Desde que en el siglo XIX Robert von Mohl formulara la primera concepción fundamentada del Estado de Derecho, la noción ha vivido innumerables vicisitudes a lo largo de más de ciento cincuenta años. Ya el jurista alemán le añadía una vertiente sociológica inexistente en la teoría puramente liberal kantiana y, de entonces para acá, fue […]
Desde que en el siglo XIX Robert von Mohl formulara la primera concepción fundamentada del Estado de Derecho, la noción ha vivido innumerables vicisitudes a lo largo de más de ciento cincuenta años. Ya el jurista alemán le añadía una vertiente sociológica inexistente en la teoría puramente liberal kantiana y, de entonces para acá, fue sometida a crítica por su excesivo formalismo, se le sumaron los calificativos de social y democrático e incluso fue usada para sus fines bastardos por notables juristas nazis. Pero hasta en su significación más vaga -siempre que sea legítima-, y sin entrar en profundidad alguna, el Estado de Derecho nace por oposición al oscurantismo absolutista y se caracteriza por la preservación de la libertad ciudadana frente al arbitrio de un poder sin control. Es el Estado de la razón, nos diría Robert von Mohl; en la Ilustración se halla su fuente inspiradora.
Desde luego, no podemos incurrir en la crueldad de exigir a los políticos profesionales que ostentan altos cargos que se anden con cuidado al usar las palabras. Para ellos, al igual que para Humpty Dumpty, el personaje de Carroll, el significado de las palabras no importa; lo que importa es quién manda. E invocarán los «instrumentos del Estado de Derecho» -curiosa perífrasis- igual para ordenar el apaleamiento de jóvenes que reivindican el derecho a una vivienda digna en las calles de Madrid que para justificar que se asesine a personas y se abrasen sus cadáveres en cal viva. Sin remordimientos, sin titubeos. Y es una grave prostitución de las palabras. Pero cuando la estructura misma del Estado puede, a plena luz del día, vulnerar los derechos constitucionales básicos de miles ciudadanos y hacer pasar el fraude por limpia acción democrática ante una mayoría social anestesiada, cuando ya ni siquiera se hace necesario disimular la indecencia, es que se ha dado un salto de gigante hacia el abismo. La decisión del Tribunal Supremo, a petición de la abogacía del Estado y del Fiscal General, de anular la candidatura de Iniciativa Internacionalista a las elecciones europeas se encuentra a mi juicio en este nuevo peldaño de degradación.
La desvergüenza de los argumentos empleados para motivar el atropello ha alcanzado cotas inéditas. El hecho en sí constituye un hito del esperpento: se pretende ilegalizar una candidatura electoral y suprimir de tal forma el derecho de sufragio activo y pasivo de miles de personas que no han cometido ningún delito por el que sentencia judicial alguna los haya inhabilitado se dice que con el fin de salvaguardar la democracia. Sería para reírse si todo fuese una mala pesadilla. Pero no lo es.
En un artículo reciente, el escritor Santiago Alba Rico denunciaba que el conjunto de los llamados «indicios» de la vinculación de la candidatura con la izquierda abertzale nos hacen retroceder a la época siniestra de las ordalías medievales, lo cual es cierto. Pero se pueden encontrar también llamativas referencias más próximas, en el pasado siglo. Hubiera henchido de orgullo al senador Joseph McCarthy la investigación llevada a cabo sobre las andanzas de cada uno de los miembros de la candidatura en la que se vuelve sospechosa cualquier declaración, la presencia en actos o reuniones, cualquier sombra de relación próxima o remota con quienquiera próxima o remotamente relacionado con la izquierda nacionalista. Se alcanza lo grotesco cuando se menciona la asistencia de Doris Benegas al funeral de un parlamentario de HB en 1989, año en el que por cierto HB era una formación política legal. Tendríamos que preguntarnos dónde se sitúa el límite, porque tal vez habría que ilegalizar al PP por haber designado al ex militante de ETA Jon Juaristi como director de la Biblioteca Nacional. Por no hablar de la exigencia de declaraciones expresas de condena. Los representantes de la candidatura han manifestado su voluntad inequívoca de perseguir sus fines por procedimientos estrictamente pacíficos y legales, con lo que queda fuera de lugar la estupidez proferida por el ministro Rubalcaba de emplazar a elegir entre los «votos o las bombas». Rechazada la violencia como medio para alcanzar metas políticas, que es el requerimiento incluso de la Ley de Partidos, ¿qué más? ¿Una condena concreta de la violencia de ETA? ¿Y por qué no del asesinato del joven antifascista Palomino, por qué no de la invasión de Iraq, por qué no de los bombardeos de hospitales y caravanas de refugiados por la OTAN durante la guerra de Yugoslavia? Éste es el problema, ¿no es cierto? Basándose en una interpretación estricta de la Ley de Partidos se podrían prohibir todos. Lo que quiere decir que solamente se prohibirán aquellos que decida el poder establecido. No hay ley a la que se deban someter todos los ciudadanos; es ley lo que al príncipe le plazca. No existe el Estado de Derecho, sólo la autoridad; no hay fuerza de la razón, únicamente la razón de la fuerza.
La idea de la «contaminación» de la candidatura por la presencia en ella del dramaturgo Alfonso Sastre es sin más totalitaria, repugna a la conciencia jurídica más laxa. Da lugar al absurdo de que un ciudadano que no ha cometido ningún delito y está en uso pleno de sus derechos civiles y políticos «contagie» involuntariamente la criminalidad a otros ciudadanos por el mero hecho de asociarse a ellos para una empresa, la de presentarse a unas elecciones, que a su vez es completamente legal. Recuerda a los folletos que se repartían en los hogares norteamericanos en la década de la caza de brujas dando instrucciones a los padres patriotas para que supiesen detectar si sus hijos se habían vuelto comunistas. A los que añadió la revista reaccionaria Commentary un sesudo estudio psiquiátrico en el que se explicaba cómo podía llegar uno a transformarse en un comunista sin darse cuenta. Por lo visto, Alfonso Sastre y otros portan sin saberlo un germen que difunde la maldad con independencia de lo que ellos hagan.
Y, como todo puede empeorarse, el auto del Tribunal Supremo ha incorporado una nueva perversión extraordinariamente peligrosa, que es la de basar la anulación en que por proximidad ideológica la candidatura puede ser tomada como referencia para los votantes de la izquierda abertzale. Ya en las demandas del abogado del Estado y de la Fiscalía General se señalaba acusadoramente la coincidencia de ideas. ¿Se referían quizá a la defensa del derecho de autodeterminación o a la búsqueda de una salida negociada a la violencia en el País Vasco? Pero ¿no habíamos quedado en que todas las ideas podían ser defendidas de manera pacífica? Ahora, la sentencia amplía de manera inaudita el arco de lo que podrá ser censurado limitándose a estirar según el gusto la noción de proximidad. Ni siquiera será imprescindible detectar, aunque sea de forma falaz, coincidencia alguna. En un país en el que poderosos medios de comunicación y destacados dirigentes del PP han tildado de extremistas de izquierdas a Gaspar Llamazares y al mismísimo Zapatero, las posibilidades que abre el auto del Alto Tribunal son como para echarse a temblar.
En otros tiempos se reprimió a los disidentes, más que ahora; en otros tiempos la libertad fue pisoteada, con muchísima más ferocidad que hoy en día. Lo que en la actualidad es diferente y nuevo y de lo que viene a ser una muestra infame el caso de Iniciativa Internacionalista es de la inversión descarada y absoluta del significado de las palabras. Aquellas ideas que fueron alumbradas para la emancipación humana y para luchar contra el oscurantismo -libertad, democracia, Estado de Derecho- son invocadas con el fin cabalmente de retornar al oscurantismo y de volver a los ciudadanos a un estado de temerosa servidumbre. Es preciso desenmascarar la trampa y moralmente obligatorio no guardar silencio.