Los descubrimientos de la Cicig no tienen nada de sorprendente. Lo que sí tienen es el poder de colocar a la ciudadanía en un estado de expectación constante, en espera de su dosis diaria de escándalo. Las recientes denuncias de la comisión investigadora han ido surgiendo a un ritmo sostenido y, al parecer, este espectáculo […]
Los descubrimientos de la Cicig no tienen nada de sorprendente. Lo que sí tienen es el poder de colocar a la ciudadanía en un estado de expectación constante, en espera de su dosis diaria de escándalo. Las recientes denuncias de la comisión investigadora han ido surgiendo a un ritmo sostenido y, al parecer, este espectáculo lamentable de corrupción en las altas esferas de las instituciones del Estado durará mucho tiempo.
Lo significativo del momento que vive el país no se refiere tanto a la develación de casos comprobados de robo de fondos públicos, que hoy estaban y mañana ya no -lo cual ya ha sucedido durante anteriores administraciones-, sino el simple hecho de haber iniciado una persecución como la actual, acontecimiento inédito en los últimos decenios. Por ello, esto que habla muy bien del actual titular de la Cicig, deja una muy mala impresión de sus antecesores.
Sin embargo, no es posible ver el panorama separado en compartimentos estancos, porque todo parece estar íntimamente conectado. Por un lado, políticos y funcionarios sacados del círculo de íntimos de quien posea el poder para nombrarlos. Por otro, una sociedad tolerante al abuso y poco proclive a salir de su burbuja de seguridad para ponerle un alto al latrocinio y a la ineficiencia. La combinación ha favorecido, sin duda, a quienes ese silencio otorga una especie de anuencia tácita a sus acciones.
Los marcos legales sirven para regular las relaciones de poder. Para ello, debe haber más de un centro de poder. Por lo menos en los sistemas democráticos, al pueblo se le asigna una cuota de incidencia y esta está representada por el voto, pero también en cómo esa ciudadanía se relacione con el gobierno por medio de sus representantes en el Congreso y su acceso al sistema de justicia por medio de la denuncia. Esa fiscalización y la organización ciudadana para incidir en las decisiones de Estado pueden hacer ese contrapeso esencial para limitar al máximo los abusos de los gobernantes.
El problema está cuando esa cuota se negocia, se deja de usar o, peor aún, se ignora su existencia. De ese modo, el desbalance llega a los extremos actuales, cuyas repercusiones han alcanzado niveles de catástrofe. Es entonces cuando es preciso comenzar a pensar seriamente en el día después. ¿Qué sucederá cuando la Cicig termine de desmantelar todo el tejido corrupto y deje a las instituciones en puro esqueleto? ¿Hasta dónde llegará con esa acuciosidad demostrada durante las últimas semanas, si realmente está dispuesta a develarlo todo?
El día después puede ser el más grande y complejo desafío para una sociedad no preparada para encajar un impacto de esa magnitud. Si efectivamente van a llegar hasta las últimas consecuencias en esta cacería, entonces todas las instituciones del Estado -pero también una buena parte de organizaciones empresariales, profesionales y financieras- deberían ser esculcadas a fondo para limpiarlas de sus malos elementos y sus prácticas ilegales.
De producirse semejante tsunami se verán sacudidos no solo los valores y modos de relación sociedad-gobierno, sino muy especialmente otros vínculos cuya solidez se basa en la complacencia mutua y en el silencio.