Javier Diez Canseco es el político revolucionario paradigmático de las últimas décadas en el Perú, que -como aquel otro Javier, el heroico poeta guerrillero-, fue fruto de aquella época de ascenso revolucionario de los 60, de la revolución cubana, de las luchas de liberación nacional, de la heroica resistencia del pueblo de Vietnam, de las […]
Javier Diez Canseco es el político revolucionario paradigmático de las últimas décadas en el Perú, que -como aquel otro Javier, el heroico poeta guerrillero-, fue fruto de aquella época de ascenso revolucionario de los 60, de la revolución cubana, de las luchas de liberación nacional, de la heroica resistencia del pueblo de Vietnam, de las luchas estudiantiles. Y que generó las condiciones para el crecimiento de la izquierda también en nuestro medio, crecimiento que llegó a su mayor expresión en los inicios de los 80, en los movimientos gremiales, políticos y electorales que se representaron en la Izquierda Unida, tanto como en las agrupaciones que se alzaron en armas. Ambas tendencias se alimentaron de la generación joven politizada emergida de las universidades y de las organizaciones populares.
En ese contexto este líder socialista fue el más destacado, no sólo por lo que se ha dicho de su consecuencia en la lucha social y su coherencia entre prédica y práctica, sino por su agudeza política, por la justeza de su línea política. De manera que se mantuvo siempre en una posición revolucionaria ante las tendencias reformistas, socialdemócratas, dominantes en la conducción de la IU en aquel periodo, tanto como en su propia organización partidaria donde libró con otros dirigentes dura lucha para rectificar esas posiciones. Posiciones políticas que lo acusaban de un radicalismo no táctico y reclamaban una alianza incluso con el APRA, del primer gobierno de abortado populismo de Alan García. Le acusaban sus supuestos compañeros de ruta que él estaba buscando la agudización de las contradicciones coincidiendo con los movimientos armados que efectivamente promovían la militarización del Estado. Esto último era una calumnia, pues su deslinde con este proceso y con los grupos armados era claro, como se lee en esos documentos partidarios y en sus declaraciones de la época, es decir, consideraba que el dogmático, el militarismo y el autoritarismo de estos movimientos eran estrategias de derrota del movimiento popular.
Esos mismos líderes que lo combatían, compañeros suyos, jóvenes de su generación, de los años 70 y 80, autodenominados revolucionarios en esos periodos, abandonaron finalmente las posturas marxistas desde los 90, tras la globalización neoliberal, la caída del Muro de Berlín y de los paradigmas humanísticos y del socialismo como de la hegemonía del pensamiento único o posmoderno. Unos devinieron liberales y fueron ministros en la época del gobierno liberal de Toledo, otros volvieron a sus fuentes apristas y fueron funcionarios o incondicionales del último gobierno aprista, desvergonzadamente ultraliberal y conservador. Los que no se atrevieron a abandonar del todo sus primigenias posturas socialistas, ensayaron propuestas «superadoras» del marxismo -la famosa tesis posmoderna de que la «educación» determina el proceso social- o abrazaron posturas pragmáticas, adaptándose a la posmodernidad y con ello ofertándose en el establishment. Pocos como Javier Diez Canseco lucharon contra la dictadura fujimorista y el último gobierno aprista desde sus primigenias tesis revolucionarias. Javier Diez Canseco claramente conservó sus posturas socialistas en las condiciones difíciles del oscuro periodo neoliberal y la nueva realidad social del mundo, sin caer en el esquematismo y el dogmatismo. Sus respuestas -ante los provocadores acosos de la derecha y de las preguntas de la prensa oficial en el sentido de que él, cavernariamente, seguía defendiendo las tesis marxistas de la violencia armada, de la lucha de clases, tesis «enemigas de la democracia»-, él encaraba estos cuestionamientos sofistas y envenenados -que usaban el terrorismo en boga apara arrinconarlo-, con su reconocida capacidad para la polémica -otro de sus atributos al que tenían terror los mediocres representantes de la derecha y del oportunismo político-, contestaba que él defendía el hecho lógico, contundente – contemplado hasta en las constituciones vigentes- de la legítima defensa del pueblo ante la violencia de las dictaduras o de regímenes antipopulares que pisotean sus propias leyes. Que él nunca postuló una violencia que no sea la justificada socialmente en tanto el poder recaía en última instancia en el pueblo. Y seguidamente revelaba esos abusos, los atropellos constitucionales del estado, de las empresas, etc., con tanta abundancia de información, contundencia y racionalidad que quedaba claro para cualquiera, incluso para el eventual periodista, que no sabía cómo retrucarle. De manera sutil y hábil defendía las tesis del poder popular y revolucionario. De manera que este líder nunca negó sus posiciones socialistas aún en el debate con representantes recalcitrantes de la derecha y la prensa sesgada que lo quería hacer caer.
Es más, nunca negó por ejemplo sus simpatías por la Cuba de Fidel y fue activo en los actos de solidaridad con la isla. En otro nivel, sin embargo, tuvo la valentía, como queda dicho, de deslindar con la estrategia dogmática, dictatorial y militarista de Sendero Luminoso, no desde posturas de derecha sino con la autoridad moral y política de quien sí se ligaba a las luchas populares. Siempre claro y definido, nunca con el oportunismo de algunas figuras conservadoras o las que se autodenominadas de izquierda: «Según algunos intelectuales como Vargas Llosa o Pablo Macera -dijo hace muchos años-, que supongo no serán subversivos ni terroristas, Sendero Luminoso recoge alguna clase de sentimiento andino y de sentimiento mítico y atrasado. Pero ese movimiento atrasado, mítico, casi feudal, es capaz de volar con segundos de diferencia cinco torres en diferentes puntos de Lima» (Ya lo decía en la Cámara de Diputados en 1982, años iniciales, cuando muchos coqueteaban con este movimiento). Ni qué decir posteriormente, cuando muchos de sus correligionarios en el trabajo de masas perdieron la vida ante el terrorismo, quienes, como otros sectores gremiales, sufrieron el embate de estas fuerzas regresivas. No obstante, siempre denunció, poniendo en riesgo su propia seguridad, en primer lugar, el genocidio que venían provocando las Fuerzas Armadas en las comunidades campesinas durante la razzia antisubversiva, y denunció las matanzas extrajudiciales o las que se producían en las cárceles contra los prisioneros alzados en armas.
Es cierto que no nos ha dejado un movimiento político vasto y orgánico -para eso ha jugado en contra la propia decadencia de la época- y tampoco reflexiones doctrinarias, teóricas, ideológicas, que afirmaran el marxismo para estas nuevos tiempos, como legaron los clásicos y en nuestro medio José Carlos Mariátegui. Aunque sí argumentaciones y defensa aguda de los postulados, además, como queda dicho, nos reveló una capacidad de interpretación lúcida de la coyuntura política, que le permitía actuar con justeza y rapidez. Quizá la reflexión teórica no fue la prioridad de este combatiente político y ejecutivo, que bregó siempre, como los revolucionarios que quieren llevar a la práctica el legado de los clásicos, en la lucha política concreta. Pero todo eso ha sido sustituido con el gran legado que ha dejado en el espíritu del pueblo, con el modelo de revolucionario, limpio y digno, recto en sus principios, sin nunca claudicar, que el pueblo -sabio en esto- reconoce con su identificación, con su cariño, con su agradecimiento a este histórico dirigente socialista.
A este líder le correspondía naturalmente ser -si hubiera habido menos mezquindad e inmadurez en la pasada izquierda- el eje aglutinador, el dirigente socialista de consenso, por su capacidad y consecuencia. Y pensar que lo teníamos cerca. Se pecó de ceguera e ingratitud. Pero ya está. Queda como herencia su afán por la más grande unidad del pueblo, sin pequeñeces del pasado, sin cobardía, sin oportunismo, con grandeza de visión, con generosidad, con consecuencia de principios. Es la tarea que nos deja. Hagamos honor a ese legado que, como gran mariateguista, es legado que levantó y llevó dignamente, recogido de la propia fuente del Amauta.
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