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Disturbios racistas en Gran Bretaña

El horror en el corazón de la farsa

Fuentes: ContreTemps

Desde hace unos diez días, varias ciudades del Reino Unido son escenario de disturbios racistas contra mezquitas, comercios regentados por musulmanes y musulmanas y centros de acogida de refugiados. Los disturbios comenzaron tras el asesinato de tres niñas en la ciudad costera de Southport, el 29 de julio, con informes falsos que atribuían el crimen a un inmigrante musulmán.

Aunque existe una larga tradición de disturbios racistas y acciones callejeras de la extrema derecha en el Reino Unido, estos disturbios fueron sorprendentes y preocupantes por varios motivos. En primer lugar, por su escala, duración y nivel de violencia contra personas y bienes. En segundo lugar, por la relativa debilidad, en un primer momento, de la respuesta antirracista, aunque las manifestaciones del 7 de agosto parecen indicar una inversión de la tendencia. Por último, y quizás sobre todo, porque, contrariamente a la versión transmitida por los medios de comunicación (británicos o no), pero también por ciertos canales activistas, estos disturbios no se limitan a la movilización de grupos de extrema derecha, en particular la constelación surgida de la English Defence League de Tommy Robinson (activa desde 2009 hasta mediados de los años 2010), aunque estén presentes y sean totalmente hegemónicos en el plano político.

En este artículo, Richard Seymour, fundador de la revista Salvage y autor de numerosos ensayos sobre la política británica, la extrema derecha contemporánea y el nacionalismo, analiza la especificidad de estos disturbios y el contexto político e ideológico que los hizo posibles. Subraya el papel de las emociones racistas e islamófobas en una movilización que fue mucho más allá de la extrema derecha organizada, pero de la que esta última fue la principal beneficiaria.

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Gran Bretaña sueña con su propia caída. En el espacio de unos días, el país se ha visto sumido en dos secuencias de reacciones alucinadas, basadas en falsas suposiciones sobre la identidad de una persona. En el caso de la victoria de la boxeadora argelina Imane Khelif sobre la italiana Angela Carini, la red reaccionaria en torno a Mumsnet [un foro de debate en línea para padres] decidió que Khelif era un intruso masculino en un espacio reservado a las mujeres. La ministra de Cultura del Reino Unido, Lisa Nandy, dijo sentirse «incómoda» por el match y aludió vagamente a las complejidades de la biología. Incluso alguna gente crédula de izquierdas se vio envuelta en ese furor.

Y lo que es más preocupante, en respuesta a un aterrador ataque con cuchillo contra once menores y dos adultos en una clase de baile temática de Taylor Swift en Southport, en el que murieron tres de las niñas, miles de personas en todo el Reino Unido asumieron que el sospechoso era un inmigrante que había llegado en un «barco pequeño» y estaba en una «lista de vigilancia del MI6». Como el sospechoso era menor de dieciocho años, su identidad no se hizo pública en un primer momento. En menos de 24 horas, se propagaron los rumores de las habituales cuentas de desinformación de la derecha, amplificados por Tommy Robinson [antiguo líder de la Liga de Defensa Inglesa] y Andrew Tate [figura de extrema derecha en las redes sociales], y ampliamente difundidos por cuentas radicadas en Estados Unidos.

Este patrón de oleadas convergentes de agitación en línea que culminan en puntos de encuentro momentáneos para la derecha es típico del funcionamiento de las redes sociales. Pero tras años de guerra cultural deliberada, durante los cuales los conservadores denunciaron una invasión de inmigrantes y prometieron detener las pateras, y la prensa de derechas vertió alarmismo sobre la amenaza de una inmigración masiva, después de una campaña electoral en la que la oposición laborista acusó al gobierno de ser demasiado laxo en materia de inmigración y prometió aumentar las deportaciones, y tras una gran concentración de extrema derecha en el centro de Londres dirigida por Tommy Robinson, toda esta mierda salpicó al mundo real.

Al igual que los disturbios racistas en Knowsley el año pasado, o la violencia en Southport, donde unas bandas atacaron la mezquita local, los recientes disturbios no fueron dirigidos u organizados por fascistas, aunque miembros de grupos como Patriotic Alternative estuvieron presentes. La mayoría de quienes participaron eran racistas no organizados de las comunidades locales. El ciclo de disturbios que siguió afectó a Whitehall, Hull, Sunderland, Rotherham, Liverpool, Aldershot, Leeds, Middlesborough, Tamworth, Belfast, Bolton, Doncaster y Manchester. En Rotherham, estas hordas prendieron fuego a un hotel que albergaba a solicitantes de asilo. En Middlesborough, bloquearon carreteras y sólo permitieron el paso a conductores blancos e ingleses. En Tamworth, saquearon el alojamiento de personas refugiadas y lo grafitearon con las palabras: Inglaterra, Que se jodan los paquistaníes y Fuera. En Hull, mientras la multitud sacaba a un hombre de su coche para golpearlo, el resto gritaba ¡Mátalo! En Belfast, donde una mujer que llevaba hiyab recibió un puñetazo en la cara mientras sostenía a su bebé, las y los manifestantes destrozaron tiendas musulmanas e intentaron asaltar la mezquita local al grito de ¡Que se vayan! En Crosby, cerca de Liverpool, apuñalaron a un musulmán.

Los sectores de la extrema derecha desempeñaron un papel organizador, pero secundario. La mayoría de las manifestaciones que convocaron tuvieron escasa asistencia y se vieron desbordadas fácilmente por la respuesta antifascista. En Doncaster, sólo una persona acudió a la manifestación prevista. La cruda realidad es que, lejos de haber sido provocados por la extrema derecha, los disturbios les brindaron su mejor oportunidad de reclutamiento y radicalización en años. Las manifestaciones han atraído a multitudes de gente mayor y joven desilusionada, alienada políticamente y racista, susceptibles al estado de ánimo del momento, a menudo procedentes de zonas en declive, la mayoría de los cuales están sin duda mucho peor que los sinvergüenzas y millonarios que los incitan. Mucha de esta gente no votó en las últimas elecciones (donde la tasa de abstención alcanzó un máximo histórico) o votó a Reform UK [el partido de Nigel Farage, una figura política de la derecha radical surgida del movimiento pro-Brexit] por un deseo largamente arraigado de castigar a las y los inmigrantes y rebeldes. No todo el mundo estaba allí para participar en disturbios o pogromos, y parte de la base de la extrema derecha sigue siendo respetuosa con la ley y el orden, a pesar de las recriminaciones de Nigel Farage sobre el doble rasero policial. Por eso, Tommy Robinson sintió la necesidad de distanciarse de los disturbios, que inicialmente había defendido. Sin embargo, para los elementos fascistas presentes, que sabían lo que hacían, el factor decisivo fue el descubrimiento de una masa crítica de gente joven dispuesta a emprender el camino de la violencia.

Como siempre, entre quienes declararon que los alborotadores expresaban preocupaciones legítimas había una fracción del lumpen-commentariat, personificada por Carole Malone, Matthew Goodwin, Dan Wootton y Allison Pearson. Sin embargo, hay que señalar que estas preocupaciones no se refieren a las cuestiones básicas que mucha gente en la izquierda parece pensar que desactivarán la agitación racista: como ya lo he dicho muchas veces, no se trata de la economía. Lo que los dos pánicos morales recientes tienen en común es la imagen coprológica del objeto fuera de lugar: fronteras y barreras que se erosionan y personas en lugares a los que no pertenecen. Los hechos importa poco, como demostró el hecho de que los disturbios continuaran incluso después de que los tribunales revelaran que el sospechoso era en realidad un menor británico. La comprobación de los hechos no puede hacer desaparecer este fenómeno. Sería instructivo preguntar a uno de estos alborotadores blancos o británicos qué habría hecho si el sospechoso hubiera sido blanco. Uno de los razonamientos de quienes participan en los alborotos que afirman no ser racistas es que, como el sospechoso mató a menores, no es un verdadero británico, porque matar a menores va en contra de los valores británicos. Pero incluso si asumimos que las y los alborotadores habrían actuado así si un hombre blanco hubiera matado a menores, ¿qué habrían defendido en este caso? ¿Y quiénes habrían sido sus objetivos? ¿El pub local Wetherspoons?

Es interesante echar un vistazo a la historia detrás de estos rumores. En 1919, en East St. Louis, Illinois, una masacre racista fue provocada por el falso rumor de que la gente negra de la ciudad estaba conspirando para asesinar y violar a miles de personas blancas. En Orleans, en 1969, las tiendas judías fueron atacadas por turbas enardecidas por el salaz rumor de que las y los comerciantes judíos drogaban a sus clientes y los vendían como esclavos. En 2002, la afirmación infundada de que las y los musulmanes habían incendiado un tren con peregrinos hindúes a bordo sirvió de pretexto para un espantoso estallido de asesinatos y violaciones masivas islamófobas. Como ha demostrado Terry Ann Knopf, en su historia sobre los rumores y disturbios racistas en Estados Unidos, estas movilizaciones funcionan precisamente prescindiendo de los criterios de verificación, porque los detalles y especulaciones sobre acontecimientos extraordinarios -reales o imaginarios- funcionan como nudos en torno a los cuales cristaliza una fantasía racista ya activa. En estas circunstancias excepcionales, reales o imaginarias, las fuentes oficiales son rechazadas (sólo los borregos confían en los medios de comunicación dominantes) mientras que los testigos presenciales o los expertos no oficiales adquieren un estatus momentáneamente indiscutible. La tergiversación sistemática de los hechos se convierte en un método. Lo que cuenta es lo que la fantasía autoriza, lo que hace posible. En este caso, ha permitido a la gente realizar sus fantasías de venganza.

Y, sin embargo, estos movimientos dependen totalmente de las fuentes oficiales, de las que desconfían. Después de todo, ¿cómo puede ser que la BBC se refiera a una de estas manifestaciones al estilo de Tommy Robinson como una marcha pro-británica y se califique repetidamente a las y los alborotadores como manifestantes, mientras que en ITV, Zarah Sultana [diputada por Coventry y figura laborista de izquierdas] es tratada con desprecio por un panel blanco por plantear la cuestión de la islamofobia y el hecho de que los presentadores del programa describan a los musulmanes como autodefensivos? ¿Cómo es posible que, como en el Reino Unido, la población musulmana en posición de autodefensa sea retratada como enmascarados que gritan Alá Akbar? ¿Por qué, como en Francia, los momentos más populistas del centro extremo neoliberal son aquellos en los que intenta flanquear a los fascistas en materia de raza, inmigración y la cuestión musulmana«? Nada más impecablemente burgués y conformista en nuestro tiempo que la metafísica racial de la extrema derecha.

El corazón vibrante de la ideología que atrae y une a estas turbas racistas es la idea de la frontera. La extrema derecha europea del periodo de entreguerras tenía una visión colonial, su utopía se alimentaba de la idea de expansión territorial. La extrema derecha etnonacionalista actual es esencialmente defensiva, preocupada por el declive y la victimización y, en Europa y Norteamérica, por la perspectiva de la extinción blanca. Sin embargo, muchas de sus innovaciones tácticas e ideológicas clave no proceden de los centros históricos de acumulación de capital, sino del Sur global: el acontecimiento que sirvió de presagio no fue el drama regional del Brexit, sino el pogromo de Gujarat. Es hora, una vez más, de provincializar Europa; esta horrible saga es, de hecho, parte del proceso de autoprovincialización de Europa, incluso mientras lucha por conservar su poder global. Existe una relación directa entre las sangrientas fronteras de la Europa Fortaleza, su creciente militarismo y la reacción etnochauvinista. Y no hay ejemplo más provinciano que una Gran Bretaña en declive que intenta patéticamente jugar en la corte de las Grandes Potencias, incluso mientras desarrolla los instrumentos de un sádico proceso de fronterización y se dirige a sus súbditos y súbditas en el lenguaje del absolutismo étnico.

Mientras estos nauseabundos acontecimientos tenían lugar en Inglaterra, yo estaba en Irlanda, en un campamento de verano ecosocialista en Glendalough. Escuché a activistas antifascistas que se habían enfrentado recientemente a disturbios similares, también alentados por políticos y medios de comunicación burgueses.

Parecía haber tres cosas en común entre las dos situaciones.

La primera, que, tácticamente, cuando se intenta separar a los fascistas del público racista que los sigue, no es útil hablar de extrema derecha. La cuestión del fascismo difícilmente puede evitarse, pero tenemos que hablar en términos concretos de lo que esta gente representa realmente. De lo contrario, mucha gente a la que queremos convencer lo tomará como una intimidación mojigata e incluso adoptará con orgullo términos como extrema derecha para definirse a ella misma.

El segundo, que en términos de intervención política inmediata, es más útil contar con comités arraigados en las comunidades locales y capaces de reaccionar rápidamente y defender a la gente agredida con los medios adecuados que traer a activistas de las ciudades a los que nadie conoce localmente. Por supuesto que necesitamos movilizaciones a gran escala, pero deben servir de punto de encuentro para las acciones posteriores.

Por último, es absolutamente inútil descodificar la violencia racista plebeya como una expresión distorsionada de intereses materiales y tratar de eludirla organizándose en torno a otra cuestión, como el agua o la vivienda, porque eso no atajará el racismo subyacente.

Me gustaría concluir con este último punto. He insistido en varias ocasiones en que debemos dejar de pensar que las cuestiones del pan y la mantequilla resolverán el problema. El pan y la mantequilla son buenos. A todo el mundo nos gusta, pero no nos encanta. Si amas a tus hijos, no es porque aumenten tu poder adquisitivo, tu energía y tu tiempo libre. Los quieres, entre otras cosas, por sus necesidades, por los sacrificios que tienes que hacer por ellos. A la inversa, no es sorprendente que la mayoría de las veces la mayoría de la gente no vote según su cartera. La idea de que se trata de alguna patología particular que sólo se manifiesta en los partidarios del Brexit o en los votantes de Trump es absurda. Lo que odiamos no es el sacrificio, sino la abrumadora sensación de humillación, derrota y fracaso. Ante esto, estamos dispuestos a hacer casi cualquier cosa para ganar algo. Necesitamos volver a la teoría de las pasiones o, en términos marxistas, a la relación entre la humanidad y su objeto.

Más concretamente, en un contexto de competencia social implacable, de creciente desigualdad de clases, de cultura de celebración de quienes ganan y de sadismo hacia quienes pierden, y de consecuencias psicológicas cada vez más tóxicas del fracaso, debemos tener en cuenta las pasiones persecutorias y vengativas que segrega el cuerpo social. En lugar de culpar simplemente a la desinformación, o de buscar chivos expiatorios en la injerencia rusa o en el «lobby israelí», tenemos que considerar cómo las campañas de desinformación explotan estas pasiones incontrolables y las convierten en armas políticas. Tenemos que preguntarnos cómo la excitación desenfrenada de esta gente alborotadora, su entusiasmo ante el espectro de la catástrofe y la aniquilación, es en parte una alternativa a los omnipresentes efectos de parálisis y depresión nacidos de una civilización moribunda.

Traducción: viento sur