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Esos jóvenes que se rebelan no son inmigrantes

Fuentes: La Vanguardia

En 1983, jóvenes descendientes de familias inmigrantes, conocidos como beurs (sílabas invertidas de la palabra rebeu, que significa árabe), emprendieron una marcha por toda Francia con el fin de atraer la atención de los poderes públicos, los medios de comunicación y la población sobre sus condiciones de vida. El gobierno socialista entendió esta marcha, que […]

En 1983, jóvenes descendientes de familias inmigrantes, conocidos como beurs (sílabas invertidas de la palabra rebeu, que significa árabe), emprendieron una marcha por toda Francia con el fin de atraer la atención de los poderes públicos, los medios de comunicación y la población sobre sus condiciones de vida. El gobierno socialista entendió esta marcha, que gozó del apoyo de SOS Racismo y de algunas asociaciones solidarias con los inmigrantes, como una voluntad de integración social. Algunos participantes fueron recibidos por los ministros, se hicieron promesas y los jóvenes regresaron a los barrios periféricos. Quienes tuvieron la idea de aquella marcha, sus hermanos mayores, acabaron perdiendo el prestigio ante adolescentes impacientes por vivir, es decir, por trabajar y encontrar su lugar en la sociedad. Después de vivir una decepción tras otra, los beurs se fueron encerrando en sí mismos y algunos sucumbieron a la tentación de la vida fácil y marginal, es decir, a la delincuencia y la revuelta.

Ya sea en Vénissieux, Estrasburgo o París, la expresión de esta juventud entre la que predomina el fracaso escolar toma el camino de la violencia: coches incendiados, tráfico de drogas, enfrentamientos con la policía, incomprensión mutua.

Jóvenes sociólogos hijos de franceses e hijos de inmigrantes crearon una asociación llamada Banlieuescopie con el objeto de estudiar, analizar y presentar propuestas concretas a los poderes públicos para paliar el mal que afectaba a esta juventud de la que el Estado se desentendía. Para éste se trataba de un problema de seguridad, de alteración del orden público, y la única respuesta que siembre ofrecía era la represión.

Banlieuescopie entregaba informes serios y científicos a diversos ministerios, que luego quedaban olvidados en los estantes de la Administración. No se tenía en cuenta qué representaba esta forma de sociología sobre el terreno, no se quería afrontar el problema; entre tanto, el ultraderechista Frente Nacional progresaba y aprovechaba la dramática situación de los barrios periféricos, de la banlieue, para movilizar a sus militantes. Simultáneamente, se desarrollaba un nuevo fenómeno, el islamismo. Los imanes volvían a infundir esperanzas y, sobre todo, una nueva identidad a una juventud exenta de referentes concretos, dispuesta a embarcarse en cualquier aventura. Esa juventud habría podido integrarse en el tejido social y desarrollarse en un marco de paz. Pero Francia no envió ninguna señal de aliento. Algunos eligieron romper con Francia y su modelo social, lo cual implicaba adscribirse a la esfera de influencia islámica, que ofrecía una motivación para existir.

La asociación Banlieuescopie se suspendió voluntariamente. Nadie tomaba en serio su labor. Las iniciativas personales de algunos hermanos mayores salvaron a algunos jóvenes, pero eran casos concretos, y el racismo encontró un terreno ideal para desarrollarse. Con un entorno patógeno, mal concebido, mal cuidado, donde a menudo los padres eran iletrados, con una cultura vacilante, los jóvenes, ya fueran de origen magrebí o del África subsahariana, estaban casi condenados a vivir con una susceptibilidad a flor de piel. Francia no sólo no ha aplicado nunca una verdadera política de inmigración, sino que nunca ha integrado en su mentalidad que esos inmigrantes tenían hijos y que esta nueva generación no eran inmigrantes, sino franceses de arriba para abajo.

Hoy Francia vive un despertar abrupto. Descubre que su geografía humana no es sólo blanca, que no sólo es de varios colores, sino que además es pobre y se la ha privado de consideración. Claro está, las difíciles condiciones de vida, el desempleo y la desesperación no bastan para explicar esta revuelta que empezó en Clichy-sous-Bois y se ha propagado a otras ciudades.

Hace falta retroceder mucho más en el tiempo y reconstruir la historia de la aparición de esta juventud iracunda. Existe un problema más grave que el de la pobreza: el de la identidad. No es que estos jóvenes se debatan entre dos países, como Argelia o Francia, por ejemplo, sino que no se identifican con ninguno de los dos. Francia es su país, pero no los reconoce, no les hace sitio en la mesa, y esto les hace sentirse excluidos, rechazados, y les devuelve una imagen de sí mismos que rechazan. Al haber perdido la confianza en el Estado, algunos (se cree que una minoría) han organizado su marginalidad. Esto llevó a decir al alcalde de Woippy (Mosela): «Los cabecillas de la economía paralela no quieren que la República se instale en los barrios». La falta de comprensión es absoluta. Se trata de problemas sociales que tienen su origen en la historia reciente, problemas que los habitantes de las periferias expresan con gran violencia. Basta una chispa para que el conflicto se inflame y adopte nuevos derroteros. El pasado abril, la ciudad de Aubervilliers vivió momentos de violencia tras la muerte accidental de un joven cuando era perseguido por la policía. Pero en las ciudades no sólo hay enfrentamientos entre jóvenes y la policía, sino que también hay enfrentamientos entre bandas rivales. El 19 de junio, un niño de once años murió a causa de una bala perdida durante un ajuste de cuentas en La Courneuve-Cité des 4.000. Hay un clima malsano, y desde hace mucho tiempo. El problema es el mismo, ya gobierne la izquierda o la derecha.

A la mínima ocasión se sublevan, queman coches, saquean centros comerciales, incendian contenedores. No son rebeldes sin causa; reaccionan cuando se produce un suceso trágico, una injusticia flagrante como la que tuvo lugar en Clichy el 27 de octubre, cuando dos menores murieron electrocutados al huir de la policía. Cierto, fue un accidente, pero no habría ocurrido si los agentes de seguridad no les hubieran perseguido. Este trágico suceso fue el detonante de una revuelta que tiene su origen en una historia que a Francia le cuesta escribir, le cuesta reconocer e integrar en su imaginario. Dado que esta cólera se ha contagiado, el primer ministro, Dominique de Villepin, se ha apresurado a hablar de «medidas de urgencia para dar empleo a los jóvenes de Seine-Saint-Denis y para la educación». Vuelven a ser las mismas palabras que tantas veces se han oído y que nunca han tenido efectos concretos. Esta revuelta no concierne sólo a los habitantes de Seine-Saint-Denis; es contagiosa y se está generalizando; viene de lejos. Es la consecuencia de una falta de atención y de interés por una juventud que malvive.

Hoy, las tensiones políticas y sociales desatadas han degenerado. Son el reflejo de que Francia no ha hecho bien su trabajo, ha olvidado atender a esa población que sólo pedía trabajar y vivir con dignidad y en paz. En pocos días, cientos de coches han sido incendiados, y, por ejemplo, 70 de los que se incendiaron en Seine-Saint-Denis no guardaban relación con el suceso del 27 de octubre.

En el centro de esta revuelta late la cólera de una juventud francesa hija de la inmigración; una juventud pobre a la que no se ha tenido en cuenta y que vive bajo vigilancia policial. Y el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, se empeña en demostrar a los franceses que él les garantiza su seguridad. Es el mismo que hace muestra de firmeza y en ocasiones va más allá, amenazando a los jóvenes con el puño. Y es que él fue quien empleó la expresión limpiar con Karcher (una marca de limpiadoras de agua a presión) La Courneuve-Cité des 4.000, un barrio problemático. Justo antes de la tragedia de Clichy, el 25 de octubre por la noche, estuvo en Argenteuil y llamó chusma a los jóvenes enardecidos.

Esa forma de actuar y, sobre todo, el empleo de esas palabras, demuestran que o bien no es capaz de controlar los nervios, o bien pretende transmitir un mensaje a los electores de la extrema derecha de cara a las elecciones presidenciales del 2007. A él le gusta decir: «Yo no doy discursos, yo actúo sobre el terreno».

Estos comentarios llevaron al ministro delegado de la Igualdad de Oportunidades, Azouz Begag, a afirmar: «Es interesante observar que dos ministros no tienen la misma Francia en su punto de mira». Begag se opuso a los métodos y al lenguaje de Sarkozy sin que el primer ministro se lo haya podido reprochar. Sencillamente, porque Azouz Begag, escritor y sociólogo, conoce a la perfección a esta juventud de la periferia: nació en Lyon y conoce el sufrimiento de estos jóvenes a los que Francia no ha sabido ver ni reconocer. Cada vez que se expresan, se envía a la policía, y las bandas aprovechan para organizar altercados y reyertas con otras bandas. El terreno está minado de problemas y rige la ausencia de unos mínimos de seguridad. El Gobierno de derecha suprimió la policía de proximidad, que realizaba una buena labor preventiva.

Estos jóvenes no son extranjeros, no son inmigrantes, son franceses venidos a menos, con un destino frustrado por la pobreza, por un entorno social malsano y por una historia que se ha convertido en una desventaja. Son franceses de segunda clase por ser hijos de inmigrantes, por no ser completamente blancos de piel y por no sacar buenas notas.

Apenas un 5% de estos hijos de inmigrantes consigue entrar en la universidad. Los demás se desaniman desde que nacen; algunos salen adelante, otros se dejan llevar por la delincuencia. Saben que no se les acepta, que sus orígenes, su color de piel y su condición no les permitirán acceder a la enseñanza superior ni tener una carrera profesional normal. Como subrayó Begag, «no hay que hablar de integración, sino de promoción». Se integra a los extranjeros; a los ciudadanos franceses víctimas de la pauperización se les ayuda preocupándose de su suerte.

Precisamente, el 26 de octubre Nicolas Sarkozy organizó en su ministerio un coloquio sobre la discriminación a la francesa para luchar contra el racismo en el trabajo o simplemente en la escuela. Invitó a jefes de empresas, ex ministros, diputados y alcaldes. Me pidió que inaugurara el coloquio. No soy partidario de la discriminación, ya sea positiva o negativa. Así, sostuve la idea de que es necesario cambiar la mentalidad francesa para que acepte esta nueva realidad: Francia es un país cuya geografía humana ha cambiado; su futuro es ser un crisol de diversos colores, de diversos sabores y especias. Demostré que no es necesario recurrir al currículo anónimo. Al contrario, es necesario que el funcionario del Estado francés sepa que aquella persona que se presenta para obtener un trabajo se llama Mohamed, que es francés y que sólo deben tenerse en cuenta sus aptitudes. De no ser así, se estaría haciendo una concesión al racismo, y difícil sería hacer evolucionar la mentalidad francesa.

Sin embargo el ministro tiene prisa; quiere lanzar fórmulas, quiere pisar el terreno para impresionar a los franceses, porque ya ha empezado su campaña electoral.

La represión no resuelve los problemas de esta juventud, sino que la provoca y la empuja a rebelarse con más fuerza. Hace falta una nueva política, una política que reconozca la realidad y se comprometa a hacer partícipe a esta población del futuro del país, porque estos jóvenes dicen y proclaman que Francia es su país. Pero Francia no siempre los escucha. En cuanto a quienes destrozan e incendian, habrá que llevarlos ante la justicia, una justicia sin prejuicios ni presiones.

TAHAR BEN JELLOUN , escritor, premio Goncourt 1987. Traducción de Roser Villagrasa.