Lo que empezó como un incidente en el suburbio parisino de Clichy-sous-Bois, que desembocó en la trágica muerte de dos jóvenes franceses originarios de familias de inmigrantes africanos, se ha convertido ya en una ola de incendios que abarca toda Francia y se ha extendido incluso a Bruselas y a Alemania. El racismo -contra los […]
Lo que empezó como un incidente en el suburbio parisino de Clichy-sous-Bois, que desembocó en la trágica muerte de dos jóvenes franceses originarios de familias de inmigrantes africanos, se ha convertido ya en una ola de incendios que abarca toda Francia y se ha extendido incluso a Bruselas y a Alemania. El racismo -contra los negros, los beurs, o franceses de origen árabe y, sobre todo, los jóvenes, particularmente los no blancos, que forman el grueso de los desocupados- engendró la brutalidad policial y el racismo del gobierno, que calificó de «canalla» y «escoria» a los que protestaban por las muertes, propagó la protesta. Francia tiene una larguísima historia de luchas feroces del poder contra las clases subalternas y otra igualmente larga de feroz represión colonial. Su clase gobernante no carece de experiencia política y sabe cómo utilizar e incluso provocar movimientos populares aún informes para destruirlos antes de que se desarrollen y hacerlos abortar. Conoce además perfectamente la influencia profunda del racismo, no solamente en los seguidores de Jean Marie Le Pen sino también en vastos sectores populares pero conservadores de franceses «viejos» (de familias cuya inmigración, en todo caso, es vieja). Es imposible, por lo tanto, que el gabinete ministerial francés no haya ponderado el estallido suburbano parisino y por inconsciencia, confusión o división interna lo haya dejado extenderse hasta el extremo de llegar a instaurar el toque de queda, cuando podría haber sancionado ya el primer día a los policías de Clichy-sous-Bois, u obligado al ministro del Interior a excusarse por sus palabras racistas o incluso a renunciar. La intención de la derecha gaullista de montarse sobre el conservadurismo y el racismo es tan evidente como su odio de clase.
Los hijos y nietos franceses de los ex esclavos coloniales traídos como mano de obra para el desarrollo de la metrópoli durante los «30 años gloriosos» han crecido después de esa fase, en los últimos 25 años de crisis creciente, como los últimos de los últimos de la sociedad y sólo un poco más arriba de los indocumentados. Sin raíces culturales propias ni la paciencia y sabiduría elemental que da la experiencia comunitaria africana, estos franceses de segunda clase se encuentran con que se les niega la integración que les corresponde por nacimiento y por ciudadanía. Por lo tanto, tienen aún más odio que los inmigrados que quieren establecerse en Francia, que tienen raíces culturales aunque sea en el exterior y que encuentran natural aunque terrible que se les nieguen los derechos sociales porque no tienen los de ciudadanía. Los jóvenes beurs y negros suburbanos encuentran insoportable lo que sus padres y abuelos pueden llegar a tolerar, y por eso no escuchan a sus mayores, de los cuales los separa una brecha política, además de generacional.
Pero su odio carece de una causa clara por la cual luchar, como la que tenían los argelinos en Francia en los años 50, cuando fue dictada la ley racista y represiva que se aplica hoy en esta guerra no declarada contra los nietos de la colonización, que forman la capa más pobre y nueva del proletariado metropolitano. Sin otro objetivo que la expresión de su odio y protesta, sin organización, reivindicaciones o alternativa, quienes incendian y destruyen se separan de los adultos de su comunidad y causan temor e incluso rechazo entre quienes deberían ser sus aliados naturales, o sea, en los descendientes de otros inmigrantes (españoles, portugueses, polacos, italianos) que adquirieron una posición más favorable en la jerarquía social y tienen, quizás, un bar de periferia, una verdulería o una empresa artesanal, y cuyos automóviles son blanco de los incendios de sus vecinos de barrio. Lo trágico en esto es la parálisis política y organizativa de la izquierda sindical y política que se preocupa por la unidad nacional y la república en vez de combatir el racismo, imponer los derechos democráticos para todos los franceses, cualquiera sea su color o religión, construir un frente social y político en torno a un plan alternativo que imponga trabajo para todos, salarios dignos para todos, escuelas de igual nivel para todos, oportunidades para todos, respeto para todos, región por región, depurando a las policías locales, incorporando beurs y negros a la gestión municipal, levantando cuadernos de reividicaciones populares en los barrios suburbanos.
Un paro nacional con manifestaciones por un plan de empleo, por la exigencia de la renuncia del fascista ministro del Interior Nicolas Sarkozy, por la ampliación y aplicación inmediata de las medidas económicas propuestas por el primer ministro Dominique de Villepin, debería haber sido ya la primera respuesta de los sindicatos, del Partido Comunista, de la Liga Comunista, de los socialistas no racistas contra el intento de fomentar la creación de una derecha racista de masas dirigida por Sarkozy y no por Le Pen. Este largo silencio y la impotencia consagran de hecho una Francia de dos pisos y favorecen a los fascistas. La Francia de los pequeños tenderos o del sector nacionalista y atrasado de los mismos obreros no está vacunada contra la peste aviar del conservadurismo fascistizante, como lo demostró el séquito que tuvo en su momento el movimiento de Poujade o el que tiene ahora Jean Marie Le Pen.