El error común en nuestra América es considerar a esta región como un todo uniforme, dadas la historia, la dependencia en relación con los grandes centros hegemónicos de poder (primero, de Europa y, posteriormente, de Estados Unidos) y los elementos culturales análogos que la caracterizan. Dicho error ha hecho que se obvien las diferencias existentes, […]
El error común en nuestra América es considerar a esta región como un todo uniforme, dadas la historia, la dependencia en relación con los grandes centros hegemónicos de poder (primero, de Europa y, posteriormente, de Estados Unidos) y los elementos culturales análogos que la caracterizan. Dicho error ha hecho que se obvien las diferencias existentes, lo que le ha facilitado al imperialismo gringo y a sus aliados nacionales mantener por largo tiempo su hegemonía, logrando que los mismos sectores dominados terminen por justificarla y aceptarla, pese a saber que ésta funciona en atención a los intereses de aquellos y apenas deja algún resquicio para los suyos, en tanto se mantengan pasivos y resignados, sin que aflore ninguna manifestación de rebeldía.
Esto obliga a darle una lectura más minuciosa a la historia de nuestros pueblos, de modo que el cuestionamiento generalizado que sufren las diversas estructuras de dominación vigentes en Nuestra América tenga mejores asideros y permita, por consiguiente, la comprensión y la activación de un auténtico proyecto de transformación emancipatoria.
De hacerse realidad dicho proyecto, no bastaría con alcanzar la primacía en cuanto a la conducción y la reestructuración del régimen político si esto no representa el ejercicio de un poder popular realmente efectivo que se manifieste, a su vez, en la resolución definitiva de los problemas, las desigualdades y las contradicciones del régimen económico capitalista imperante, que tenga incidencia trascendente en el logro del cambio radical que deberá promoverse, sustituyéndose el tipo de relaciones de producción existentes e, igualmente, el tipo de propiedad que prevalecerá en adelante; beneficiando a las mayorías populares en vez de a una minoría privilegiada social, política y económicamente. En términos generales, hasta ahora en las naciones de Nuestra América (aun en aquellas con gobiernos progresistas y/o izquierdistas) sólo ha habido una continuación y reproducción de las viejas estructuras de dominación, olvidando plantearse, con toda la seriedad que amerita el caso, transformarlas de forma substancial, apuntaladas mediante el ejercicio de una democracia consejista y directa. Ello debiera animar a los revolucionarios a mantener vivo un debate permanente en relación al contenido, las características y el acervo teórico que definiría a la revolución, con argumentos extraídos de la práctica transformadora cotidiana de los sectores populares, permitiéndose -entre otras cuestiones- evaluar de una manera adecuada todo lo realizado en función de consolidar, en consecuencia, la revolución y así lograr la superación de las contradicciones, enmendando los errores cometidos. No obstante, todavía habrá que advertir que dicho debate no puede encuadrarse, como en el pasado, en aquellos debates sostenidos en Nuestra América y otras latitudes por las organizaciones de izquierda tradicionales, muchas veces enfrascadas en discusiones estériles y generalmente circunscritas a realidades lejanas que escasamente sirvieron para determinar apropiadamente el momento histórico que se vivía entonces.
En un mundo que pugna por convertirse en un mundo pluricéntrico y pluripolar (a pesar de las represiones y de la industria ideológica de los sectores dominantes que procuran conjurarlo), gracias -precisamente- a los embates y a la sucesión de crisis originadas por el capitalismo globalizado, es fundamental que surjan nuevas fuerzas revolucionarias, de contenido y raíces populares, que obren como herederas de las mejores expresiones de lucha por la liberación y la igualdad social, económica y política de los sectores populares; una fuerza que sea capaz de enfrentar simultáneamente las arremetidas combinadas de los grupos de la derecha apátrida, del reformismo «socialista» y del imperialismo yanqui. Quizás ello desbloquee esa percepción frecuente que siempre ha acompañado la lucha por un modelo civilizatorio de nuevo tipo y que entraña actuar sólo sobre las instituciones gubernamentales, repitiéndose luego el ciclo que dio origen a su cuestionamiento y aparente demolición, sin que la mayoría popular se vea a sí misma colmada en sus aspiraciones.
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