Un año después de la irrupción explosiva del malestar, el número de manifestantes ha decaído de forma significativa en Francia. Pero la solidaridad y la construcción de lo común persisten como herencia de las protestas.
Un chaleco amarillo gigantesco colgado de una ventana llama la atención del transeúnte. Unos metros más adelante, delante de un portal, en una pancarta aparece escrito: «Casa del pueblo». En pleno centro de Nantes, un colegio católico abandonado se ha convertido en el nuevo epicentro de los chalecos amarillos de esta localidad del noroeste de Francia. Entre las paredes de hormigón de un edificio ostensiblemente abandonado, intentan mantener la llama de la indignación que el 17 de noviembre del año pasado llenó de gente las carreteras, rotondas y calles de Francia. Y puso contra las cuerdas al presidente francés, Emmanuel Macron.