La polémica sobre cuestiones de defensa en Uruguay, a la que dediqué el artículo del pasado domingo, tiene las particularidades y el carácter tan propio y específico de los debates, interrogantes, búsquedas y alternativas que se despliegan habitualmente en este país, o más específicamente en su izquierda. Pero no es la única. En buena parte […]
La polémica sobre cuestiones de defensa en Uruguay, a la que dediqué el artículo del pasado domingo, tiene las particularidades y el carácter tan propio y específico de los debates, interrogantes, búsquedas y alternativas que se despliegan habitualmente en este país, o más específicamente en su izquierda. Pero no es la única. En buena parte del mundo la cuestión militar y de defensa, que con mayor rigor debería denominarse «problema militar», ocupa algún lugar en el escenario polémico y en las agendas de gestión. Y no es un asunto menor, ni exclusivamente centrado en aspectos presupuestarios o de evaluación de la utilidad o inutilidad de las FFAA donde se analizan crítica o laudatoriamente estructuras burocráticas, sino además prácticas que en su misma esencia tienen un carácter monstruoso. Con sólo repasar la historia humana es fácil reconocer que las guerras, ocupaciones y matanzas han sido una constante, pero hoy basta con observar simplemente titulares de la prensa. Una parte del mundo, nada despreciable en magnitud sin ser exhaustivos, está siendo masacrada, invadida, o sitiada. Casi todo el resto sufre amenazas y resulta espiada con fines esencialmente económicos y políticos. Estas lindezas actuales y pretéritas no son resultado de meteoros imprevisibles sino precisamente del «problema militar» que involucra desigualmente a agresores y agredidos, amenazados y amenazantes. En suma, a la humanidad entera, expectante atemorizada de alguna posibilidad horrenda o víctima fáctica y directa del terror. Es la dialéctica del amo y el esclavo que ilustró Hegel, por otros bestiales medios.
Si los brochazos descriptivos del párrafo inicial tuvieran siquiera un mínimo de verosimilitud, es obvio que la estrategia de defensa de un país o región no puede desconocerse. Tampoco considerarse estancos o independientes de la política exterior en general. Cierto es que existen países sin FFAA pero esta aseveración merece mediatizaciones importantes. Buena parte de ellos no son estados nacionales en sentido estricto sino pequeños reinos y principados y la gran mayoría son islas de dimensiones geográficas y demográficas reducidas. Inclusive alguna, como Islandia, aún sin FFAA, participa de la OTAN. Los dos ejemplos más significativos se encuentran precisamente más cerca nuestro, en América Latina: Costa Rica y Panamá. En el primer caso, su política diplomática no ha acompañado el espíritu de su normativa constitucional vigente que abolió el ejército en el inicio de la posguerra, ya que es políticamente corresponsable de ocupaciones e invasiones como las de República Dominicana e Irak, algo bastante similar a Islandia. Resultará muy deseable no sólo el triunfo del Frente Amplio costarricense en el próximo ballotage, sino que esto lleve a modificar drásticamente los actuales alineamientos en materia de política exterior. El caso de Panamá es más formal que real e inclusive riesgoso. Cuenta con una fuerza armada terrestre y una aeronaval que cumplen simultáneamente tareas de cuidado de fronteras, pero también de intervención interna de tipo policial, cosa que los países que han sufrido el terrorismo de Estado han ido impidiendo. En verdad, la desmilitarización y neutralidad se remite al canal que sufrió la ocupación e intervención permanente del los Estados Unidos hasta el tratado Torrijos-Carter, aunque el control reapareció con el affaire Noriega y dudo que, al menos en alguna proporción, haya desaparecido realmente.
Justamente en esta semana, la Ministra de defensa de Ecuador, en un reportaje concedido a este diario, subrayó dos aspectos que he intentado desarrollar en algunos artículos ya viejos. El primero es la necesidad de integración. El segundo, que la prioridad es el combate contra la pobreza y la desigualdad. Este último no requiere de armas convencionales sino políticas y económicas, llamadas habitualmente «medidas» o «leyes» para cuya ejecución se requieren recursos, precisamente los que el «problema militar» sustrae. En el primer caso, de ser ciertos, los avances de coordinación de esfuerzos en el Consejo de Defensa de la Unasur resultan encomiables, aunque imprecisos. Cuando ella entra más específicamente en aspectos de la cooperación bilateral, a diferencia del plano regional, no pasa de más de lo mismo (formación, comercio armamentístico, apoyo en caso de desastres naturales, misiones -eufemísticamente llamadas- de paz, etc). Cuando concibe el rol específico de las FFAA en la actual etapa latinoamericana lo centra en la atención de «cuestiones de ciencia y tecnología, al cambio de matriz productiva, de soberanía de conocimiento, y ese es el nuevo rol de las FFAA en la región». Algo equivalente a afirmar que el nuevo rol de los abogados debería ser la construcción de edificios o el asesoramiento en materia agrícola.
A excepción de Europa, producto de la crisis, el gasto militar aumentó en el mundo entero. Sin contar a sus aliados, la principal amenaza y agresor mundial, los EEUU, gastaron en 2013 U$S 633.000 millones, aunque un artículo del investigador catalán Pere Ortega «La crisis y la inevitable reducción del gasto militar» menciona fuentes que lo estiman, encubriéndolo con otros rubros, en U$S 839.000. Una potencia que además de ser invasora, saqueadora y avasallante de toda legalidad internacional, produce precisamente tecnología (que una vez que pierde su vanguardismo original, es transmitida a la industria nacional propia para la producción capitalista de bienes de capital y consumo) y armamento. Las razones fundamentales por las que está hoy concentrada en someter al Oriente Próximo y Medio y algo más lejano se relacionan con sus prioridades y con aspectos de construcción de hegemonía en el sentido de intervención cultural y comunicacional, lo que hace muy importante la estrategia contrahegemónica. Ningún país latinoamericano puede defenderse frente a semejante poderío. Sólo si integrara plenamente a sus FFAA, erradicara por completo las bases militares extranjeras (como la de la OTAN en Malvinas, entre varias otras, en especial en Colombia) podría adquirir algún nivel apenas disuasorio. Pero además ésta es un arma de doble filo porque la magnitud de las fuerzas militares (en términos humanos o de armamento y tecnología) expone a los países o regiones a ser considerados amenazas y por tanto sometidos a la construcción mediática de su «peligrosidad», por más pacíficos que resulten en verdad.
No infiero de lo antedicho que la táctica deba ser de desarme, ni mucho menos que el ejército industrial de reserva (como Marx denominaba a los desocupados) deba ampliarse precisamente con miembros del ejército. Retomando el ejemplo de la custodia de las aguas que enuncié el domingo pasado, no sólo se requiere poder detectar por ejemplo a un pesquero ilegal, sino contar con navíos rápidos y armados para interceptarlo y obligarlo a recalar en puerto para decomisar su captura ilícita, sino también para procesar a la empresa propietaria y encarar las acciones diplomáticas sobre el país de bandera o responsable. También deberán poder interceptarse vuelos no autorizados sobre el espacio aéreo con idénticos fines de obligarlos a aterrizar y someterse a las leyes. Para ello, será indispensable comprar, o desarrollar si se pudiera, la tecnología y los medios adecuados para lograr estos fines. Tecnología que tendrán que producir científicos, militares o civiles, que necesariamente forman las universidades. Muchísimos militares norteamericanos son además científicos. No tengo constancia de que existan ejemplos equivalentes latinoamericanos. Pero si los hubiera bienvenidos, en tanto científicos. El resto de las potenciales amenazas contra las que suele invocarse la utilidad de la intervención militar, como las catástrofes naturales, los ciberataques, el terrorismo (individual), requieren mucho más de protección civil organizada que de respuesta militarizada.
Además de los balances político-económicos que sintetizaría como de «costo-beneficio», que mayoritariamente concentran la polémica en torno al «problema militar», no debería soslayarse que en él reside, además, la cuestión genérica de toda burocracia y la especificidad subjetiva de ésta en particular. La naturaleza endogámica de la formación militar, de exaltación de la violencia, de consecuente deshumanización, el verticalismo estamental incuestionable, de la práctica de la humillación al subalterno, el patriarcalismo, el secretismo y espíritu de cuerpo (aún ante el crimen) entre tantas otras excrecencias en la configuración de la subjetividad burocratizada, lejos de contribuir a una sociedad superadora, más libre y diversificada, la rodean con un cinturón de plomo. Le agregan peso y temeroso conservadurismo, además de segregación. Al grado en que las castas militares se autoatribuyen particular «honor» en sustitución de humildad, igualdad y pudor. Un artículo de Samuel Blixten en Brecha, cita la página de la caja militar uruguaya en la que se lee que «el militar tiene otros deberes y otros derechos; obedece a otras leyes, tiene otros jueces; viste de otra manera, hasta habla y camina en otra forma». ¿No es esta la expresión ideológica más violenta y abyecta de concebirse no sólo diferente, sino simultáneamente superior y hasta impune?
Tal vez en el caso uruguayo, la necesaria crítica y revisión institucional de este problema se encuentre en parte mitigado por las grandes figuras militares que produjo en el siglo pasado y que resultan la excepción a las generalizaciones expuestas. Como Seregni, Licandro o Lebel, entre otros dignos ciudadanos que por alguna razón fueron militares y así fueron luego maltratados por la institución. O tal vez en otros países por otros militares de ese siglo como Perón o Velazco Alvarado, aunque digamos de paso que ni llegaban a los talones de los orientales, a pesar de que no es tan fácilmente comparable aquellos que detentaron el poder, como los últimos, de quienes lo resistieron, como los primeros.
Estimar costos y beneficios, excluyendo las consecuencias sociales que la burocracia en general produce y la construcción de la subjetividad que cada segmento genera, tal vez produzca cálculos erróneos. En cualquier modo de producción.
La emancipación social, no es sólo cuestión de dinero.
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