El persistente déficit democrático de la Unión Europea, agudizado tras el Tratado de Lisboa, y el estallido de la crisis económica, han traído nuevas mermas de los derechos de los ciudadanos europeos y nuevos desajustes en casi todos los ámbitos del trabajo y la vida que no sólo suponen un retroceso político y social sino […]
El persistente déficit democrático de la Unión Europea, agudizado tras el Tratado de Lisboa, y el estallido de la crisis económica, han traído nuevas mermas de los derechos de los ciudadanos europeos y nuevos desajustes en casi todos los ámbitos del trabajo y la vida que no sólo suponen un retroceso político y social sino que, en un mundo que se ha descubierto multipolar, amenazan con liquidar la idea de la unificación europea y el futuro de la Unión como uno de los centros políticos determinantes del siglo XXI. La Unión Europea está en crisis: de hecho, hace tiempo que suenan todas las alarmas.
La Segunda Guerra Mundial sepultó el orden de entreguerras, basado en las potencias coloniales europeas (Gran Bretaña, Francia, Alemania) y contemplado a distancia por dos países que se fortalecían, Estados Unidos y Japón. El resto del mundo no contaba: ni siquiera existía, puesto que todos los países soberanos en 1939, cuando estalla la guerra, eran apenas cincuenta. La bipolaridad de posguerra entre Moscú y Washington, y la prolongada guerra fría, vieron nacer un bloque occidental europeo que siempre fue un conjunto de satélites de Washington, pese a la excepción gaullista. El gran argumento norteamericano para someter a Europa fue siempre el «peligro soviético» (pese a que nunca hubo el más mínimo riesgo de que Moscú lanzase sus tropas hacia el occidente continental) y la necesidad de crear un «sistema de seguridad» conjunto con los países europeos. Eso era la OTAN, sobre el papel. Washington temía, primero, el estallido de revoluciones comunistas en Europa; después, la finlandización (incluso temió la neutralización de Alemania en la posguerra, asunto que, años después, volvió a aparecer en las negociaciones de Kohl y Gorbachov en los meses de la agonía soviética). En realidad, se fue configurando una suerte de japonización de Europa, convertida en un conjunto de países satélites, con el establecimiento de bases militares permanentes norteamericanas, y una falta de autonomía que está en el origen de muchos de los problemas actuales, hasta el punto de que, hoy, Washington ni siquiera se molesta en informar a los gobiernos de la Unión del número de cabezas nucleares que tiene instaladas en Europa y, ni mucho menos, contempla su retirada, pese al fin de la guerra fría.
Paradójicamente, y más allá de la desaparición del peligro de guerra atómica, cuestión central que no hay que desdeñar, no puede decirse que el fin de la guerra fría haya sido beneficioso para Europa, puesto que, veinte años después, el grupo de potencias que se configuró como Unión Europea empieza a quedar en un segundo plano, con una unidad inconclusa, llena de particularismos, en crisis abierta, y forzado a soportar la larga mano de Estados Unidos, que utiliza a su antojo a sus países satélites de la antigua Europa socialista, siempre más pendientes de Washington que de Bruselas.
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Los problemas que aquejan a Europa son muchos, aunque el potencial económico de la Unión es indudable: en cifras de 2008, si se tienen en cuenta las exportaciones globales de todo tipo de productos, la Unión acapara el 16 % del total, mientras China supone el 12 % y Estados Unidos ha retrocedido hasta la tercera posición, con apenas el 11 %. Pero es obvio que la actual Unión Europea se encuentra al límite de sus posibilidades, empeñada en el recorte y la destrucción de las conquistas sociales. Los recientes «rescates» de países de la Unión, como Grecia e Irlanda, que, junto a otros Estados, se ven forzados a pagar intereses usurarios por su deuda, y la incertidumbre sobre el euro, prisionero de la onda expansiva de la crisis norteamericana y de los propios excesos del capitalismo europeo, dejan al continente a merced de los especuladores financieros, verdaderos delincuentes, hasta el punto de que el riesgo de hundimiento de la moneda y las finanzas de la Unión Europea es una amenaza letal para los próximos años.
El futuro del euro está en entredicho, hasta el punto de que instituciones financieras y especuladores trafican con una hipotética quiebra de algunos países e incluso de la eurozona (los dieciséis países del euro) y hasta de la ruptura del eje franco-alemán que constituye hoy el más sólido referente para la Unión Europea. La unión monetaria, sin que se haya avanzando en la unión fiscal, laboral y en la protección social, es insuficiente para consolidar los vínculos políticos, porque si Europa quiere defender con rigor el euro, debería ser consciente de que debe avanzar hacia una Hacienda y un Tesoro propios. Pero las dificultades se acumulan. El deseo alemán, manifestado por Merkel, de disciplinar la Unión y controlar el déficit fiscal de cada país, llegando incluso a la imposición de severas multas a quienes infrinjan los acuerdos, es apoyado por suecos, finlandeses, holandeses, austriacos, que son el área tradicional de influencia germana, mientras Francia duda, mientras los países meridionales y del Este de Europa se enfrentan a profundas crisis de diferente intensidad. El Centre for European Reform cree, por ejemplo, que si Alemania no logra imponer su política (y la actitud de Francia será capital en ello), Berlín puede iniciar un proceso de distanciamiento de la Unión Europea, con la mirada puesta en China y Rusia. China está interesada en el fortalecimiento del euro, y no es casualidad que haya decidido apoyar a los países europeos cuyas economías están en situación difícil, como Grecia, Irlanda, y, más allá, ayude al conjunto de la Unión con la compra de bonos griegos, españoles y portugueses que está aliviando las dificultades monetarias europeas.
Las previsiones sobre la Unión Europea, lanzadas no hace muchos años, no han resistido el paso del tiempo. Hace una década, en marzo de 2000, la Comisión Europea, presidida por Romano Prodi, promovió la denominada Agenda de Lisboa que iba a suponer que la Unión Europea se convertiría, en 2010, en una entidad política, con sólidos cimientos en la investigación, el conocimiento y la cultura, y que sería la economía «más competitiva y dinámica del mundo». Por añadidura, se proponía aumentar el empleo y mejorar su «calidad», logrando una mayor cohesión social, además de conseguir la integración de los mercados financieros y la coordinación de las políticas macroeconómicas, junto con la modernización y el reforzamiento del «modelo social europeo». En vista de la situación actual, aquellos deseos y vaticinios parecen hoy una broma.
Diez años después, uno de los intentos para definir nuevos objetivos de la Unión, propósito que ha dado en llamarse Proyecto Europa 2030 (publicado en mayo de 2010, y surgido del «grupo de reflexión» dirigido por Felipe González, con miembros como Vaira Vïke-Freiberga, Lech Walesa, y Mario Monti, entre otros), plantea un conjunto de ideas, presentadas al Consejo Europeo, como la urgente reforma de las instituciones financieras, la consolidación de una economía competitiva, con énfasis en investigación y desarrollo, una política energética común, el reforzamiento del mercado único europeo, insistiendo en la lucha contra el cambio climático, manteniendo sobre el papel el modelo social europeo (con pensiones y sanidad)… pero reclamando decisiones como la llamada flexiseguridad, la reforma del mercado de trabajo, el retraso de la edad de jubilación, y otras medidas semejantes que, por algunos matices secundarios que planteen, no se escapan del guión neoliberal que se enfrenta a la crisis con escaso éxito. No hay que perder de vista que la existencia en la Unión Europea de casi veinticinco millones de parados, de ochenta y cinco millones de pobres (uno de cada seis habitantes), y de casi quinientas mil personas sin hogar, plantean un gran interrogante sobre el futuro.
La cumbre de Bruselas de la Unión Europea, del 17 de diciembre de 2010, sancionó un Mecanismo europeo de estabilidad donde el Banco Central Europeo controlará a los países de la Unión por el procedimiento de exigir austeridad y limitar los derechos sociales, pero tampoco esa decisión ha servido para conseguir una mayor estabilidad. El salvamento de la banca europea ha supuesto, hasta ahora, el endeudamiento de los Estados, el aumento del desempleo, de la precariedad, el descenso de los salarios, la subida de los impuestos y la pérdida de derechos, sin reparar en que quienes impulsaron el Tratado de Lisboa, están limitando el futuro de Europa, tal vez destruyendo la Unión. Frente a la política seguida hasta hoy por los gobernantes, la Unión debería impulsar el sector público, la ciencia e investigación, la construcción de un nuevo modelo industrial ligado al respeto al medio ambiente, y el desarrollo de las infraestructuras en todo el continente, mientras se controlan los mercados y se imponen obligaciones a las transacciones financieras en el camino para conseguir una mayor justicia social.
Sin embargo, el Consejo Europeo y los poderes reales de la Unión están imponiendo las privatizaciones masivas, las reducciones salariales, el desmantelamiento o desregulación de las condiciones de trabajo conquistadas por los trabajadores, resignándose a un alto índice de desempleo, acordando la limitación de los presupuestos sociales: esa es su apuesta para la salida de la crisis. Aunque algunos se finjan prisioneros, los gobiernos son cómplices de esos financieros especuladores, verdaderos ladrones de guante blanco. Si los poderes que gobiernan la Unión logran su propósito, tal vez habrán conseguido una victoria histórica sobre los trabajadores, pero la destrucción del Estado del bienestar europeo traerá también consigo el final de la idea de una Europa unida capaz de hablar de igual a igual a Washington y Pekín. De hecho, las consecuencias de esa política ya están revelándose en la pérdida de influencia internacional: la cumbre entre la Unión Europea y Estados Unidos, y la displicencia con que Obama trató a los dirigentes europeos, llevó a la responsable de política exterior, Catherine Ashton, a reconocer, alarmada, en un informe interno, que Europa ya no era el principal foco de interés para Washington.
La dictadura de los mercados financieros se concreta en la exigencia de mayores privatizaciones y desmantelamiento de buena parte de los derechos sindicales y sociales, y, desde Bruselas, se exigen nuevos planes de austeridad a los países miembros… que no calman a los especuladores financieros, por lo que los Estados en dificultades deben pagar más por los intereses de su deuda, lo que lleva, otra vez, a aplicar nuevos recortes salariales y sociales. La derecha política y económica europea, que sabe retorcer e inventar un nuevo lenguaje para imponer sus exigencias, habla de reformar y modernizar: quiere decir «desregular», limitar derechos para los trabajadores y ciudadanos en todos los órdenes de la vida europea, sin percatarse de que la emergencia actual no es una simple crisis del estado del bienestar, sino del propio capitalismo.
Las cuestiones que se están dilucidando van más allá de la simple lucha contra una crisis económica, por relevante que sea. Más allá de las características sociales y del régimen político y económico hacia el que se encamine Europa en el futuro, sea capitalista o socialista, es hora de que la Unión Europea decida. O apuesta por configurar un centro autónomo de poder mundial (alejado del vasallaje a Washington, y amigo de Moscú), o acepta el camino de la decadencia y de la insignificancia. Si eso vale para el conjunto de la Unión Europea, mucho más sirve para las viejas potencias en solitario, Gran Bretaña, Alemania o Francia, que ni por envergadura, población, ni posibilidades de despliegue estratégico, pueden acariciar el sueño de una aventura autónoma en el mundo del siglo XXI. El eje Moscú-París-Berlín, esa es la esperanza de Europa.
La derecha europea, asistida por colaboradores entusiastas como Rodríguez Zapatero y Papandreu, observa los restos desarmados de la socialdemocracia, pero apenas se da cuenta de que está perfilando una empresa funeraria para Europa si no pone los cimientos para una colaboración estratégica con Rusia, aunque para ello tenga que enfrentarse con Estados Unidos, que, con el pretexto de defender a Europa, en realidad la ha mantenido prisionera. Un lugar común del discurso norteamericano ha sido siempre el del «peligro soviético», o ruso. En el último medio siglo, le ha sido muy útil en su despliegue estratégico y en su objetivo (cumplido) de subordinar a sus propios intereses, primero, a las viejas potencias europeas (Gran Bretaña, Alemania, Francia) y, después, a la propia Unión Europea. Pero lo cierto es que nunca la Unión Soviética representó una amenaza real: ni inventó la bomba atómica, ni mucho menos la utilizó nunca, ni desarrolló antes que Estados Unidos los nuevos pasos agresivos del militarismo moderno como los misiles de cabeza múltiple o los aviones bombarderos dotados de armas atómicas, ni tampoco inicio la militarización del espacio. Siempre introdujo nuevos sistemas como respuesta a la agresividad militar norteamericana. Hoy, Europa, convertida otra vez en una princesa fenicia; secuestrada por Zeus, el dios washingtoniano del capitalismo, confinada en Creta, corre el riesgo de permanecer prisionera para siempre.
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La aparición de nuevos protagonistas en el mundo, desde los casi olvidados tigres asiáticos hasta el fortalecimiento de China, India, Brasil, y la práctica desaparición del efímero y solitario poder mundial estadounidense, junto con la creación de instancias que impugnan el sueño imperial de los neocons norteamericanos, desde el BRIC hasta la OCS, Organización de Cooperación de Shanghai, han traído un mundo distinto. La vieja tríada del capitalismo mundial -Washington, Tokio, Bruselas- es ya un recuerdo del pasado; Estados Unidos, un imperio en declive, y la Unión Europea, casi una empresa funeraria. Hoy, nadie duda de que China se ha convertido en el contrapoder a Estados Unidos, fortaleciendo sin descanso su economía al tiempo que intenta desactivar el latente conflicto coreano, resolver las disputas fronterizas con la India e impulsar los intercambios económicos. ¿Qué existe al margen? Rusia, India, Brasil, tres países con envergadura suficiente como para fortalecer o debilitar a los viejos y nuevos centros de poder mundial. Wallerstein cree que se están formando varios bloques geopolíticos que excluyen a Washington: Europa Occidental-Rusia; China-Japón-Corea; y Sudamérica, dirigida por Brasil. En ese esquema, falta encajar el papel de la India, y no debe menospreciarse la influencia del sudeste asiático, con un país como Indonesia. Todo el resto de los países del mundo son apenas paisaje.
Un foco oriental: China, Japón, Corea, Vietnam, tal vez la ASEAN. La reciente reunión del comité conjunto de amistad China-Japón, que asesora y hace propuestas de futuro para ambos países, sugería a principios de 2010 avanzar en la creación de una zona de libre comercio entre China, Japón y Corea, hipótesis que tiene una gran carga de futuro. América Latina avanza con dificultad hacia una mayor integración, pero bajo predominio de lo portugués y no de lo castellano: Brasil como potencial regional, con México y Argentina sin proyecto estratégico. Finalmente: la India, cortejada por Estados Unidos para contener a China, con sólidos lazos históricos con Moscú y con entidad suficiente como para articular un poder regional, secundario, que puede bascular hacia la cooperación con Pekín, también con Moscú, e, incluso, con Estados Unidos, (aunque esta baza pierde fuerza por el declive norteamericano), a la espera de la conquista definitiva del estatuto de gran potencia mundial.
Para la Unión Europea, el destino y el papel de Rusia son determinantes. Rusia puede recomponer su espacio político (la evolución de Ucrania, Bielorrusia y Kazajastán es clave), pero se debate entre la incapacidad actual por configurar un nuevo poder mundial y la tentación por el acercamiento hacia otras potencias más poderosas, que pueden ayudarle a reconstruir su economía: Moscú debe optar entre continuar la subordinación a Estados Unidos (que inició Yeltsin, y que Putin ha intentado terminar), acercarse a Europa, o bien inclinarse por la evidente atracción que siente hacia China (con la OCS como instrumento de limitación del poder norteamericano), que no excluye temor ante las dimensiones del gigante asiático. El gobierno ruso es consciente de los riesgos que corre: la nueva doctrina militar que aprobó en febrero de 2010, establece que Moscú utilizaría armamento atómico en caso de «peligrar la existencia del Estado» y, también, en respuesta a agresiones exteriores. Pese a la aparente mayor sintonía entre Obama y Médveded, Rusia sabe que Estados Unidos sigue especulando con la hipótesis de una destrucción y división del país. Además, la ampliación de la OTAN, a la que Washington no ha renunciado, y el escudo antimisiles son vistos con preocupación por el gobierno ruso (también por Francia, por razones de conservación de su fuerza nuclear y de su estatus global), pese a los gestos amables hechos por el gobierno norteamericano durante la reciente cumbre de Lisboa de la OTAN.
Rusia no ha superado aún el desastre estratégico de la desaparición de la URSS, y muchas de sus preocupaciones tienen que ver con su seguridad y con la consolidación del Estado ruso. No están lejanas las advertencias rusas sobre la inmediata instalación de misiles tácticos Iskander en Kaliningrado (cuyo alcance es de quinientos kilómetros, lo que convertiría en objetivo posible las bases norteamericanas en las zonas limítrofes) si Estados Unidos seguía adelante con la instalación de elementos del escudo antimisiles en Polonia y Chequia. Washington está redefiniendo su despliegue, al que no ha renunciado, mientras intenta ganarse la benevolencia de Moscú. Además, a principios de diciembre de 2010 se tuvo conocimiento, gracias a la filtración de Wikileaks, de los planes secretos de la OTAN para lanzar operaciones militares contra Rusia con el pretexto de una supuesta agresión a Polonia o a los estados bálticos… hipótesis que no contempla la doctrina militar rusa, por lo que de nuevo se suscita la alarma de Moscú sobre las verdaderas intenciones de Estados Unidos con relación a Rusia. En la práctica, esos proyectos suponen un cambio en los planes de defensa de la OTAN, como reconocía confidencialmente Hillary Clinton, que destinaría así divisiones norteamericanas, británicas, alemanas y polacas para combatir a las tropas rusas. Las maniobras militares de la OTAN en el Báltico, previstas para 2011, cobran así una nueva dimensión que los analistas militares rusos vinculan con el plan secreto de la OTAN. Ese plan revela la agresiva disposición hacia Rusia de la OTAN y, por ello, el Departamento de Estado dictó instrucciones a principios de 2010 para silenciar informativamente cualquier mención.
El nuevo START también plantea interrogantes: la ratificación en el Senado norteamericano y la amenaza de un nuevo escudo antimisiles suscitan la oposición de comunistas y nacionalistas en la Duma, que, aunque no será suficiente para impedir la confirmación del tratado, introducen variables de gran relevancia para el futuro, pues si bien Medvéded apuesta por el acercamiento hacia Washington y la OTAN, el partido comunista y la mayoría de la población ven con suma desconfianza esa apuesta. No obstante, Medvéded proclamó ante la Asamblea federal rusa que la búsqueda de un acuerdo sobre el escudo antimisiles es imperativa o se correrá el riesgo de iniciar una nueva carrera de armamentos en el mundo. Moscú trabaja con la idea de que la relativa predisposición al acuerdo de Obama no tendrá necesariamente continuidad, y el tiempo apremia.
La evolución de la situación en los países de la periferia soviética influirá sobre la posición de Moscú. Es obvio que, al margen de los intereses de las corruptas élites que gobiernan las antiguas repúblicas soviéticas, el interés de sus pueblos reside en la reconstrucción de los lazos económicos y políticos con Moscú. Las repúblicas centroasiáticas sólo pueden sobrevivir entrando en la órbita de Pekín o Washington, o favoreciendo la relación con Rusia. Lo mismo ocurre con las repúblicas europeas: los países bálticos son hoy Estados-cliente de Estados Unidos, y Ucrania y las repúblicas del Cáucaso basculan entre la subordinación a Washington y el deseo de mantener buenas relaciones con Moscú, aspecto fundamental para su estabilidad política y para su consolidación como Estados. En medio de un océano musulmán, la cristiana Armenia, que fue el ariete que comenzó a romper la Unión Soviética, depende por completo de la amistad rusa. Kiev desempeña un papel fundamental para la evolución de la zona. El cambio político en Ucrania (un país de población semejante a Francia), con la derrota de la «revolución naranja» dirigida por Washington, ha fortalecido la posición de Moscú: Yanukóvich mantiene que la orientación estratégica sigue siendo la incorporación a la Unión Europea, pero sabe que la integración es una posibilidad muy remota, y apuesta por una zona de libre comercio con la Europa occidental, al tiempo que reclama un régimen similar en todo el territorio de la CEI (es decir, la URSS menos los tres pequeños países bálticos), y mientras negocia con Moscú la ampliación de los plazos de los créditos pendientes. En 2010 quedó atrás la política de enfrentamiento entre Moscú y Kiev, y el encuentro, en noviembre, de Medvéded y Yanukóvich en la capital rusa, ha servido para fortalecer las relaciones. Paralelamente, Moscú está impulsando el Espacio Económico Único, que integra a Rusia, Bielorrusia y Kazajastán, y, por el momento, Ucrania está en una posición intermedia entre el acercamiento hacia la Unión Europea o hacia el Espacio Económico Único. Pero todas esas posibilidades no son necesariamente contradictorias entre sí: un acercamiento estratégico entre Bruselas y Moscú disiparían los dilemas ucranianos, sin olvidar que la construcción del South Stream y del North Stream supondrá la garantía para la llegada del gas ruso a todo el continente: Dinamarca, Finlandia, Suecia y Alemania aprobaron el trazado del North Stream, y su construcción inmediata integrará más a Europa. Ucrania no puede sino adaptarse a esa realidad.
Al mismo tiempo, la visita de Putin a Alemania, a finales de noviembre de 2010, sirvió para que el primer ministro ruso hiciese pública su propuesta de crear un espacio económico «de Lisboa a Vladivostok»; primero, con una zona de libre comercio, y, después, con fórmulas de integración más sólidas. Putin no habló en Berlín sólo de energía, sino también de la posibilidad de impulsar proyectos conjuntos en sectores económicos como la industria automovilística, la aeronáutica, la construcción naval, el nuevo sector surgido para la conservación del medio ambiente, y la energía nuclear, entre otros. Propuso también facilitar la interconexión entre los ciudadanos rusos y del resto de Europa, y acabar con el monopolio del dólar, abriendo la posibilidad de que el comercio entre la Unión Europea y Rusia fuese en euros y rublos y no en dólares, algo que, junto con su apoyo al euro en un momento de dificultades para la moneda europea, revela una predisposición hacia el acuerdo estratégico con la Unión Europea… a expensas de los Estados Unidos. Frente a las tentaciones de algunos sectores de la Unión Europea, y también de una parte de la oligarquía rusa, de consolidar un reparto continental basado en una Rusia exportadora de materias primas y una Unión receptora y proveedora de productos industriales, la Rusia de Putin plantea un nuevo desarrollo económico, con formas audaces de integración y la apuesta por el fortalecimiento de nuevos sectores económicos como una vía para superar la crisis económica y apostar por un nuevo equilibrio de poder mundial. En el fondo, es obvio que late la resistencia rusa a resignarse a perder influencia global, y, también, el interés de Alemania por asegurar su futuro como corazón económico del continente (y, por eso, su vivo interés en las ideas de Putin), pero esa propuesta del primer ministro ruso es tal vez la única posibilidad de que la Unión Europea pueda convertirse en una de las grandes potencias del mundo que llega.
Esa hipotética redefinición del futuro continental no será sencilla: a su vez, los países de la Europa oriental (Polonia, Rumania, Chequia, Hungría) son lastres para Bruselas, y agentes de Washington en el corazón de Europa. Su papel de tapón entre el Este y el Oeste (recuérdense las dificultades que puso Polonia a los gasoductos rusos, las iniciativas de Havel, Walesa y el resto de atlantistas orientales para torpedear el acercamiento europeo a Moscú), su afición a complicar el gobierno de la actual Unión Europea, y su condición de estados satélites de Washington, siempre prestos a aceptar cualquier deseo norteamericano (como el escudo antimisiles, el establecimiento de nuevas bases militares norteamericanas, los vuelos ocultos del Pentágono o las prisiones secretas de la CIA), más su feroz anticomunismo y aversión a Rusia, y una visión estratégica de sus nuevas élites burguesas que está anclada en la subordinación a Estados Unidos, van a dificultar el acercamiento de la Unión Europea a Moscú. Por no hablar de los problemas militares pendientes en Europa; y del papel de la OTAN como carcelero de la independencia europea.
Visto desde Europa, es evidente que una de las prioridades estratégicas norteamericanas es dificultar el establecimiento de relaciones normalizadas entre Alemania y Rusia y, más allá, entre la Unión Europea y Rusia, y, para ello, Estados Unidos cuenta con sus cabezas de puente en los antiguos países socialistas europeos, bases militares incluidas, con la amenaza del escudo antimisiles, los acuerdos militares existentes y el papel de la OTAN, y con sus más de doscientas bombas nucleares desplegadas en el continente que no está dispuesto a desmantelar ni a retirar. En las discusiones de la OTAN, Angela Merkel reclamó con cautela su retirada, pero las presiones norteamericanas fueron tan feroces que esa hipótesis ha dejado de ser plausible a corto plazo. La cuestión es de una gravedad extrema: la Unión Europea no tiene autonomía militar ¡hasta el punto de que desconoce con exactitud el número de bombas nucleares estadounidenses que se hallan desplegadas en su territorio!, y Estados Unidos no está dispuesto a aceptar la independencia política europea.
Sin embargo, más allá de las hipotecas norteamericanas, la atomización europea y la falta de ambición estratégica de quienes hoy dirigen la Unión pueden cavar la fosa del futuro continental. El eje franco-alemán es apenas un recurso de circunstancias para gobernar la crisis de Europa. No existe un proyecto europeo, ni una visión estratégica propia, que ponga el acento en la autonomía de la política europea. Las viejas ataduras de la OTAN han arrastrado al continente a la intervención militar en Iraq, Afganistán, y casi a cualquier otra aventura colonial del imperialismo declinante, aunque no por ello menos feroz, como muestra la actuación del ejército norteamericano en Iraq y Afganistán (verdaderas bandas de asesinos, como ha revelado Vikileaks, por si alguien tenía dudas). A su vez, Londres es el traidor que trabaja para el enemigo, y no es casual que la capital británica sea el centro de operaciones de los mayores especuladores financieros… que apuestan contra economías europeas como la griega, portuguesa o española, y contra el propio euro. Y es difícil que Berlín y París opten por el distanciamiento progresivo de Washington, pero ese es el único camino si Europa quiere contar en la nueva arquitectura mundial que se está empezando a configurar. Europa enfrenta la decadencia o la apuesta por un nuevo eje, y sólo Rusia puede dotar de nervio y de proyecto estratégico a la Unión. Europa debe elegir su destino.
Fuente: Publicado en El viejo topo, febrero 2011.