Más allá de las alarmas por el auge de la extrema derecha, parece que el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo no implicará cambios relevantes. Las escasas competencias de la Eurocámara y la solidez de la alianza parlamentaria entre el Partido Socialista Europeo y el Partido Popular Europeo siguen reduciendo la capacidad de decisión […]
Más allá de las alarmas por el auge de la extrema derecha, parece que el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo no implicará cambios relevantes. Las escasas competencias de la Eurocámara y la solidez de la alianza parlamentaria entre el Partido Socialista Europeo y el Partido Popular Europeo siguen reduciendo la capacidad de decisión de los electores y la atracción popular a las urnas. La abstención se prevé, como siempre, elevada. Y, sin embargo, las elecciones europeas de este año prometen ser las más interesantes desde que España participa en ellas. Cada vez hay más conciencia sobre el papel de las instituciones europeas en el origen y la profundidad de la crisis económica, sobre todo en los países del sur de Europa. Una parte sustancial y creciente de la mayoría trabajadora entiende que, dentro de esta moneda única y esta Unión Europea, es imposible articular una salida social y democrática a la crisis. En este contexto, cabe esperar que el debate político europeo suba de nivel y que la izquierda aproveche la contienda electoral para hacer llegar un mensaje de realismo y esperanza sobre el mejor camino para poner fin a la tiranía de la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) en nuestro país.
En el caso del partido de izquierdas Iniciativa per Catalunya Verds (ICV), el impresionante currículum y el envidiable proceso de elección interna del candidato -unas primarias bastante más competitivas de lo habitual- hacen pensar que el candidato Ernest Urtasun estará a la altura. Sin embargo, ya fuera por un exceso de expectativas o por culpa de un formato breve y encorsetado, la verdad es que la entrevista del periodista Miguel Noguer al candidato de ICV («Ser europeísta hoy es criticar mucho a la Unión Europea», El País, 2 de enero de 2014) resulta un poco decepcionante. Extrañamente, viniendo de un miembro de la familia verde europea, el tratamiento de cuestiones ecológicas se limita a un vaga referencia elogiosa al «progreso en materia social y ambiental» durante la época del gobierno tripartito catalán. No obstante, lo más problemático de la entrevista aparece cuando el candidato opina sobre la crisis del euro: «El Tratado de Maastricht fue un error, pero salir del euro sería peor.»
Hay que reconocer que la denuncia del candidato Urtasun al Tratado de Maastricht se puede entender como una loable autocrítica a la posición favorable que ICV mantuvo en su momento. También es cierto, como afirma Urtasun, que la opción preferente y de mayor consenso entre la izquierda europea no es la desaparición del euro, sino la exigencia de una verdadera unión fiscal que acabe con los desequilibrios que genera la actual unión monetaria. Vale la pena recordar que la unión fiscal que reclama la izquierda europea implicaría unas transferencias de recursos entre regiones de un volumen proporcionalmente similar a las que exige la solidaridad interterritorial en el seno de un Estado funcional, las cuales, como bien sabemos por experiencia propia, pueden convertirse en fuente inagotable de suspicacias y resentimientos, incluso entre pueblos hermanos.
Siendo honestos, el auténtico debate sobre el euro no está centrado en la conveniencia teórica de una unión fiscal. En este punto, todos podemos estar de acuerdo. El debate comienza cuando uno se plantea la plausibilidad de la necesaria reforma radical -o, más bien, revolución- que deberían experimentar la Unión Europea y el Banco Central Europeo para lograr esta unión fiscal. ¿Cómo se consigue un objetivo tan ambicioso? Urtasun promete que, en caso de ser elegido, tratará de contribuir a la ruptura de la coalición entre populares y socialistas europeos para formar una nueva mayoría de izquierdas en Estrasburgo. ¿Y si Urtasun no tiene suerte? ¿Hasta cuándo aguantaremos en el seno de una unión monetaria al servicio de las oligarquías financieras europeas? Para Urtasun, a diferencia de lo que piensa buena parte de la izquierda, la recuperación de la soberanía monetaria no debe plantearse ni como una amenaza para obtener un trato más justo y favorable por parte del Banco Central Europeo, ni tampoco como un plan B, es decir, como un escenario preferible a la agonía actual en caso de que el proyecto de unión fiscal europea se acabe revelando como un objetivo político irrealizable.
En definitiva, la estrategia política que propone Urtasun plantea dos problemas graves. En primer lugar, la falta de realismo. Para hacer una revolución democrática europea se necesita algo más que la voluntad de persuadir a los parlamentarios del Partido Socialista Europeo para que rompan con sus colegas conservadores. Para empezar, más allá de bellas invocaciones retóricas al europeísmo, sería necesario, como mínimo, disponer de una esfera pública común. En la actualidad, los pueblos de Europa no cuentan ni con un solo medio de comunicación escrito de ámbito continental. Si se quiere optar por el camino de la revolución democrática europea, se deben explicar mejor las actuales dificultades, los posibles medios para lograrla y la previsible larga duración de la travesía.
El segundo problema es más grave. Pretender que, si la unión fiscal fracasa, la permanencia dentro de la unión monetaria sigue siendo preferible a la recuperación de la soberanía monetaria es tanto como decir que, puestos a elegir entre los ideales europeístas y los democráticos, nos inclinamos claramente por los primeros. Al fin y al cabo, la solución progresista y racional a la crisis del euro es la de volver a hacer coincidir la extensión de la democracia con la de la soberanía. Si algo nos ha enseñado Europa, es que una no puede existir sin la otra. La reconciliación entre soberanía y democracia se puede lograr de dos maneras. A escala europea o nacional-estatal. O avanzando seriamente en la unión política y fiscal europea, o recuperando la soberanía monetaria. Si somos demócratas, no nos queda otro remedio. Permanecer indefinidamente ligados a los poderes antidemocráticos y antisociales de Bruselas y Frankfurt no es una opción. A no ser, claro está, que consideremos imposible «la democracia en un solo país» o que aceptemos el miedo a ser tachados de paletos euroescépticos como la brújula inconfesable de nuestro pensamiento político.
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