzada la pandemia el gobierno nacional creo el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH).
Mas de 60 científicos, matemáticos, infectólogos, epidemiológicos y otros especialistas asesoraban estrechamente al gobierno uruguayo recientemente formado por Luis Lacalle Pou, en el control de la covid-19, los cuales en su momento fueron señalados como uno de los factores de la privilegiada situación del país respeto a la enfermedad.
El tiempo ha pasado y aquel buen alumno con pocos casos activos de covid-19 y con menos de cinco nuevos casos por día en promedio, ha dejado de ser un caso singular y una excepción, como nos destacaban los medios internacionales, para transformarse en un eslabón más de la crisis sanitaria a escala mundial.
La lucha política cambio de bando
Ayer repudiaban la arrogancia (tal vez con razón) de la tecnocrática de los economistas de centroizquierda nucleados en el Frente Amplio, con ese alarde de falsa superioridad que desestima como irrelevante la opinión de quienes no son expertos en economía.
El tiempo ha pasado y la derecha neoliberal está al frente del Gobierno, hoy trata de cerrarle la boca a cualquiera que intente opinar sobre la emergencia sanitaria si no es especialista en epidemiología. La duda y la crítica, esos recursos que tanto supieron ejercer antes, cuando estaban en la oposición, ahora que están en el poder les parecen una necedad, una afrenta o un peligro.
Es como si su militancia política se hubiera vuelto incompatible con la lealtad a la democracia. Como si su derecho a defender al gobierno significara que ya se les olvidó, que ya no entienden o no tienen que tolerar el derecho a disentir.
Porque en lugar de responder con datos y argumentos suelen hacerlo asumiendo que todo cuestionamiento forma parte de una maquinación. No aclaran las dudas ni rebaten las críticas, simplemente descalifican a quienes las plantean. No admiten diferencias, solo imputan malas intenciones.
Parece que su convicción política llega a tal extremo que les impide aceptar la posibilidad de desacuerdos legítimos, como el simple hecho de preguntar por un plan de vacunación.
Mucho nos tememos, que se busca invocar el prestigio social de la ciencia para evadir el rigor del debate político. Quieren que la ciencia sea una proveedora de certezas definitivas, de respuestas irrefutables. Pero la ciencia no es eso, no puede serlo. Si así fuera, posiblemente no hubiéramos llegado al estado actual de la pandemia, batiendo récords de casos positivos.
La ciencia es más bien, un campo de disputa permanente y de preguntas que nunca terminan. El conocimiento científico, para serlo de veras, necesita basarse en evidencia accesible y en una teoría clara, ser explícito en su método, poder replicarse y sobre todo estar formulado de tal manera que sea susceptible de ser refutado. De eso se trata, en ello reside su paradójica fortaleza; en no confiarse, en estar siempre sujeto a escrutinio, en irse forjando no a partir de la conformidad sino del conflicto.
Aquí está el quid de la cuestión: qué peso debe tener la opinión de los científicos en las decisiones políticas en las circunstancias actuales si queremos que el covid-19 pase a ser un mal recuerdo. Sin dudas, es priorizar el asesoramiento científico en todas las decisiones políticas.
Ahora bien, refugiarse en esta lógica es un equilibrio difícil, porque el debate se cristaliza sobre el conjunto de medidas, que salva vidas evitando que los hospitales colapsen, pero cuyo coste económico y social es terrible, y que se contradicen en esa falacia de nueva normalidad.
Uruguay comienza a ceder, su práctica económica y social es el sector turístico y sus empresariados con la complicidad de los diferentes alcaldes quienes comienzan a generar una firme contradicción en el manejo de la pandemia, como por ejemplo la extensión de los horarios de bares y restaurantes.
Por eso tratar de acallar a quienes lo interpelan pretextando que ellos no tienen credenciales científicas e incluso atribuyéndoles motivaciones perversas e inconfesables, no es ayudar a la causa de la ciencia, es hacer política apelando a ella, no como forma de conocimiento sino como recurso de autoridad.
La ciencia no escapa a la ideología a sus sesgos personales y los intereses políticos y empresariales. Por ello uno de los mayores retos del organismo como el GACH es conservar su independencia y su credibilidad.
El conjunto de investigadores que conforman el GACH subrayan la importancia de entender que la evidencia científica es aquello en lo que muchas personas están de acuerdo y que la ciencia no tiene respuestas absolutas. Por eso la necesidad de ser críticos con las fuentes y ser capaces de transmitir todo esto a los políticos dentro de una estructura independiente y creíble.
Los procesos científicos y tecnológicos se han convertido en asuntos políticos de importancia medular en las sociedades contemporáneas como consecuencia de su capacidad para afectar y transformar todas las esferas de la vida.
No obstante, toda la conducción de la pandemia, se concentra en la estructura del gobierno de la coalición neoliberal o mejor dicho bajo la autoridad del presidente Luis Lacalle Pou.
Esto no es un hecho menor, que se refleja en su discurso tecnocrático y neoliberal, que excluye por la vía de los hechos, la mitad de la población representada por la centroizquierda, a no integrar, a ningunear a sus legítimos representantes a un espacio de coordinación con el grupo científico, por ejemplo.
Ya Parménides enseñaba en Grecia la distinción entre opinión y opinión verdadera que sería desarrollada por Platón. En realidad se trata de una distinción que determina la diferencia entre política y ciencia. Lo malo es que garantizar la independencia de la ciencia es una decisión política, y la decisión de financiarla, con cuánto y cómo, es una práctica política por excelencia.
Eduardo Camín. Periodista uruguayo acreditado en ONU- Ginebra. Analista asociado el Centro Latinoamericano de Analisis estratégico CLAE