Según analistas políticos, los resultados de las elecciones presidenciales en Francia reubicaron el debate político en el contexto de dos proyectos claramente definidos a la derecha y la izquierda, corrigiendo así el desliz de los comicios de 2002 que colocaron al candidato de la extrema derecha en segunda posición. Esa interpretación explica el llamado voto […]
El desmoronamiento de la extrema derecha se debe a dos elementos: el primero, su tema predilecto -inseguridad ciudadana vinculada con inmigración- no logró alzarse en el primer lugar de las preocupaciones de los votantes… A diferencia de 2002, se mostraron más sensibles hacia el desempleo o el bajo nivel de los salarios. El segundo ha sido la capacidad de Nicolas Sarkozy de atraer a buena parte de los electores de extrema derecha. Sin quedarse en una retórica provocadora, está respaldado por el balance de su política como titular del Ministerio del Interior. Sus años de servicio fueron marcados por una política de expulsión masiva de migrantes indocumentados, incluyendo redadas de niños y padres de familia en las afueras de centros escolares (aun prescolares) y de mano dura en contra de los llamados focos delincuenciales (suburbios). Con su propuesta de incluir en la ley contra la delincuencia la detección de malhechores congénitos desde temprana edad (tres años), el discurso fascista de vieja cepa se quedó corto. Así lo atestiguan los buenos resultados del candidato Sarkozy en regiones donde el Frente Nacional anidaba desde finales de los años 80.
El voto al centro tiende a contradecir la tesis de la polarización de la sociedad francesa a la derecha o a la izquierda. Ubicándose en una lógica que reduce a una lotería el derecho ciudadano a pronunciarse, para muchos electores el verdadero voto útil fue ese que especulaba que de ser calificado para la segunda vuelta, el candidato del centro hubiese sido el único capaz de capitalizar a los decepcionados de la derecha y de la socialdemocracia… aplicando a la candidata de la «izquierda blanda» una receta destinada inicialmente por Jean Marie Le Pen a su rival de la derecha: «más vale el original que la copia». Pero el voto al centro refleja algo que los estrategas del marketing electoral, que hoy se creen dueños del «cómo pensar político», se empeñaron en borrar, y es que el bipartidismo nunca existió en la tradición política francesa, ni fuera de las urnas ni dentro.
Desde 1965, cuando se instauró el sufragio universal para elegir al presidente de la Republica, la derecha siempre presentó dos caras. La derecha tradicional de corte demócrata cristiana y paternalista -de la cual es heredero el centrismo de hoy- se enfrentaba a la derecha nacionalista, centralista encarnada por el general De Gaulle. Las diferencias sociales, por no decir el odio de clase entre ambas corrientes, era lo que distinguía más aún al vontante derechista de un elector comunista o socialista; lo mismo que a un seguidor gaullista de origen popular de un elector de la derecha liberal. Es incluso un secreto a voces que, tras ser eliminado en la primera vuelta de los comicios de 1981, el gaullista Jacques Chirac dio consignas discretas, pero efectivas para favorecer la elección del socialista Mitterrand antes que permitir la relección del aristócrata Valery Giscard d’Estaing.
Esos antagonismos se volvieron más difusos tras esa elección, cuando las principales familias políticas de la derecha y el partido socialista gobernante abrazaron la causa del neoliberalismo en su versión globalizada, dejando a los sectores populares huérfanos de las políticas sociales esperadas, y frustrados de cualquier proyecto desde la izquierda. No es casual si el fenómeno de la extrema derecha, que en esa época irrumpió como un exabrupto en el paisaje político francés, prosperó masivamente en regiones históricamente ganadas por la izquierda, y en particular al PS, como Marsella en el sureste o en el norte minero y textilero, profundamente golpeado por las consecuencias del naufragio del sector industrial nacional, iniciado a principios de los años 80.
El Partido Comunista (PC) pagó cara su participación en el gobierno socialista, iniciando una caída estrepitosa que lo llevó de más de 20 por ciento hasta los años 80, al 1.3 por ciento que suma actualmente. Gracias al mantenimiento de alianzas con el PS, heredadas de los tiempos de su pasado esplendor, ha mantenido 12 mil cargos repartidos en municipalidades, consejos regionales, parlamento nacional y Senado. La esperanza de preservar esos espacios institucionales fue quizá lo que motivó al PC a romper con la coalición de partidos y organizaciones que en mayo 2005 se habían formado en torno al rechazo al tratado constitucional europeo, y que durante meses intentó formular una propuesta de candidatura unitaria para las elecciones presidenciales. Sin embargo, la dispersión en el seno de la llamada izquierda anticapitalista (reivindicada además del PC por tres partidos trotskistas más el altermundialista José Bové ) no basta para interpretar los magros resultados de cada fórmula. Si bien ratifica la diversidad de corrientes en el espectro político francés con capacidad a converger de forma puntual (como en el caso del referendo de 2005), también confirma que el verdadero gobernante del país es el miedo que infunde la extrema derecha, en la versión original de Jean Marie Le Pen o en la forma clonada de Sarkozy.
Casi agotadas las reservas de votos útiles para la izquierda, sólo quedan los inciertos del centro derecha para conjurar el miedo que domina en la democracia electoral francesa. Escalofriante, ¿no?