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Entrevista a Gerardo Pisarello, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Central de Barcelona

«El Tratado de Lisboa quiere esconder las referencias explícitamente neoliberales sin abandonar la filosofía privatizadora»

Fuentes: laccent.cat

Los votantes de Irlanda daban, el pasado mes de junio, un nuevo revés al proyecto neoliberal de construcción europea. En el único Estado dónde el Tratado de reforma institucional de la Unión Europea (también conocido como Tratado de Lisboa) se sometía a referéndum, los votantes lo rechazaron con un 53,4 ante de un 46,6 de […]

Los votantes de Irlanda daban, el pasado mes de junio, un nuevo revés al proyecto neoliberal de construcción europea. En el único Estado dónde el Tratado de reforma institucional de la Unión Europea (también conocido como Tratado de Lisboa) se sometía a referéndum, los votantes lo rechazaron con un 53,4 ante de un 46,6 de apoyo. Era el segundo intento de implementar un texto. Aún cuando la mayor parte de líderes europeos han asegurado que el proceso de ratificación del Tratado continúa adelante, el «no» irlandés y las dudas apuntadas por dirigentes como el presidente checo y el primer ministro luxemburgués han dejado la evolución de la estructuración europea en un estadio de incertidumbre. Por conocer en que punto se encuentra el proceso de construcción de estructuras comunes a la Unión Europea y, sobre todo, con qué objetivo se está haciendo este proceso, L’ACCENT hemos entrevistado a Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona. Pisarello es autor, entre otros libros, de La Constitución Europea y sus mitos: una crítica al Tratado Constitucional y argumentos para otra Europa (Icaria, 2005).

Tras el referéndum de Irlanda sobre el Tratado de Lisboa, ¿en qué punto se encuentra el proceso de construcción europeo?

La coincidencia del «no» irlandés con un seguido de decisiones bastantes discutidas como las directivas de las 65 horas o de «retorno» de los inmigrantes, o las sentencias del Tribunal de Justicia que refuerzan el dumping social a la UE, han situado el proceso de integración en un punto altamente crítico. Por sectores cada vez más amplios de la población, las políticas de la Unión Europea, apoyadas por los estados, dejan de ser un referente de progreso social y de profundización democrática. Como muestra la composición del voto negativo y de la abstención en Francia, Holanda e Irlanda, esta percepción está bastante difundida entre jóvenes y clases trabajadoras, urbanas y rurales. Y probablemente crecerá en el actual contexto de crisis.

Esto no quiere decir, naturalmente, que todos estos sectores críticos sean partidarios de una alternativa más democrática, más igualitaria y más solidaria con el resto de pueblos del mundo. Quiere decir, en todo caso, que, contemplada desde abajo, desde la posición de los grupos más afectados por las políticas neoliberales de la UE y de los estados miembros, la construcción europea está perdiendo rápidamente el discreto encanto que podía despertar hace un par de décadas.

¿Qué perspectivas tienen los que vuelan implantar el espíritu que había tanto en pos del proyecto de Constitución Europea como del Tratado de Lisboa? ¿Cuáles son sus objetivos?

El Tratado de Lisboa era el plano «B» de las clases dirigentes europeas ante la derrota del Tratado constitucional a países fundadores como Francia y Holanda. Este plan fue impulsado principalmente por Sarkozy y Merkel, con el apoyo del Reino Unido, con dos objetivos. Abandonar las referencias constitucionales que pueden hacer más visible la carencia de democracia en la UE y exigir una mayor participación de los pueblos europeos (a través de referéndums obligatorios y, incluso, de una auténtica asamblea constituyente). Esconder las referencias explícitamente neoliberales que pueden hacer más visible el déficit social de la UE sin abandonar, pero, la filosofía privatizadora y liberalizadora asumida, como mínimo, desde la Acta Única de 1986. El problema es que este plano «B» ha fracasado. A corto plazo, la UE podría continuar funcionando con el Tratado de Niza y con decisiones normativas -directivas, reglamentos, sentencias del Tribunal de Justicia- que permitan reforzar -o no cuestionar- su deriva tecnocrática y privatizadora. Pero, las clases dirigentes deberán plantearse algún tipo de salida, cuando menos simbólica, a la escandalosa carencia de sentido democrático y social de la UE actual.

Hay una sensación que el proceso inicial de una unidad en materia política a nivel europeo se ha desterrando y que el eje de unión ha quedado y se quiere quedar básicamente en el ámbito económico y, sobre todo, comercial. ¿Compartes esta percepción? Si es así, ¿a qué responde?

En realidad, la construcción de un mercado único ha sido siempre el propósito primario de este proceso de integración europea. Todos los desarrollos políticos, sociales y, incluso, militares, desde los tratados de Roma de 1957 hasta hoy, han sido siempre subordinados a este objetivo. Naturalmente, los ritmos han variado. Con el Acta Única de 1986 y con el Tratado de Maastricht de 1992, la construcción europea desarrolla una serie de obsesiones liberalizadoras y monetaristas y se añade a la agenda económica fijada por el OMC. Nada de esto no es extraño si se piensa que la estructura opaca institucional europea ha permitido una fuerte incidencia en el proceso de integración de los grandes lobbies privados y de los principales grupos empresariales, muy bien articulados en organizaciones como la European Round Table (ERT) o Bussiness Europe (la Europa de los negocios). A partir de todos este elementos, los tratados europeos, las principales directivas en materia económica y unas cuántas sentencias clave del Tribunal de Justicia se han convertido en un corsé cada vez más rígida por los estados miembros (que han facilitado, hace falta insistir, la confección). Este corsé ejerce una presión decisiva por la privatización de servicios públicos, por la reducción del gasto social, por la contención de los salarios, por la devastación ambiental (la UE es el segundo emisor de gases con efecto invernadero del mundo), así como por el progresivo sacrificio de derechos laborales conquistados un siglo antes.

Las directivas sobre inmigración y 65 horas que están siendo aprobadas los últimos meses, ¿cómo debemos entenderlas? ¿En qué lógica se entienden? 

Las recientes directivas sobre inmigración y sobre 65 horas son el reflejo de un modelo que por ser «altamente competitivo» necesita producir miedo e inseguridad entre la fuerza de trabajo, sea autóctona o extranjera, regularizada o no, y mantenerla en condiciones de permanente vulnerabilidad. Es una lógica similar a la que hay detrás de los recientes pronunciamientos del Tribunal de Justicia en los casos Viking, Laval, Ruffert y Luxemburgo. Todos ellos son la plasmación práctica de lo que se pretendía imponer con la denominada Directiva Bolkenstein: una fuerte restricción de la capacidad de los poderes públicos para controlar la libre circulación de capital y de servicios y una profundización del dumping social y fiscal en el conjunto de la UE. Así, no se impulsan mesures de armonización «hacia arriba», se favorece el enfrentamiento entre trabajadores de países con diferentes niveles de garantías sociales y laborales.

La nueva derecha que ha conquistado la hegemonía a la UE, representada por Sarkozy, Merkel, Berlusconi y algunos ejecutivos de la Europa del Este, ha sido decisiva en el impulso de este escenario. Y los partidos socialistas, exceptuando honrosas excepciones, no han hecho nada para impedirlo.

Algunos analistas alertan que la Unión Europea está atrapada en una fase ya agotada en la que los Estados Unidos son la potencia hegemónica sin rivales, y no se adaptan al nuevo contexto dónde hay otras potencias emergentes. ¿Cuál es tu opinión sobre el papel que está jugando la UE en la geopolítica internacional?

La UE tiene una fuerte dependencia energética de diferentes países del sur y del este. Por asegurar su modelo de producción y de consumo su política exterior y de defensa ha sido subordinada con muy pocas fisuras a la política de los Estados Unidos. Ahora que el contexto está cambiando y que el escenario internacional se vuelve más multipolar, la carencia de reflejos y de autonomía de las clases dirigentes de la UE ha quedado patente. Es cierto que ha habido iniciativas aisladas y puntuales; pero como se puede comprobar con los pronunciamientos y silencios de la UE ante la situación en Rusia, Colombia, Bolivia o el Oriente Medio, no hay una agenda política realmente autónoma de los intereses de los Estados Unidos.

¿Cómo puede afectar la crisis a la actual situación? ¿Habrá cambios en el rumbo que había tomado hasta ahora la UE? ¿Hay lugar para la Europa de los trabajadores y trabajadoras y de los pueblos? 

La crisis contribuye a mostrar muchas de las contradicciones inherentes a este proceso de integración. Durante decenios, las instituciones comunitarias han considerado que las ayudas a empresas estatales distorsionaban la libre competencia. Con este argumento se ha forzado la privatización de muchos servicios públicos y se ha favorecido la creación de nuevos oligopolios privados. En este momento, todos los países reclaman libertad de gasto por socorrer a bancos y entidades financieras que se han enriquecido de manera jurídicamente dudosa en los últimos años. También durante mucho tiempos, las instituciones comunitarias han propugnado la aplicación rígida de un Pacte de Estabilidad y unos criterios de convergencia que han generado un enorme déficit social al conjunto de la UE. Casi todos los países del Eurogrupo, empezando por Francia, consideran que el Pacto no funciona y piden mayor libertado de acción monetaria. Todo esto obligará a replantear, cuando menos parcialmente, las reglas de juego vigentes hasta ahora. Para la derecha, y para una parte considerable de la socialdemocràcia, de lo que se trata es de introducir un breve paréntesis, hasta que se pueda devolver a las anteriores condiciones de «normalidad». Naturalmente, nada de esto puede considerarse una alternativa aceptable para los pueblos europeos, para sus trabajadores y trabajadoras, autóctonos o inmigrantes, del campo o de la ciudad. Todo lo contrario, lo que haría falta, en el contexto actual, es una critica sin complejos tanto del euroentusiasmo complaciente como del populismo xenófobo como presupuesto para el impulso de una propuesta alternativa. Esta propuesta, más que en un Tratado o en una Constitución, debería consistir, a mi parecer, en un programa de acción capaz de revertir las actuales iniciativas privatizadoras, xenófobas y militaristas de la Unión Europea y de situar el legítimo objetivo de la unión de los pueblos europeos dentro de la construcción de un nuevo internacionalismo solidario a altura de los tiempos.