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Sobre una reflexión de Manolo Monereo

El retorno de lo político

Fuentes: Cuarto Poder

Manolo Monereo ha señalado, en sendos artículos publicados el día 23 de agosto y el 1 de septiembre en cuartopoder.es, el punto en el que debería situarse la discusión de la izquierda en estos momentos. No pretendo que tal lugar sea el de un acuerdo estratégico, pero puede solicitarse que, cuando menos, sea ya el […]

Manolo Monereo ha señalado, en sendos artículos publicados el día 23 de agosto y el 1 de septiembre en cuartopoder.es, el punto en el que debería situarse la discusión de la izquierda en estos momentos. No pretendo que tal lugar sea el de un acuerdo estratégico, pero puede solicitarse que, cuando menos, sea ya el de una perspectiva común, de un consenso en la fijación del carácter del ciclo histórico en que nos encontramos. Esta nueva fase – la consolidación del proyecto de la Gran Coalición alemana para la UE- ha provocado ya percepciones opuestas y fracturas estratégicas en el seno de las organizaciones populares, debilitando gravemente la capacidad de construir formas de resistencia y, sobre todo, proyectos de ruptura. Los conflictos que puede albergar la construcción de un nuevo sujeto político y social no pueden empañar el objetivo fundamental indispensable en el mismo proceso de su constitución, que es el de la recalificación de la democracia. En la conciencia de las clases trabajadoras se ha abierto ya, dada la desfachatez con que se ha administrado la crisis, la centralidad de esta reivindicación. Para una mayoría social que puede ser en poco tiempo mayoría política, la cuestión es la recuperación de la soberanía nacional.

En su crítica a Tsipras, Monereo perfila lo que es siempre el mayor daño causado por lo que él desea caracterizar como «transformismo»: convertir una negociación fracasada ante la mayor fuerza del adversario en otra cosa de muy distinta calidad política y de muy diverso calibre moral. Porque lo sucedido está proyectando sobre la conciencia de los sectores alternativos, que tantas esperanzas pusieron en el gobierno griego, la asunción de una derrota mal digerida, que no se presenta como resultado de un combate ante un adversario con recursos más poderosos, sino que se sostiene como certificación del margen de maniobra de los sectores populares en la actual organización del capitalismo europeo, en especial en lo que respecta a los países más dependientes.

Esto es lo que verdaderamente resta posibilidades a los esfuerzos realizados para construir un nuevo sujeto de transformación: que el desacuerdo de la izquierda deje de encontrarse en las condiciones de la negociación de la deuda, para situarse ahora en la aceptación de un límite sistémico que no puede rebasarse. Calificar a quienes no están de acuerdo con Tsipras, dentro o fuera de Grecia, de personas que carecen de realismo o que se permiten el lujo de una cómoda intransigencia es injusto y, sobre todo, erróneo. Y el error no consiste solamente en que las posiciones de estos sectores opuestos a la línea tomada por el líder de Syriza sean más o menos acertadas. La equivocación más grave es haber desautorizado toda impugnación de un modelo de dependencia y cualquier propuesta de recuperación de la soberanía nacional y popular, dibujando una frontera que distingue entre políticos responsables y aventureros doctrinarios, cuya pulcritud absentista habrá de empeorar el sufrimiento de las clases trabajadoras.

Es difícil imaginar una victoria del sistema lograda con tal amplitud de resultados. Para ello, basta con comparar nuestras esperanzas de hace solo seis meses y la realidad ante la que nos hallamos tras la convocatoria de las elecciones del 20 de septiembre. Nos parecía entonces que la dictadura de la troika había sido puesta en jaque; que desde un país subalterno, que era ejemplo de los mayores sufrimientos sociales de esta crisis, una inmensa movilización popular era capaz de construir un nuevo sujeto político; que los dictados de la Gran Coalición alemana y sus adláteres septentrionales habían dejado de serlo, para convertirse en propuestas a discutir por gobiernos dispuestos a ser verdaderos representantes de los intereses nacionales y de una nueva idea del federalismo europeo; que las acusaciones de marginalidad, aventurerismo, incompetencia técnica o paleografía doctrinal no podían ya esgrimirse frente a una mayoría política y social organizada por un equipo dirigente con sobrada preparación, indudable sentido de la responsabilidad e inquebrantable voluntad de defensa de la soberanía nacional.

Fue evidente el miedo de la Gran Coalición, enfrentada a la primera respuesta significativa a la gestión de la crisis y, sobre todo, a que tal respuesta pudiera presentarse como el inicio de una impugnación que amenazaba con ir pautando la organización de movimientos populares del mismo tipo a escala internacional. Lo que había sido burla chabacana de los comentaristas y tertulianos se convirtió en alarma, con sobrados motivos para entristecer el semblante de los ministros coordinados por Merkel y Schäuble. Sin duda, ellos apreciaron perfectamente que la gravedad política del hecho se encontraba en la negación de un axioma: que la soberanía nacional era ya un asunto que había dejado de existir en el imaginario europeo, respondiendo su defensa a la nostalgia reaccionaria de populismos de extrema derecha o a las posiciones arcaizantes de una izquierda sonámbula.

Todas esas expectativas se han cerrado. Y lo han hecho provocando el debilitamiento de la izquierda griega, la desazón de quienes creímos que lo políticamente real expresaba lo históricamente posible y necesario, y el nacimiento de un nuevo tema de escisión de la izquierda en proceso de constitución política en otros países europeos.

Creo que el segundo artículo de Monereo, publicado el día 1, «Mélenchon contra Merkel», da un paso importante en esta misma línea de reflexión. El comentario al libro del dirigente de la izquierda francesa, que pronto tendremos en su versión española, es mucho más que un análisis de la organización del sistema de dominación en Alemania a partir de la unificación de 1990. Desde luego, este aspecto es indispensable, porque lo que se plantea es la continuidad entre la caída del muro, la conquista y colonización de la RDA y el proceso de construcción de un Cuarto Imperio, basado en la práctica fusión política de la CDU y el SPD -en un nuevo partido que, más allá de un acuerdo gubernamental, podría adquirir el significado más político y profundo de la Gran Coalición- y en la gestión directa de todos aquellos asuntos que en otro tiempo definieron el margen de soberanía de los Estados nacionales: los márgenes de inversión y gasto de los Estados, la estabilidad presupuestaria, el volumen de déficit, la capacidad de protección social y la prevención de la salud de su tejido productivo. Esta perspectiva nos permite emplazar el ciclo abierto en 1990, en lo que a Alemania se refiere, en una fase histórica de mayor duración y amplitud, cuyos orígenes y cuya mejor comprensión se sitúan en los elementos de continuidad del periodo que arranca con el estallido de la Gran Guerra. Evitando tanto la habitual eliminación del análisis de clase en la experiencia nacionalsocialista, como las chapuceras simplificaciones impresionistas que hagan perder su significado al concepto del fascismo, podría devolverse a la ciencia social una mirada más atenta a las hondas continuidades geoestratégicas del capitalismo alemán y, en especial, de aquellos sectores más avanzados, como el de la industria química.

Pero este factor, crucial en un análisis retrospectivo, fundamental en una reflexión de fondo sobre el largo plazo del actual ciclo, puede considerarse menos «urgente» que los aspectos destacados por Monereo y que atañen a los útiles básicos de una estrategia destinada a construir una nueva subjetividad de resistencia y de transformación. Y es aquí donde los planteamientos pueden resultar polémicos, y donde hay que tener el coraje y la responsabilidad de plantear las cosas en circunstancias en que el capitalismo europeo nos habla con absoluta claridad. La utilización de un discurso dominante, economicista y tecnocrático, que ha ido abandonando la mayor parte de sus tonos y temas políticos -salvo los de la exaltación misma del «proyecto de la Unión Europea» en su sentido más persuasivo, totalitario, directamente ideológico y deformante de las opciones alternativas-, responde a la destrucción de la soberanía popular y de la demolición de los Estados. El establecimiento de amplios espacios nacionales dependientes y su normalización incluso en la conciencia de la ciudadanía solo puede obtenerse mediante la quiebra de cualquier discurso que defienda el restablecimiento de estructuras de representación democrática a escala de los viejos Estados. La cacareada «nueva soberanía» desplegada hacia arriba, hacia la constitución de una sola representación de un solo pueblo europeo en instituciones transnacionales, es un fraude, cuya mezquina y decidida voluntad ha sido siempre la de destruir los espacios políticos que podrían ofrecer márgenes de maniobra para la protección de derechos sociales y para la obtención de espacios de movilización y representación de los sectores subalternos.

Este proyecto ha sido transmitido con tanta claridad, y con una relación tan estrecha con el empeoramiento de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, que ha sido percibido en su integridad por la ciudadanía. La respuesta no ha sido siempre la de la resistencia y la protesta. Ha sido, también, la de la aceptación masiva de este nuevo marco, considerado una variable fatal del proceso de la globalización. Debe recordarse que millones de personas en España, millones de hombres y mujeres de clases populares dan su voto a opciones políticas que defienden este modelo. Y lo hacen con absoluto convencimiento de lo que la hegemonía de las clases dirigentes del sistema ha podido edificar: no solo el carácter inevitable, sino también esperanzado de lo que es una Unión Europea cuya mitificación fue, desde el principio, uno de los factores básicos de la Transición. El populismo al que nunca se hace referencia es ese imaginativo consenso social en torno a una pérdida de soberanía y, por tanto, de democracia, que pasa a ser considerado una vía de desarrollo y de «enganche» en la historia universal tantas veces ajena a la participación española. La ruptura entre modernización y reformismo, de un lado, y construcción de un Estado democrático, republicano y popular, de otro, es el aspecto más destacado de la quiebra de fondo de la izquierda española en los últimos veinte años del siglo XX.

Con todo, esa conciencia ha dado lugar a la aparición de movilizaciones que se enfrentan directamente a los ejes fundamentales de ese proyecto europeo. Ciertamente, ha habido y habrá expresiones políticas alojadas en una cultura nacionalista como la que representa, de un modo inteligente y ejemplar, el Frente Nacional francés. Su congruencia con las condiciones de consolidación de la UE explican la solidez de su arraigo político y popular, especialmente desde la crisis del gaullismo en los años ochenta del pasado siglo. Pero ha habido otras formas de resistencia que, con éxito desigual y en contacto con tradiciones nacionales distintas, ha podido presentar desde la izquierda una respuesta al proyecto de la Gran Coalición alemana para la UE. Esta actitud ha tenido que realizarse con mucha cautela y con no pocas revisiones de optimismos previos, pues el ideal federativo continental se encuentra en el corazón de todas las culturas revolucionarias. Se ha tenido que sufrir un cúmulo de acusaciones lanzadas contra quienes planteaban -y desde el principio- que nos hallábamos ante el proceso constituyente de un nuevo espacio de dominación transnacional, radicalizado por la liquidación de la política y su sustitución por debates neutralizados acerca de la eficacia productiva, la funcionalidad de la dependencia o los controles de la vida social por organismos encargados de velar por el supuesto equilibrio financiero. En definitiva, por quienes nos han llegado a indicar que el nivel de sufrimiento y de pérdida de derechos no es más que el resultado de una gran mutación que no afecta a las relaciones entre Estados, sino a la devaluación acelerada del concepto y la realidad del Estado.

Decía que en el corazón de todas las tradiciones de la izquierda se encuentra el sueño de una Europa unida. Pero en esos corazones alienta también el rumor de una larga experiencia, asentada en la defensa de los ámbitos nacionales de soberanía, en la construcción de democracias de participación e intervención popular, en la hegemonía de partidos nacionales y de clase. Se trata de la larga historia de identificación de los partidos comunistas y de la izquierda socialista con esos espacios en los que la conquista de las instituciones pasaba a ser la posibilidad de gestionar derechos de las mayorías y de limitar las agresiones del capitalismo. Esa tradición no es el mero recuerdo de mejores momentos que no volverán, sino que es el horizonte para plantear una recalificación del republicanismo.

Es en este punto en el que el análisis propuesto por Monereo puede pasar a ser el del planteamiento de una estrategia, uno de cuyos aspectos esenciales es la elaboración de un discurso, incluso de una propaganda destinada a normalizar el prestigio del Estado nacional, de la democracia popular y republicana. Ello puede implicar dificultades mucho más graves en España de las que pueden encontrarse en otros lugares. Porque sabemos que el concepto de Estado nacional -y el concepto mismo de Estado- ha sido víctima de la usurpación franquista en las décadas centrales del siglo XX. En otros países, como en Francia e incluso en Italia, la defensa de un Estado nacional y democrático, de una República popular, se encontró en la raíz de la resistencia antifascista y se constituyó en cultura de la izquierda en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Incluso desbordó los espacios de la izquierda, para alentar experiencias nacional-republicanas como la curiosa «derecha social y patriótica» del gaullismo, en cuya lógica -más que en otros lugares- se encuentran las semillas del amplio respaldo al Frente Nacional. La Transición tuvo, entre sus más penosas aduanas ideológicas, la entrega de ese fondo emocional y político, de ese sentimiento de pertenencia y de afán de nueva construcción que fue la tradición republicana. Allí donde los comunistas tuvieron más éxito social y electoral fue donde pudieron presentarse como partido nacional y de clase, como en Catalunya. Una condición que, lamentablemente, ni tirios ni troyanos supieron convertir en la defensa de una «nación de naciones» a cuyo servicio se pusieran los partidos de los trabajadores, plasmándose en la adecuada elaboración del republicanismo federal. Por ello, el nacionalismo catalán ha ido creando espacios alternativos de un sentimiento comunitario que ha aprovechado admirablemente la percepción general de una pérdida del «Estado propio». Ese nacionalismo no es una mejora ni una radicalización de la propuesta federal, sino el resultado de su fracaso. Las propuestas de falsa autodeterminación que han seducido a tantas personas no son la continuidad ni el perfeccionamiento del discurso de la izquierda socialista y comunista catalana, sino su negación. Pero su misma existencia muestra la forma en que se experimenta políticamente esta crisis. Muestra que, ante la descarada expropiación de soberanía que la ha acompañado y ha fijado las condiciones de su realización, la demanda de un espacio de decisión popular pasa a ser cauce y objetivo, consigna y forma de la lucha de masas. Esta politización espontánea, que ha traducido la crisis económica a la cuestión del Estado, ha de inspirar cualquier estrategia que desee contar con una mayoría social y que quiera apuntar al corazón mismo de los actuales mecanismos de dominación.

El proyecto republicano debe dar un salto, desde las actuales posiciones de defensa de un régimen que, en comparación con la monarquía, es obviamente más democrático. Ha de pasar a presentarse, incluso a ritualizarse, como una forma de restaurar la soberanía expropiada. No puede ser ni solo ni principalmente la evocación de un régimen salvajemente destruido por el fascismo. Ha de constituirse como mensaje de reconstrucción del Estado, en momentos en que su eliminación es el requisito indispensable para que se cumplan las aspiraciones imperiales de la Gran Coalición alemana. En estos momentos, el debate de la izquierda halla a una opinión pública extraordinariamente sensibilizada ante esa pérdida de soberanía, que se identifica en amplios sectores populares con el empeoramiento de las condiciones de vida y la pérdida definitiva de derechos.

La defensa de la soberanía nacional, de la democracia y, por tanto, de un discurso republicano congruente con las actuales circunstancias europeas, es el cauce indispensable para la articulación de un proyecto que se considere alternativo a la Gran Coalición alemana y sus adláteres. La dependencia, el atraso y el sufrimiento social de los españoles -o de los griegos, o de los italianos- han dejado de ser circunstancias coyunturales para convertirse en funciones estructurales de la UE. El proceso constituyente de este sistema imperial ha de ser respondido con ese objetivo, en la medida en que la democracia y la soberanía nacional han sido sacrificio preferente de un capitalismo verdaderamente dispuesto a entrar en la etapa en que los consejos de administración sustituyeran a las instituciones, como lo profetizaron dos jóvenes alemanes hace casi 170 años.

En la memoria de la izquierda española se encuentra, firmemente asentada, la llamada a que el pueblo se constituyera en sujeto histórico. Una propuesta que llegó a fijar la alianza entre fuerzas del trabajo y de la cultura en los años treinta, en lucha por la independencia nacional y la democracia. Lo que debemos considerar es qué cultura política ha de formalizarse si el objetivo sensato, el único realista en la lucha por los derechos sociales, es la recuperación de aquellos instrumentos y de aquellos espacios de gobernabilidad que permitan despojar al capitalismo europeo de su omnipotencia actual. La perspectiva de clase, la construcción de un movimiento popular, la oferta de una alternativa anticapitalista, solo pueden plantearse seriamente como lo que ahora verdaderamente pueden y deben ser: la reconquista de la soberanía. Lo cual es, en realidad, el retorno del hecho político en su sentido profundo. Ese hecho político que se define, en primer lugar, por la afirmación de la representación de la comunidad soberana en un marco internacional.

Ferrán Gallego es historiador.

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