La precampaña del referéndum francés sobre el tratado constitucional de la UE ha emplazado en el centro de muchos debates a la llamada directiva Bolkestein. Sabido es que ésta, en su designio de permitir una liberalización de los servicios, propone que las empresas pueden acogerse a la legislación de los países en que se hallan […]
La precampaña del referéndum francés sobre el tratado constitucional de la UE ha emplazado en el centro de muchos debates a la llamada directiva Bolkestein. Sabido es que ésta, en su designio de permitir una liberalización de los servicios, propone que las empresas pueden acogerse a la legislación de los países en que se hallan jurídicamente emplazadas, y ello aun cuando operen en otros Estados miembros de la Unión. Son muchos los expertos que consideran que, de cobrar cuerpo, semejante fórmula será un poderoso estímulo para el «dumping» social.
No deja de ser sorprendente que entre nosotros apenas se hablase de la directiva Bolkestein cuando, semanas atrás, se sometió a discusión –supongamos que así fue– el tratado constitucional de la UE. Ningún relieve tiene al efecto el hecho indisputable, tantas veces invocado los últimos días, de que el tratado ninguna mención hace de una directiva que –no lo olvidemos– todavía no ha sido aprobada, aun cuando haya recibido el beneplácito de las más altas instancias de la Unión. Y es que por momentos se hace evidente que la parte III del texto que nos ocupa reclama de instrumentos como los adelantados por Bolkestein. Ello es así por mucho que las necesidades de la incierta campaña francesa hayan propiciado que se genere, en relación con esta cuestión, una espesa cortina de humo a cuyo amparo se recuerda con perseverancia que no hay nada en firme, que el texto de la directiva es susceptible de reforma y, más aún, que aquélla podría ser objeto de retirada.
Frente a semejantes augurios conviene aseverar, y hacerlo sin mayor duda, que la directiva está llamada a reaparecer con fuerza, no en vano ése es el designio de conservadores y liberales, y, por lo que parece, también el de buena parte de la propia socialdemocracia. Las medidas al respecto no dejan de ser lógicas si caemos en la cuenta de que esas tres familias políticas, mayoritarias en la UE, han avalado con su apoyo un texto, el del Acuerdo General sobre el Comercio y los Servicios, que casa a la perfección con la propuesta de Bolkestein. No se trata, como a menudo se sugiere, de que el mentado acuerdo permita nuevas privatizaciones: es que las estimula, por no decir que las exige, de tal suerte que sólo la policía, la judicatura y la emisión de moneda deben quedar al margen de la pulsión correspondiente. Hay que preguntarse, por cierto, si –en la eventualidad de que el tratado constitucional supere el envite del referéndum francés– el presidente Chirac no declarará entonces su apoyo franco a una directiva que erosiona los cimientos de los Estados del bienestar europeo occidentales.
No nos llamemos a engaño, en suma, en lo que atañe al sentido de fondo de la iniciativa que tenemos entre manos: el objetivo de la directiva Bolkestein no es garantizar servicios mejores y más asequibles para la mayoría, sino acrecentar los beneficios de los de siempre, en el marco de la vorágine de la competitividad. No está de más recordar que en febrero el presidente de la Comisión de la UE, José Manuel Durão Barroso, recurrió al respecto a una metáfora no exenta de plasticidad. Adujo entonces que la Unión se asemejaba a un padre que tuviese tres hijos. En el caso de que uno de ellos estuviese enfermo, parecería justificado que el progenitor volcase toda su atención en él, aun a costa de desentenderse de sus hermanos. Ya intuye el lector que el hijo enfermo no es otro –a los ojos de Durão Barroso– que la competitividad, en tanto los dos sanos se llaman derechos sociales y medio ambiente…
Como quiera que, la locura neoliberal de por medio, ya sabemos qué significa eso de la competitividad, estamos obligados a recordar que los progresos realizados en este terreno poco más han permitido que acrecentar, y a menudo espectacularmente, los beneficios de los grandes grupos económico-financieros. Para la mayoría de los ciudadanos los efectos han sido, sin embargo, otros: salarios más bajos, jornadas laborales cada vez más prolongadas, derechos sociales en retroceso y, en fin, una formidable extensión de la precariedad. Pareciera como si los adalides de la competitividad en EE.UU., la UE y Japón se hubiesen puesto de acuerdo para invocar constantemente el fantasma de los progresos ajenos con la vista puesta en permitir un planetario, y razonablemente homogéneo, deterioro de las condiciones laborales.
Dejémoslo claro: el objetivo de una directiva como la perfilada por Bolkestein no estriba en ayudar a los más débiles asumiendo para ello, y de buen grado, una reducción de nuestra riqueza. El propósito es garantizar, antes bien, que todos pierden en provecho de unos pocos. Y es que, y por establecer un paralelismo, la explotación, entre nosotros, de la mano de obra inmigrante, ¿ha permitido acaso mejorar el nivel de vida de la mayoría? ¿No es más cierto que se ha traducido, sin más, en un incremento de los beneficios de los de siempre?