Traducido por Jorge Aldao y revisado por Caty R.
Brice Hortefeux, ministro francés de Inmigración, Integración, Identidad Nacional y Desarrollo Solidario, ha propuesto a los estados miembros de la Unión Europea un «pacto para la inmigración» con un doble objetivo:
Por un lado, coordinar las políticas europeas en materia de flujos migratorios, de acuerdo con las capacidades de acogida de Europa según la planificación del mercado del trabajo, el alojamiento y los servicios sanitarios.
Y por otra parte instaurar, a nivel comunitario, una armonización de las políticas de expulsión de los inmigrantes ilegales, del derecho de asilo y de la promoción de la inmigración profesional legal.
I. Los árabes musulmanes de Europa, principal grupo étnico y de identidad establecido fuera de la esfera europea centrista y judeocristiana.
Cinco siglos de colonización intensiva por todo el mundo no han conseguido convertir en cotidiana la presencia de «morenos» en suelo europeo, de la misma forma que trece siglos de presencia ininterrumpida, materializada por cinco oleadas migratorias, no han conferido al Islam el estatuto de religión autóctona de Europa, donde permanece el debate, desde hace medio siglo, sobre la compatibilidad del Islam y la República, así como para conjurar la idea de una integración inevitable a los pueblos de Europa de este grupo étnico y de identidad, el primero de semejante importancia establecido fuera de la órbita europea centrista y judeocristiana.
Estos cuestionamientos son reales y fundados, pero por su constante reiteración (problema de la compatibilidad entre el Islam y la modernidad o entre el Islam y el laicismo), las variaciones sobre el tema parecen, sobre todo, devolvernos al viejo debate colonial sobre la asimilación de los indígenas, bien para demostrar el carácter inasimilable del Islam en el imaginario europeo o bien para disimular las antiguas fobias patrioteras, a pesar de la mezcla genética con los esclavos de ultramar, a pesar del mestizaje en el norte de África y todo el continente negro, a pesar de la mezcla demográfica, especialmente en las antiguas potencias coloniales (Reino Unido, Francia, España, Portugal y los Países Bajos), y a pesar de las sucesivas oleadas de refugiados en el siglo XX, procedentes de África, Asia, Indochina, Oriente Medio y otros lugares.
Más allá de la polémica sobre si «el Islam es soluble en la República o, al contrario, la República puede disolverse en el Islam», la propia realidad se encarga de responder al principal desafío intercultural de la sociedad europea del siglo XXI. Soluble o no, fuera de cualquier suposición, el Islam ya está omnipresente en Europa de una forma estable y sustancial y su composición demográfica apunta a una composición interracial, europea ciertamente, pero también en una proporción menor, árabe-bereber, negro-africana e indo-pakistaní. Con cuatro mil mezquitas y doce millones de fieles, el 2,6 por ciento de la población europea es de origen musulmán según las estadísticas extraoficiales correspondientes a «los 15» países que componían la Unión Europea antes de la adhesión masiva de otros 12 países de Europa central y oriental (1). Las cifras hablan por sí mismas.
Primer país europeo por la importancia de su comunidad musulmana, Francia es, asimismo, el centro más importante para los musulmanes en el mundo occidental en relación con su superficie y población. Con más de cinco millones de musulmanes, de los que dos millones tienen nacionalidad francesa, Francia tiene más musulmanes que ocho países miembros de la Liga Árabe (Líbano, Kuwait, Qatar, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Palestina, Islas Comores y Djibuti). Según estos datos, Francia podría justificar una adhesión a la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), el foro político panislámico que agrupa a cincuenta y dos estados de diversos continentes o, al menos, disponer de un asiento como observadora.
En comparación, con una superficie de 9,3 millones de km2 y una población de 280 millones de habitantes, Estados Unidos cuenta con cerca de 12 millones de musulmanes, de los que 3,5 millones son árabes estadounidenses, y 1.200 mezquitas. La comunidad musulmana en Francia está compuesta por: dos millones de magrebíes; dos millones de nacionalidad francesa, la mayor parte procedente de Argelia y repatriados a Francia tras la independencia del país; 400.000 africanos; 300.000 turcos y 100.000 asiáticos.
En veinte años (1980-2000) se fundaron cerca de tres mil asociaciones y se construyeron mil quinientos lugares de culto, entre ellos cinco grandes mezquitas, de las que tres se encuentran en la región parisina: París, Hevry y Mantes-La-Jolie, además de las de Lyon y Lille.
Base principal de la población inmigrada a pesar de su heterogeneidad lingüística y étnica, con 12 millones de personas de las que cinco millones residen en Francia, la comunidad árabe musulmana de Europa occidental aparece, debido a su efervescencia -eufemismo que enmascara, sin embargo, una realidad- como el vigesimoctavo Estado de la Unión Europea. A todo esto debemos sumar que la admisión de Turquía, Albania y Kosovo en la Unión Europea llevará el número de musulmanes a una cifra cercana a los 100 millones de creyentes, que representarán el 5% de la población del conjunto de Europa y podrían lesionar, según la derecha radical europea, la homogeneidad demográfica, la blancura impoluta de su población y las «raíces cristianas de Europa»; hasta el punto de que el UPM, el partido de Sarkozy, en Francia, ha instituido una cláusula de salvaguardia según la cual debe someterse a referéndum la adhesión de cualquier país cuya población exceda en un 5% al conjunto demográfico europeo.
Para un observador poco informado, el descuento es impresionante: sólo la aglomeración parisina concentra un tercio de los inmigrantes de Francia, el 37% para ser exactos, sin distinción de orígenes (africanos, magrebíes, asiáticos y antillanos) mientras que el 2,6% de la población de Europa occidental es de origen musulmán, concentrada fundamentalmente en las aglomeraciones urbanas.
El diez por ciento de la población de Berlín, Bruselas y Bradford es de origen musulmán, mientras que entre el 5 y el 10% de Colonia y Birmingham también tienen el mismo origen, y se contabilizan más de 4.000 mezquitas en toda Europa, lo que significa que en 20 años los lugares de culto musulmán se han multiplicado por 40. Francia está a la cabeza, con unos 1.500 centros de devoción, seguida por Alemania, en segundo lugar, con 800 mezquitas, y el Reino Unido en tercer lugar con 500 mezquitas. En el cuarto lugar se encuentran los Países Bajos, con 230 sitios de culto, y Bélgica ocupa el quinto puesto con 220 lugares de oración, seguida por Suecia, con 150 mezquitas, Italia (séptima posición) y España (octava), que cuentan con 60 y 50 mezquitas respectivamente. Estas cifras encienden las imaginaciones febriles y suscitan las peores fobias.
La importancia numérica de la comunidad árabe musulmana y su implantación en Europa dentro de los principales países industriales, confieren a esta comunidad un valor estratégico y la convierten en un campo privilegiado de la guerra de influencias que libran las diversas corrientes del Islam y, en consecuencia, también la convierten en el barómetro de las convulsiones políticas del mundo musulmán.
Ignorados durante mucho tiempo, los árabes musulmanes ahora son objeto de una doble atención en forma de competición entre los países de acogida, que preconizan una política de asimilación progresiva, y los países de origen, que emprenden operaciones de seducción en una estrategia cuyo objetivo subyacente es, tanto para unos como para los otros, si no crear barreras al integrismo religioso, por lo menos preparar una esfera de influencia dentro de la población expatriada.
Ya irreversible, el arraigo definitivo de las masas musulmanas en Europa, su escolarización generalizada, su toma de conciencia afirmada de múltiples maneras, así como la irrupción en el escenario europeo de las grandes luchas internas del mundo islámico y las conmociones en el paisaje social y cultural europeo que han suscitado en el último cuarto del siglo XX, han impulsado el comienzo de una profunda reflexión sobre la organización, a largo plazo, del Islam europeo. Las olas de atentados que sacudieron Francia durante dos decenios, la primera entre 1986 y 1987, relacionada con la guerra entre Iraq e Irán, y la segunda en 1995, relacionada con el conflicto argelino, así como los recientes atentados en Europa vinculados a las guerras de Iraq y Afganistán, que han copado la actualidad entre 2002 y 2004 en Madrid, Karachi (bus militar francés), pasando por Ankara (consulado británico) y Marrakech (centro cultural español), relacionados con la persecución de Al Qaeda y la guerra de Iraq, nos recuerdan la vecindad de ambos continentes y sus vinculaciones políticas y humanas.
Sin embargo, debido a la precariedad económica y al crecimiento de las ideas conservadoras, y con el argumento de la lucha contra el terrorismo, toda Europa, y especialmente Francia, han practicado durante el último cuarto de siglo una política de crispación relacionada con la seguridad pública que se comprueba en la sucesión de leyes sobre la inmigración (Debré, Pasqua, Chevènement, Sarkozy, Hortefeux), por las que Francia aparece como uno de los países europeos a la cabeza de la lucha contra la inmigración, al tiempo que su población inmigrante ha descendido el 9% en el decenio 1990-1999. Los laureles en este asunto se los lleva, sin lugar a dudas, Nicolás Sarkozy, autor de más de once leyes represivas durante su gestión del ministerio del Interior (2002 -2007), lo que equivale a un promedio de dos leyes por año (2). Su galardón se ha enriquecido tras su llegada a la presidencia de la Republica al impulsar una normativa para el seguimiento genético de los inmigrantes y la implantación de una cuota administrativa equivalente a 25.000 expulsiones anuales de extranjeros en situación irregular.
La euforia que embargó a Francia tras la victoria de su equipo en el Campeonato Mundial de Fútbol, en julio de 1998, no ha resuelto los dolorosos problemas de la población inmigrante, especialmente la marginación de hecho que afecta a los inmigrantes de manera cotidiana, el subempleo y una insidiosa discriminación que los convierte en víctimas en los lugares públicos con consecuencias que se convierten en una auténtica marginación social, una exclusión económica y, como consecuencia de la marginalidad que todo esto origina, la reclusión carcelaria.
Los atentados contra EEUU del 11 de septiembre de 2001 relanzaron la xenofobia latente hasta un grado máximo, especialmente durante los grandes hitos de la actualidad, como el atentado de Madrid del 11 de marzo del 2004, que estableció un auténtico clima de arabofobia e islamofobia. Un cuarto de siglo después de la revolución que se operó en los medios de comunicación y diez años después de la «comunión interracial» del Mundial de Fútbol de 1998, los árabes y africanos permanecen en Francia como «indígenas» marginados por la información. Ignorados, en general, en el ámbito de la cultura y el entretenimiento y especialmente en los círculos de decisión política por la razón obvia de que no se les considera productores de ideas o proyectos aunque no se pongan en duda sus capacidades intelectuales.
La importancia de la presencia árabe musulmana en el paisaje francés, así como la profusión de centros de culto y establecimientos culturales, de medios de comunicación comunitarios y hazañas deportivas, efectivamente, no se han acompañado de una apertura de los puestos de responsabilidad del país de acogida para la comunidad inmigrada. Con la llegada a la madurez de la tercera generación descendiente de inmigrantes, naturalmente, se han creado para ellos «centros de excelencia» de deportes, música, literatura, edición o moda, pero no existen puentes entre estas individualidades y una necesaria conciencia colectiva.
II. La inmigración, el «valor añadido» de Francia, tanto en el conjunto mediterráneo, como en el ámbito europeo
«La integración significa una confluencia de aportaciones y no la amputación de elementos que conforman el carácter definitorio de la identidad fundamental de Francia»
A principios del tercer milenio, obviamente, Francia está sufriendo un bloqueo cultural y psicológico marcado por la ausencia de movilidad social. Reflejo de una grave crisis de identidad, dicho bloqueo se encuentra, paradójicamente, en contradicción con la realidad «pluriétnica» de la población francesa, en contradicción con la aportación cultural de la inmigración y en contradicción con las necesidades demográficas de Francia. También está en contradicción con la ambición francesa de hacer de la Francofonía el elemento aglutinador de una constelación «pluricultural», destinada a contrarrestar la hegemonía anglosajona planetaria, y que sería la garantía de la futura influencia de Francia en el mundo.
En el puesto duodécimo del «Hit Parade» cultural de las naciones, la lengua francesa se encuentra muy por detrás de la lengua del Reino Unido (500 millones de hablantes), del español (350 millones), y también detrás de la lengua árabe, en sexta posición, con 250 millones de hablantes, frente a 120 millones de francófonos. Si hacemos una proyección encontraremos, a lo largo del siglo XXI, un aumento de la distancia a favor del inglés, primera lengua de comunicación planetaria en una sociedad de la información y, en segundo lugar, está el español que en Estados Unidos -corazón del principal centro de producción de riquezas y valores de la época actual- tiene una sólida plataforma constituida por un tercio de la población estadounidense hispanohablante, a la que se añade la población del subcontinente latinoamericano; finalmente encontramos la lengua árabe, con sus inmensas reservas humanas, representada por una comunidad de 1.200 millones de fieles musulmanes repartidos en 52 países por todo el mundo y que son potencialmente reciclables lingüística y culturalmente. Para peor, el centro de su nuevo espacio vital, la Unión Europea, tiende a convertirse en una sucursal lingüística de la OTAN, una organización a la que Francia se adhirió a regañadientes a raíz de la Guerra del Golfo (1990-1991)
Se confirma una inversión de la tendencia, seguramente irreversible, en la que el inglés, actualmente, sustituye al francés como lengua de trabajo. El 55% de los documentos de trabajo ahora se redactan en inglés frente a un 40% hace 10 años, cuando el 44% de dichos documentos, se redactaba en francés. Cuando se creó la Unión Europea en 1957, el 80% de los documentos de trabajo interno se elaboraban en lengua francesa, es decir, hay una pérdida del 50% en un decenio aproximadamente.
Naturalmente, la adhesión de los países bálticos y del centro de Europa a la Unión Europea reducirá la proporción de «morenos» en el espacio europeo, pero el envejecimiento previsible de la población europea convierte a la comunidad árabe musulmana en un auténtico objetivo debido a su tasa de natalidad, su dinamismo y su flexibilidad salarial.
La integración significa una confluencia de aportaciones y no la amputación de elementos que conforman el carácter definitorio de la identidad fundamental de Francia. La tercera generación descendiente de inmigrantes, franceses de pleno derecho en virtud del nuevo código de la nacionalidad de 1998, está, por supuesto, extremadamente sensibilizada a su entorno internacional, como demuestran las explosiones de violencia de carácter confesional relacionadas con la Intifada palestina, la Guerra del Golfo (1990-1991), el conflicto de Bosnia (1990-1999), la Guerra de Afganistán (2001-2002) o la Guerra de Iraq (2003).
Y además está claro que dicha tercera generación de descendientes de inmigrantes es portadora de una dinámica intercultural debida a sus orígenes, su perfil cultural y sus creencias religiosas. Por las solidaridades verticales que podría desarrollar con el país de origen y las solidaridades horizontales con el país de acogida, estos descendientes de inmigrantes constituirían un valor añadido para Francia, tanto en el ámbito del Mediterráneo como en la Unión Europea. Pero con la condición, sin embargo, de que se establezcan nuevos cimientos que integren al Islam en la construcción europea y a la República en la multiplicidad cultural. Y con la condición, también, de que se instaure un clima de consenso que supere la visión xenófoba del mundo, en abierta contradicción con la misión universalista de Francia.
Un factor de intermediación sociocultural, los «bougnoles» del pasado («indígenas» en el argot francés para designar despectivamente a los nativos árabes del norte de África NdT), deberían encontrar su desquite en la vocación de asumir un nuevo papel de puente de la Francofonía entre las dos orillas del Mediterráneo, es decir, convirtiéndose en la vanguardia de la «Francofonía cultural árabe», que Francia se esmera tanto en encumbrar, para hacer frente a la hegemonía anglo estadounidense y favorecer un diálogo intercultural que les permita superar su pasado colonial.
(1) «Du Bougnoule au sauvageon, voyage dans l’imaginaire français» René Naba – Editions l’Harmattan,2002
(2) Relación de los principales textos sobre seguridad votados durante la época de Nicolás Sarkozy como ministro del Interior de Francia:
Septiembre de 2002: Ley sobre la orientación y la programación de la seguridad interior.
Febrero de 2003: Ley de endurecimiento de las penas para las infracciones racistas.
Marzo de 2003: Ley sobre la seguridad interior.
Marzo de 2004: Adaptación de la justicia a las evoluciones de la criminalidad.
Noviembre de 2003: Control de la inmigración y represión de las permanencias ilegales.
Enero de 2005: Lucha contra el terrorismo
Abril de 2006: Represión de la violencia contra menores
Julio de 2006: Represión de la violencia en acontecimientos deportivos.
Noviembre de 2006: Prevención de la delincuencia, que implicaba la modificación, de un plumazo, de 80 artículos del código penal (una cifra récord).
Texto original en francés: http://renenaba.blog.fr/2008
Jorge Aldao pertenece a Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.