Parece que la abstención en las elecciones al Parlamento Europeo va a ser mayor que la prevista. Y la prevista no era precisamente pequeña. Dan pena los porcentajes de participación que se han registrado en los países en los que la votación ya se ha producido. La mayoría de la población de la UE se […]
Parece que la abstención en las elecciones al Parlamento Europeo va a ser mayor que la prevista. Y la prevista no era precisamente pequeña. Dan pena los porcentajes de participación que se han registrado en los países en los que la votación ya se ha producido. La mayoría de la población de la UE se está desentendiendo no sólo de la convocatoria electoral, sino también -y eso es lo que mueve más a la reflexión- del complejo tinglado al que sirve de base.
«No hemos sabido explicar la importancia de lo que está en juego», avanzan algunos políticos del establishment. Oído así, hasta podría tomarse por una autocrítica. Pero no lo es. Ellos parten de que sus proyectos son invariablemente buenos. En consecuencia, si el personal no los secunda, sólo puede deberse a que no ha captado sus maravillas, sea porque las entendederas de la plebe no dan mucho de sí (hipótesis menos amable), sea porque ellos no han estado muy finos en la cosa didáctica (variante paternalista). Lo que descartan es la posibilidad de que el fallo no esté en las explicaciones, sino en los proyectos mismos.
El razonamiento debería circular en dirección contraria. ¿Alguien piensa de verdad que a la mitad de los europeos le da igual su futuro y que se desinteresa por completo de lo que pueda ser de sí y de los suyos de mañana en adelante? Descartada esa hipótesis, por descabellada, habrá que concluir que si tantísima gente no acude a votar es porque ha llegado a la conclusión, cerebral o intuitiva, de que ni su porvenir ni el de sus allegados depende demasiado de la liza electoral de mañana. Y a fe que tiene motivos para llegar a esa conclusión (o a ese sentimiento, si se prefiere).
Todo quisque ha visto con qué saña se resisten a figurar en las candidaturas a las elecciones europeas los políticos que creen que todavía tienen algo que hacer en la res publica local. Ha sido también muy revelador el desaliño intelectual que unos y otros han exhibido durante la campaña. Loyola de Palacio llegó a acusar el pasado martes de «prosoviéticos» a los socialistas. ¡Qué derroche de imaginación! De haber durado esto una semana más, apuesto a que los acusa de ser de Al Qaeda.
Pero lo más significativo, lo que probablemente ha puesto más en guardia al ciudadano de base, es la desconfianza con la que los propios candidatos a parlamentarios europeos hablan de la UE. En lo que más cuidado ponen es en aclarar que ellos irán a Europa a defender a capa y espada lo propio. ¿Y qué consideran que es «lo propio»? ¿Y frente a quién se supone que van a defenderlo?
Son europeístas de pacotilla.
Los electores oyen que les hablan de un proyecto europeo común e igualitario, pero ven que los mismos que les castigan con ese sermón no se lo creen. Que son nacionalistas disfrazados de internacionalistas, que mantienen a esos efectos la ficción de un Parlamento que nadie sabe a qué se dedica. En el supuesto de que se dedique a algo digno de mención.