Dos circunstancias relacionadas con la Cumbre de Lisboa me han llamado muy en particular la atención. La primera: que se congregara en la zona de la Expo, donde se reunían los presidentes y jefes de Gobierno, la manifestación de protesta más concurrida que ha vivido Lisboa en las últimas dos décadas. El contraste era tan […]
Dos circunstancias relacionadas con la Cumbre de Lisboa me han llamado muy en particular la atención.
La primera: que se congregara en la zona de la Expo, donde se reunían los presidentes y jefes de Gobierno, la manifestación de protesta más concurrida que ha vivido Lisboa en las últimas dos décadas. El contraste era tan escandaloso que cualquier comentario resultaba innecesario: de un lado, los mandamases de los Veintisiete, sonrientes, encantados de lo bien que les va todo cuando se ponen de acuerdo; del otro, la muchedumbre de trabajadores portugueses, hartos de los muchos males que les aquejan y de lo poco que hace la UE por solucionárselos.
La segunda circunstancia para mí especialmente llamativa: cuentan las crónicas que los jefes máximos de los Veintisiete mostraron su honda preocupación ante la posibilidad de que el premier británico, Gordon Brown, se vea forzado a convocar un referéndum que le permita ratificar o le obligue a rechazar el nuevo Tratado. La preocupación viene dada porque todos ellos creen muy probable que la población británica votara mayoritariamente en contra. Brown tuvo el detalle, tranquilizador para sus colegas, de asegurar que esa consulta no se realizará, es decir, que se prepara para obrar prescindiendo de los deseos mayoritarios de su pueblo.
La actitud de Brown puede parecer particularmente cínica, y cínica sí que lo es, pero no particularmente. Sus homólogos continentales tienen tan pocos deseos de someter el asunto a votación popular como él mismo. Para evitar ese peligro, han recurrido a diversas argucias jurídicas que permitirán a algunos Gobiernos vadear los imperativos constitucionales que tantos problemas les causaron cuando quisieron sacar adelante la abortada Constitución Europea.
No parece nada exagerado afirmar, a la vista de cómo están las cosas, que los gobernantes europeos tienen miedo de sus propios pueblos.
Es una situación que se han ganado a pulso, conformando unas estructuras de poder que la ciudadanía del Viejo Continente percibe como frías, lejanas e inaccesibles. Una percepción bastante razonable porque, en muy buena medida, son exactamente así.