Fue hace apenas algunos años. El optimismo cundía en América Latina. Varios gobiernos latinoamericanos, como el argentino, el brasileño, el uruguayo, el boliviano y el ecuatoriano, emprendieron ambiciosas políticas redistributivas, reparadoras y emancipadoras con las que se redujo la desigualdad, se disminuyó notablemente la miseria, se castigaron crímenes de las recientes dictaduras, se abrieron espacios […]
Fue hace apenas algunos años. El optimismo cundía en América Latina. Varios gobiernos latinoamericanos, como el argentino, el brasileño, el uruguayo, el boliviano y el ecuatoriano, emprendieron ambiciosas políticas redistributivas, reparadoras y emancipadoras con las que se redujo la desigualdad, se disminuyó notablemente la miseria, se castigaron crímenes de las recientes dictaduras, se abrieron espacios de representación para los pueblos originarios y se conquistó al menos un poco de soberanía e independencia nacional ante la injerencia extranjera.
Mientras que la mayor parte de América Latina empezaba por fin a conseguir algo de aquello por lo que siempre había luchado, Colombia y México seguían atrapados en un pantano capitalista neoliberal y neocolonial en el que reinaban la violencia, el crimen organizado, el saqueo de los recursos, la explotación y el empobrecimiento de la población, el racismo, la corrupción generalizada y la total subordinación de los gobiernos al dinero siempre sucio, a las transnacionales y al imperialismo estadounidense. Todo aquello que parecía quedar atrás para otros latinoamericanos era como un eterno presente del que no podían escapar colombianos y mexicanos. Colombia y México eran los últimos reductos de la desesperanza en el continente de la esperanza.
Hoy, de pronto, vemos invertirse la situación. Colombia y México siguen figurando como excepciones latinoamericanas, pero ahora por ser dos faros esperanzadores en un paisaje desolador. Mientras varios países de América Latina vuelven a sumirse en lo que imaginaban haber superado, las candidaturas del colombiano Gustavo Petro y del mexicano Andrés Manuel López Obrador están reanimando y devolviendo la confianza en el futuro a unos pueblos que de pronto vuelven a soñar con ser los dueños de su destino.
Es claro que el destino de colombianos y mexicanos les ha sido robado por una caterva de criminales violentos en la que se mezclan políticos y gobernantes corruptos, grandes capos del narcotráfico y otros empresarios insaciables. Todas estas personificaciones del mismo capital se oponen ahora ferozmente a las candidaturas de Petro y de López Obrador, no porque sean anticapitalistas, pues desgraciadamente no lo son, sino porque amenazan con poner ciertos límites al movimiento desenfrenado y devastador con el que avanza el capital en México y en Colombia. Conocemos bien este movimiento del sistema capitalista que saquea, erosiona, contamina, corrompe y destruye todo a su paso: naciones, instituciones, comunidades, culturas, mentes, cuerpos, vidas, tierras, bosques, aguas.
Por atreverse a cuestionar los derechos ilimitados que el capitalismo tiene sobre la humanidad y sobre el mundo, Petro y López Obrador son tildados una y otra vez de populistas, castrochavistas e incluso comunistas. El terror ante el riesgo de la justicia reaparece entre los beneficiarios de la injusticia, pero también entre muchos de sus afectados. El consenso entre las víctimas y sus victimarios es creado lógicamente por los mismos victimarios. Los grandes poderes políticos y mediáticos alertan sobre el peligro de que México y Colombia se conviertan en algo como Venezuela, o, aún peor, en algo como Cuba.
En un significativo retorno a la paranoia de la guerra fría, grandes sectores de la sociedad vuelven a estremecerse, como hace medio siglo, ante la perspectiva de que los colombianos y los mexicanos terminen sufriendo todo lo que padecen los cubanos: tan buena salud, tan alta esperanza de vida, tan poca violencia, tan poco narcotráfico, tanta educación, tan alto desempeño científico y deportivo, etc. Todo esto es comprensiblemente aterrador, pero es un extremo al que jamás podría llegarse cuando hay tan buena disposición hacia la propiedad privada y hacia los empresarios como la que han mostrado Petro y López Obrador. Estos candidatos, por más esperanzadores que puedan ser, no son comunistas ni socialistas ni castrochavistas ni mucho menos.
¿Qué son, entonces, Petro y López Obrador? Ciertamente uno y otro son y han sido siempre de izquierda, pero sobre todo son y han sido siempre demócratas. Es por la democracia por la que han luchado incansablemente desde hace muchos años. Mientras el joven Petro lo hacía en la extravagante guerrilla del Movimiento 19 de abril (M-19), el joven López Obrador trataba de hacerlo en el desacreditado Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, así como el segundo nunca fue un típico priista corrupto, el primero no correspondió jamás al estereotipo del guerrillero violento. Los integrantes del M-19 eran particularmente pacíficos, su lucha se comparaba con la de Robin Hood y se distinguían por combatir a favor de la democracia y en contra de la violencia del narcotráfico. En cuanto a la militancia priista de López Obrador, se caracterizó por su honradez, por las honrosas acusaciones de «socialista» en su contra, por su mayor proximidad a los indígenas que a las estructuras partidistas y por su empeño en transparentar y democratizar el partido, lo que le hizo finalmente renunciar al PRI.
El mentor de López Obrador y quien lo hizo ingresar al PRI fue un ejemplo de honestidad y de congruencia: el gran poeta Carlos Pellicer, cristiano y vasconcelista, socialista y militante comunista, enemigo del imperialismo estadounidense y solidario con las causas cubana, vietnamita y nicaragüense, lo que le valió ser encarcelado en dos ocasiones y estar bajo vigilancia toda su vida. El Pellicer de Petro fue el novelista Gabriel García Márquez, también socialista, por quien adoptó el alias de «Comandante Aureliano» en el M-19. Esta inspiración literaria del colombiano y del mexicano resulta indisociable de la carga mística y simbólica de la tradición de lucha en la que se inscriben. Mientras que el M-19 de Petro confiscaba la espada de Simón Bolívar, proclamando «Bolívar, tu espada vuelve a la lucha», López Obrador aprendía y recitaba el poema de Pellicer en honor a José María Morelos: «Imaginad / una espada / en medio de un jardín. / Eso es Morelos / Imaginad / una pedrada / sobre la alfombra de una triste fiesta. / Eso es Morelos.»
La mística independentista, la inspiración literaria, la tendencia de izquierda y la obsesión democrática de Petro y de López Obrador no son los únicos denominadores comunes entre ellos. También está su trayectoria intachable: excepcional en regímenes tan corruptos como el colombiano y el mexicano. La integridad y la entereza de Petro y de López Obrador fueron suficientemente demostradas cuando uno y otro gobernaron las capitales de sus respectivos países: Bogotá y Ciudad de México. Sin embargo, por más honrados que fueran, o quizás precisamente por causa de su honradez, ambos fueron atacados legalmente, siguiendo la nueva estrategia golpista latinoamericana, lo que se tradujo en la destitución del colombiano y el desafuero del mexicano.
Hay más coincidencias entre Petro y López Obrador. Ambos adoptan una perspectiva nacionalista y latinoamericanista que difiere de la agenda imperialista estadounidense para su patio trasero. Los dos insisten en el combate a la corrupción y ofrecen educación pública gratuita universal. Ambos prefieren atacar la violencia con la educación y no con más violencia, con libros y no con armas, con paz y no con guerra. Los dos creen en la inversión pública y privada para disminuir la miseria y las desigualdades. Ninguno de ellos ofrece un gobierno totalmente subordinado al capitalismo neoliberal y neocolonial. Y lo más importante: ambos le están devolviendo la esperanza a los desesperanzados pueblos mexicano y colombiano.
Aun si Petro y López Obrador no llegaran al poder, o aun si llegaran al poder y fueran destituidos por un golpe de nuevo tipo, habrán dejado al menos la esperanza de que todo sea diferente de lo que ha sido en México y en Colombia. Esta esperanza quedará en la sociedad incluso en caso de que los esperanzadores candidatos acaben decepcionando a sus votantes. Y si pueden gobernar y no decepcionan, entonces por fin se habrá dado un paso hacia adelante: sólo un paso, el primero, y sólo para seguir adelante.
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