El pueblo había desaparecido. Filósofos, políticos, analistas: en Occidente todos concordaban en el aburguesamiento de las clases trabajadoras, aunque sólo fuera por los gloriosos años del Estado del bienestar propio de nuestras sociedades desarrolladas. En cuanto a los países en vías de desarrollo, estaba claro que, sometidos como lo estaban a dictaduras férreas nutridas por […]
El pueblo había desaparecido. Filósofos, políticos, analistas: en Occidente todos concordaban en el aburguesamiento de las clases trabajadoras, aunque sólo fuera por los gloriosos años del Estado del bienestar propio de nuestras sociedades desarrolladas. En cuanto a los países en vías de desarrollo, estaba claro que, sometidos como lo estaban a dictaduras férreas nutridas por Occidente, su estancamiento casi catatónico era la garantía de un orden mundial muy conveniente.
Dos acontecimientos quebraron nuestras sólidas convicciones. Primero, el despertar auténtico de tres pueblos árabes que lograron el asombroso resultado de echar a un par de dictadores con sus cómplices, de arrinconar a un tirano loco, de aterrorizar a unos cuantos más y de minar las bases de regímenes corrompidos exigiendo elecciones libres en nombre de la democracia. Un pueblo enfurecido pero no violento, acuciado por la miseria y la sed de libertad, en cuya lucha se fundían las diferencias de clase y de religión. La historia de Túnez, de Egipto y de Libia no ha terminado; pero ha comenzado bien.
En la democracia, en cambio, parecía inútil buscar al pueblo y esperar que se expresase: para eso tenía representantes, unos partidos convertidos, según Juan I. Macua, en agencias de colocación, una casta dirigente elegida -es verdad- y pagada en principio para hablar en su nombre. Con eso, la acción democrática parecía reducida al proceso electoral. Toda búsqueda inquieta o sentimental del colectivo que se agrupaba bajo ese nombre terminaba en la noche de los tiempos: 1789, la Comuna de París, Garibaldi, Steinbeck, las grandes huelgas… Y sin embargo, según un sondeo hecho por la revista Philosophie, frente a lo que ya se llama en democracia «la crisis de la representación», el 66% de los franceses se declara favorable a que ciudadanos «por sorteo», como en Atenas, compongan comités populares para controlar la acción de los elegidos locales. Y que una ley sea revisada automáticamente si una manifestación de un millón de personas lo pide.
Y entonces, pese al casi boicot o desinterés de la información, nos llega una noticia de Islandia: en 2008, en plena crisis financiera, el pueblo, los ciudadanos, bajaron a la calle. Mucho se ha razonado sobre la crisis, así como sobre la actitud desvergonzada de las organizaciones financieras nacionales e internacionales que se hicieron con el mango y con la sartén, como dijo Iñaki Gabilondo, y se llega siempre a la misma constatación: los que han de pagar la nota no son los culpables. Son la gente.
En Islandia, isla de 317.000 habitantes, con el Parlamento
(Althing) más viejo del mundo (año 930), el pueblo ha decidido no pagar. Todos los bancos islandeses se habían portado muy mal. En particular Landsbanki, cuya filial Icesave, con tasas de interés de hasta el 6%, había atraído en cinco meses 10.000 millones de dólares ingresados por 300.000 británicos y buen número de holandeses, depósitos no cubiertos por el fondo islandés de garantía. Este pueblo de pescadores pronto se vio a merced de los banqueros de negocios, de una banca central y un Gobierno ebrio de éxito financiero. Islandia fue el primer país en sucumbir a la crisis financiera. En pocos días, sus tres bancos principales, Kaupthing, Landsbanki y Glitnir, mordieron el polvo.
Cuando tuvo lugar la previsible quiebra de Icesave, Londres y La Haya se a apresuraron a reembolsar a sus ciudadanos, arrojando con ello un tupido velo sobre la nulidad total de sus autoridades de control. Luego, ambos países pasaron la factura a Reykjavik: 4.000 millones de euros (2.700 los británicos y 1.300 los holandeses), a 15 años y un interés del 5,5%. Al principio, el Parlamento islandés nacionalizó los tres bancos, cosa que provocó la huida de sus directivos y, temeroso de ver denegado su acceso a la Unión Europea, promulgó una ley sobre el reembolso. Constatando que la suma exigida significaría el pago de 100 euros mensuales durante ocho años para cada uno de los habitantes de la isla, un vasto movimiento de opinión y manifestaciones obligaron al presidente islandés a rehusar la ratificación de la ley y someterla a un referéndum, cuyo resultado fue una sorpresa: el 93% de los islandeses votaron contra el reembolso. Desde entonces, el problema está en suspenso.
Pese a la nueva oferta de reembolso de la deuda con el 3% de interés y pagos aplazados hasta 2046, aceptada esta vez por el primer ministro islandés, Reino Unido y Holanda sólo pueden esperar un rechazo masivo. «Los ciudadanos de Islandia serán llamados a las urnas para votar este nuevo acuerdo con los Gobiernos británico y holandés», declaró el presidente Olafur Grímsson, que en marzo de 2010 se alegró del rechazo masivo al plan anterior, al que él también se opuso.
Este procedimiento debería dar que pensar tanto a los dirigentes como a los expertos en democracia. Al mismo tiempo, los islandeses decidieron cambiar la Constitución. Desde mediados de febrero, 35 ciudadanos electos al margen de todos los partidos trabajan sobre un nuevo texto, basado en la separación de la Iglesia y el Estado, la nacionalización de los recursos naturales y la clara separación entre poderes ejecutivo y legislativo. Deben entregar el texto antes del próximo verano.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/3107/el-pueblo-existe/