Un observador ingenuo podría pensar que las elecciones europeas del 13 de junio representarían una buena ocasión para abordar el asunto central de la actualidad europea del momento: el tratado constitucional que algunos llaman Constitución, pero que jurídicamente sólo es un tratado, al igual que los precedentes desde el de Roma en 1957 (Acta Única […]
Un observador ingenuo podría pensar que las elecciones europeas del 13 de junio representarían una buena ocasión para abordar el asunto central de la actualidad europea del momento: el tratado constitucional que algunos llaman Constitución, pero que jurídicamente sólo es un tratado, al igual que los precedentes desde el de Roma en 1957 (Acta Única en 1986, Maastricht en 1992, Amsterdam en 1997, Niza en el 2000).
Todo parece indicar que este tratado se adoptará en la cumbre europea del 17 y 18 de junio; es decir, sólo cuatro o cinco días después de las elecciones al Parlamento Europeo. La llegada al poder del señor Zapatero en España, y la salida del primer ministro polaco, el señor Miller, permitirán, en efecto, alcanzar un compromiso en relación con el asunto que hizo capotar la cumbre de Bruselas en diciembre de 2003: el reparto de poderes entre los estados miembros de la UE, en particular el número de comisarios y la forma de cálculo de la mayoría cualificada.
Dejando aparte estas cuestiones de naturaleza institucional, el contenido del tratado es sobradamente conocido, en particular el del apartado 3, titulado Las políticas de la Unión. Esta parte reagrupa el conjunto de las políticas (mercado interior, comercio, medio ambiente, agricultura, euro) decididas a partir de 1958 y que, desde hace una veintena de años, están marcadas por el sello del liberalismo, es decir del ultraliberalismo. El objetivo de su incorporación a una pretendida Constitución es consagrarlas y excluirlas del debate político. En otras palabras, el liberalismo ya no es una opción ideológica entre otras, sino un principio constitucional. Para garantizar este no retorno, las cláusulas de revisión del tratado son claras: es necesaria la unanimidad de los estados. Si 24 de los 25 gobiernos se ponen de acuerdo para modificar un artículo sobre estas políticas (por ejemplo, sobre los controles de flujos de capitales), y el 25° se opone, este último se saldrá con la suya.
Este apartado hubiera debido escandalizar a los miembros no liberales (y principalmente a los socialistas) de la Convención sobre el futuro de Europa que ha elaborado este proyecto de tratado. Pero no ha sucedido así en absoluto y sus partidos están dispuestos, en toda Europa (y en particular en España), a votar a favor del tratado. Es una manera eficaz de impedir que, en lo sucesivo, se realicen políticas no liberales a nivel europeo, lo cual también quiere decir a nivel nacional, puesto que el 70% de las leyes nacionales no son más que la transposición de decisiones tomadas a nivel europeo.
En el seno de la Unión Europea, el debate sobre este apartado sólo ha adquirido cierta fuerza en Francia. Por lo que yo sé, en España sólo lo plantean IU y Attac. Este apartado es enérgicamente denunciado por los partidos de extrema izquierda, por el PC y por la casi totalidad de los movimientos sociales. El Partido Socialista y los Verdes adoptan una actitud ambigua, que confina a la mistificación política. Declaran efectivamente estar en contra de este apartado 3, y afirman que debe ser retirado del tratado antes de su aprobación, pero se niegan a decir lo que harán si no se produce tal caso. Ante los electores, su mensaje es a grandes rasgos el siguiente: votadnos el 13 de junio y ya os diremos más tarde lo que pensamos del tratado. ¡Cómo si no supieran realmente lo que contendrá!
Volvemos a encontrar la misma ambigüedad en la postura a adoptar sobre el procedimiento de ratificación del tratado. Las disposiciones de la Constitución francesa prevén un voto del Parlamento o un referendo, decisión que depende del presidente de la República. El PS es oficialmente partidario del referendo pero, en privado e incluso a veces en público, sus responsables no ocultan que son contrarios a este procedimiento. Al igual que Chirac, temen que, si se consulta al conjunto de la población, gane el no. Si es el Parlamento el que decide, y teniendo en cuenta la abrumadora mayoría de cargos electos de la derecha en la Asamblea Nacional y en el Senado, podrán permitirse el lujo de abstenerse y, quizá, al menos una parte de ellos, emitir un voto contrario sin cambiar el resultado final.
Todo parece indicar que este tratado se adoptará en la cumbre europea del 17 y 18 de junio; es decir, sólo cuatro o cinco días después de las elecciones al Parlamento Europeo. La llegada al poder del señor Zapatero en España, y la salida del primer ministro polaco, el señor Miller, permitirán, en efecto, alcanzar un compromiso en relación con el asunto que hizo capotar la cumbre de Bruselas en diciembre de 2003: el reparto de poderes entre los estados miembros de la UE, en particular el número de comisarios y la forma de cálculo de la mayoría cualificada.
Dejando aparte estas cuestiones de naturaleza institucional, el contenido del tratado es sobradamente conocido, en particular el del apartado 3, titulado Las políticas de la Unión. Esta parte reagrupa el conjunto de las políticas (mercado interior, comercio, medio ambiente, agricultura, euro) decididas a partir de 1958 y que, desde hace una veintena de años, están marcadas por el sello del liberalismo, es decir del ultraliberalismo. El objetivo de su incorporación a una pretendida Constitución es consagrarlas y excluirlas del debate político. En otras palabras, el liberalismo ya no es una opción ideológica entre otras, sino un principio constitucional. Para garantizar este no retorno, las cláusulas de revisión del tratado son claras: es necesaria la unanimidad de los estados. Si 24 de los 25 gobiernos se ponen de acuerdo para modificar un artículo sobre estas políticas (por ejemplo, sobre los controles de flujos de capitales), y el 25° se opone, este último se saldrá con la suya.
Este apartado hubiera debido escandalizar a los miembros no liberales (y principalmente a los socialistas) de la Convención sobre el futuro de Europa que ha elaborado este proyecto de tratado. Pero no ha sucedido así en absoluto y sus partidos están dispuestos, en toda Europa (y en particular en España), a votar a favor del tratado. Es una manera eficaz de impedir que, en lo sucesivo, se realicen políticas no liberales a nivel europeo, lo cual también quiere decir a nivel nacional, puesto que el 70% de las leyes nacionales no son más que la transposición de decisiones tomadas a nivel europeo.
En el seno de la Unión Europea, el debate sobre este apartado sólo ha adquirido cierta fuerza en Francia. Por lo que yo sé, en España sólo lo plantean IU y Attac. Este apartado es enérgicamente denunciado por los partidos de extrema izquierda, por el PC y por la casi totalidad de los movimientos sociales. El Partido Socialista y los Verdes adoptan una actitud ambigua, que confina a la mistificación política. Declaran efectivamente estar en contra de este apartado 3, y afirman que debe ser retirado del tratado antes de su aprobación, pero se niegan a decir lo que harán si no se produce tal caso. Ante los electores, su mensaje es a grandes rasgos el siguiente: votadnos el 13 de junio y ya os diremos más tarde lo que pensamos del tratado. ¡Cómo si no supieran realmente lo que contendrá!
Volvemos a encontrar la misma ambigüedad en la postura a adoptar sobre el procedimiento de ratificación del tratado. Las disposiciones de la Constitución francesa prevén un voto del Parlamento o un referendo, decisión que depende del presidente de la República. El PS es oficialmente partidario del referendo pero, en privado e incluso a veces en público, sus responsables no ocultan que son contrarios a este procedimiento. Al igual que Chirac, temen que, si se consulta al conjunto de la población, gane el no. Si es el Parlamento el que decide, y teniendo en cuenta la abrumadora mayoría de cargos electos de la derecha en la Asamblea Nacional y en el Senado, podrán permitirse el lujo de abstenerse y, quizá, al menos una parte de ellos, emitir un voto contrario sin cambiar el resultado final.
BERNARD Cassen es Director general de Le Monde diplomatique.
Traducción de Xavier Nerín.