El Estado de bienestar fue un legado de la Segunda Guerra Mundial. Tras la miseria de la gran depresión y la masacre que la sucedió, existía una fuerte demanda de cambio. El bienestar de las personas, incluidas las de clase trabajadora, debía ocupar un papel central en las políticas públicas. Millones aspiraban al socialismo. Lo […]
El Estado de bienestar fue un legado de la Segunda Guerra Mundial. Tras la miseria de la gran depresión y la masacre que la sucedió, existía una fuerte demanda de cambio. El bienestar de las personas, incluidas las de clase trabajadora, debía ocupar un papel central en las políticas públicas. Millones aspiraban al socialismo. Lo que se consiguió fue el Estado de bienestar. Entre 1951 y 1979 los tories se mostraron cautelosos. Algunos, incluso, abrazaron como propia la influencia civilizadora de los «derechos». Todos los seres humanos tenían derecho a no morir de hambre, al menos en el Reino Unido.
Los recortes anunciados ayer por George Osborne pretenden, una vez más, convertir a las fuerzas de mercado en prioridad social y económica absoluta, relegando a las personas y devolviéndonos a los años de privación de entreguerras.
Las asignaciones familiares universales (ahora conocidas como prestación por hijo) supusieron un claro reconocimiento de que las mujeres tenían un papel vital como trabajadoras en la reproducción de la especie. Tras la conquista del sufragio, la feminista Eleanor Rathborne, procedente de una familia anti-esclavista de Liverpool, trabajó de manera incasable para conseguir que se reconociera a madres y niños el derecho a un ingreso independiente al obtenido (o no) por los hombres. Con ello se pretendía reconocer las necesidades de los niños y el trabajo y la autonomía financiera de sus cuidadoras. La asignación familiar permitía reparar la clamorosa injusticia de unas madres condenadas a la miseria y económicamente «desheredadas». Después de todo, madres e hijos, aun no siendo asalariados, constituían la mayoría de la población. Rathborne luchó para que este ingreso fuera universal: toda madre, con independencia de su clase, tenía derecho a que se le pagase por su trabajo de cuidado. Rathborne pensaba que este derecho -no caridad- aseguraría la independencia financiera de las mujeres. Acabó profundamente decepcionada.
A medida que las mujeres se fueron abriendo otras vías para conseguir la independencia económica, el trabajo reproductivo dejó de verse como una prioridad social. Algunas feministas consiguieron sobrevivir bastante bien en el mercado laboral, en un mundo de hombres. Sus madres habían trabajado en la esfera doméstica. Ellas habían conseguido trascenderla. Sus carreras les permitirían costear la ayuda de otras mujeres (mal pagadas) como limpiadoras y cuidadoras de sus niños. Rathborne, en cambio, sabía bien que «un pueblo acostumbrado a medir el valor de las cosas en términos monetarios, pensará indefectiblemente, aunque ello contradiga su evidencia inmediata, que cualquier servicio al que se pone un precio, por más bajo que sea, es más valioso que aquél que se presta a cambio de nada».
El dictum thatcheriano según el cual «la sociedad no existe», y su aversión por «la cultura de los derechos», ha marcado la política social británica desde 1979. Cuando Blair llegó al gobierno, decidió que las madres solteras «no tenían trabajo» y recortó severamente las prestaciones para familias monoparentales. El trabajo de criar a los hijos pasaba a considerarse una pérdida de tiempo. Esta concepción ha marcado la reciente Ley de reforma del bienestar, que abolió el ingreso de apoyo, una prestación que reconocía el trabajo no pagado de las madres. También ha informado algunos aspectos cruciales de la reforma en curso. La laborista Harriet Harman fue la encargada de justificar públicamente los recortes de prestaciones a familias monoparentales. Su compañera partido, Yvette Cooper, la contrarreforma del bienestar ¿con qué autoridad pueden oponerse ahora a los ajustes del Partido conservador?
Como bien se ha señalado, serán las familias con niños las que más sentirán el peso de los ajustes, que no alcanzarán del mismo modo a las familias sin hijos que cuentan con dos ingresos. En realidad, la carga más pesada recaerá sobre las personas responsables de las tareas de cuidado. Y no sólo de los menores, que verán afectada su educación y perderán otras asignaciones, sino también de parientes con discapacidad o de padres jubilados cuyos servicios de atención también acabarán eliminados o subcontratados a trabajadoras y trabajadores pagados con salarios miserables para alcanzar objetivos productivo, no para cuidar de otros.
Muchas madres habían conseguido escapar a la dependencia al obtener empleos como maestras, bibliotecarias y otros trabajos en el sector público. Un 60,3% de los dos millones de madres y padres solteros, por su parte, habían podido salir al mercado laboral (frente a un 44,7% en 1997). Incluso madres que todavía dan el pecho a sus hijos acababan por someterse a entrevistas de trabajo. A resultas de esta realidad, el número de madres que se quedan en casa había alcanzado mínimos históricos, aunque las familias tenían que luchar con denuedo para llegar a fin de mes. Si los recortes las envían de nuevo a casa, ¿qué ocurrirá?
Con sorprendente falta de realismo, las contrarreformas actuales no tienen en cuenta el vínculo entre el destino de madres e hijos y apenas se preocupan por el bienestar de estos últimos. Como bien plantea Jamie Oliver, nadie parece preocuparse por lo que los niños vayan a comer; por el aumento del abandono escolar o por los menores que acabarán convirtiéndose en cuidadores de padres con discapacidades o de sus hermanos, cuando los adultos salgan a trabajar. Sólo la ignorancia del trágico escándalo que supone la pobreza infantil explica que el empobrecimiento creciente al que asistimos no cause la conmoción que debería.
Las políticas de ajuste estructural, esto es, la privatización y los recortes de derechos que devastaron al mundo desarrollado en los años 80 y 90, contaban con que las mujeres se hicieran cargo de una mayor cantidad de trabajo no pagado o se quedaran sin él, incluso si ello suponía morirse de hambre. De manera similar, el proyecto conservador de «gran sociedad» contempla que las mujeres reemplacen unos servicios públicos destruidos, haciéndose cargo de trabajo no pagado. Una vez más, nuestro trabajo como cuidadoras se da por descontado, pero no se hace cuenta alguna para remunerarlo.
Los recortes en marcha descansan en la absurda idea de que las fuerzas de mercado están más allá de todo control humano ¿Qué se ha hecho de la promesa de mayor tiempo libre gracias a los avances tecnológicos que tanto desempleo e inseguridad laboral causaron? Nosotras, en realidad, rechazamos el ethos dominante con arreglo al cual unos padres que destinan su tiempo y una sociedad que destina sus recursos al cuidado, constituyen un lujo inaccesible, mientras los salarios obscenos de los ejecutivos de empresas, sus bonificaciones o la venta de armas están a la orden del día ¿No será hora de defender nuestros intereses como en Francia?
Selma James es una veterana activista socialista y feminista nacida en Brooklyn, Nueva York. Es co- autora, junto a Mariarosa Dalla Costa, de la obra clásica sobre trabajo doméstico, Power of Women and the Subversion of the Community, aparecida en 1972, impulsora de la Campaña internacional por la Remuneración del Trabajo Doméstico y coordinadora de la Huelga Mundial de Mujeres.
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3660
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